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El ultimo coyote

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El ultimo coyote
Название: El ultimo coyote
Автор: Connelly Michael
Дата добавления: 16 январь 2020
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El ultimo coyote читать книгу онлайн

El ultimo coyote - читать бесплатно онлайн , автор Connelly Michael

La vida de Harry Bosh es un desastre. Su novia le ha abandonado, su casa se halla en un estado ruinoso tras haber sufrido los efectos de un terremoto, y ?l est? bebiendo demasiado. Incluso ha tenido que devolver su placa de polic?a despu?s de golpear a un superior y haber sido suspendido indefinidamente de su cargo, a la espera de una valoraci?n psiqui?trica. Al principio, Bosch se resiste a al m?dico asignado por la polic?a de Los ?ngeles, pero finalmente acaba reconociendo que un hecho tr?gico del pasado contin?a interfiriendo en su presente. En 1961, cuando ten?a once a?os, su madre, una prostituta, fue brutalmente asesinada. El caso fue repentinamente cerrado y nadie fue inculpado del crimen. Bosch decide reabrirlo buscando, sino justicia, al menos respuestas que apacig?en la inquietud que le ha embargado durante a?os.

El ?ltimo coyote fue la cuarta novela que escribi? Michael Connelly y durante diez a?os permaneci? in?dita. El hecho de que, con el tiempo, el escritor se haya convertido en un referente del g?nero policiaco actual, as? como se trate de una novela que desvela un episodio clave en la vida de Bosch, hac?an imperiosa su publicaci?n.

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– ¿Principal sospechoso? Ni siquiera usamos esas palabras, Keisha. Ahora estoy seguro de que has hablado con uno de esos estrábicos de asuntos internos. No sabrían cómo llevar una investigación de homicidios ni aunque el asesino les mordiera el trasero.

– No te andes por las ramas. Es muy sencillo. ¿Tienes que hacer algún comentario sobre el artículo que saldrá en el diario de mañana? Si quieres decir algo, tengo el tiempo justo para que salga en la primera edición.

– On the record no hay comentarios.

– ¿Y off?

– Off the record, y sin que me lo atribuyas ni lo uses, puedo decirte que es todo mentira, Keisha. Tu artículo está equivocado. Simple y llanamente equivocado. Si lo publicas tal y como me lo acabas de resumir, tendrás que escribir otro mañana para corregirlo. Dirás que no soy sospechoso en absoluto. Después de eso tendrás que buscarte otra sección…

– ¿Y eso por qué? -preguntó la periodista con altivez.

– Porque esto es una calumnia orquestada por asuntos internos. Es una trampa. Y cuando todos los demás del departamento lo lean mañana lo sabrán y sabrán que has picado. No se fiarán de ti. Pensarán que eres sólo una tapadera para gente como Brockman. Ninguna fuente que merezca la pena querrá tener esa relación contigo. Incluido yo. Te quedarás cubriendo la comisión de la policía y reescribiendo comunicados de prensa de la oficina de relaciones con los medios. Y, por supuesto, cada vez que Brockman quiera putear a alguien cogerá el teléfono y te llamará.

Se produjo un silencio en la línea. Bosch levantó la cabeza hacia el cielo y vio que se teñía de rosa con el inicio del crepúsculo. Miró el reloj. Faltaba un minuto para la hora de cierre.

– ¿Estás ahí, Keisha?

– Bosch, me estás asustando.

– Deberías estar asustada. Tienes un minuto para tomar una gran decisión.

– Deja que te pregunte algo. ¿Agrediste a Pounds y lo lanzaste por la ventana hace dos semanas?

– ¿On the record u off the record?

– No importa, necesito una respuesta. ¡Rápido!

– Off the record, eso es más o menos preciso.

– Bueno, eso parecería hacerme sospechoso de su muerte. No veo…

– Keisha, he estado fuera del estado tres días. He vuelto hoy. Brockman me llevó a comisaría y habló conmigo menos de media hora. Comprobaron mi coartada y me dejaron libre. No soy sospechoso. Estoy hablando desde delante de mi casa. ¿Oyes ese martilleo? Eso es mi casa. Tengo un carpintero aquí. ¿Crees que a los sospechosos principales los dejan ir a dormir a casa?

– ¿Cómo puedo confirmar todo esto?

– ¿Hoy? No puedes. Tienes que elegir. Brockman o yo. Mañana puedes llamar al sub director Irving y él te lo confirmará… si quiere hablar contigo.

– ¡Mierda! Bosch, no puedo creerlo. Si voy al jefe de redacción a la hora de cierre y le digo que un artículo para el que me ha reservado la primera página desde la reunión de las tres en punto no existe… Podría estar ante una nueva sección y un nuevo periódico para cubrirla.

– Hay otras noticias en el mundo, Keisha. Ya encontrarán algo para la primera página. A la larga será bueno para ti. Haré correr la voz.

Hubo un breve silencio mientras ella tomaba su decisión.

– No puedo hablar. He de entrar allí y cogerlo. Adiós, Bosch. Espero que todavía trabaje aquí la próxima vez que hablemos.

Había colgado antes de que él pudiera despedirse.

Bosch caminó calle arriba hasta el Mustang y condujo hasta su casa. Gowdy había terminado con los pestillos y ambas puertas tenían ya candados. El inspector estaba junto a su coche, usando el capó como mesa. Estaba escribiendo en una tablilla y Bosch supuso que trabajaba con lentitud porque quería asegurarse de que Bosch abandonaba la propiedad. Bosch empezó a cargar su pila de pertenencias en el Mustang. No sabía adónde iba a ir.

Dejó de lado la idea de que no tenía hogar y empezó a pensar en Keisha Russell. Se preguntó si sería capaz de detener la publicación del artículo tan tarde. Probablemente había cobrado vida propia, como un monstruo en el ordenador del periódico. Y ella, su doctora Frankenstein, tendría poco poder para detenerlo.

Cuando lo tuvo todo en el Mustang, le lanzó un saludo a Gowdy, entró y bajó por la colina hasta Cahuenga. Una vez allí, no sabía en qué dirección girar, porque todavía no sabía adónde debía ir. Hacia la derecha estaba Hollywood. A la izquierda, el valle de San Fernando. Entonces se acordó del Mark Twain. En Hollywood, a sólo unas manzanas de la comisaría de Wilcox, el Mark Twain era un viejo hotel residencia con apartamentos pequeños que por lo general eran agradables y limpios, mucho más que el barrio que lo rodeaba. Bosch lo sabía porque ocasionalmente había colocado testigos allí. Sabía asimismo que había un par de apartamentos que contaban con dos habitaciones y baño privado. Decidió que pediría una de ésas y dobló a la derecha. El teléfono sonó en cuanto hubo tomado la decisión. Era Keisha Russell.

– Me debes una, Bosch. Lo he parado.

Bosch sintió alivio e irritación al mismo tiempo. Era la manera de pensar típica de un periodista.

– ¿De qué estás hablando? -contraatacó-. Tú me debes una por salvarte el culo.

– Bueno, eso ya lo veremos. Voy a comprobarlo mañana. Si cae del lado que tú dices, voy a ir a Irving para quejarme de Brockman. Lo voy a quemar.

– Acabas de hacerlo.

Russell se rió con una risa incómoda al darse cuenta de que acababa de confirmar que la fuente era Brockman.

– ¿Qué dice el jefe de redacción?

– Cree que soy una idiota, pero le he dicho que hay más noticias en el mundo.

– Buena frase.

– Sí, me la voy a apuntar en el ordenador. ¿Entonces qué pasa? ¿Y qué ha ocurrido con esos recortes que te conseguí?

– Los recortes siguen haciendo su trabajo. Todavía no puedo hablar de nada.

– Lo suponía. No sé por qué te sigo ayudando, Bosch, pero allá va. ¿Recuerdas que me preguntaste por Monte Kim, el tipo que escribió ese primer recorte que te di?

– Sí, Monte Kim.

– He preguntado por él por aquí, y uno de los viejos correctores de estilo me ha dicho que sigue vivo. Resulta que después de irse del Times trabajó para la oficina del fiscal durante un tiempo. No sé a qué se dedica ahora, pero tengo su número y su dirección. Está en el valle de San Fernando.

– ¿Me lo puedes dar?

– Supongo, porque estaba en la guía.

– Maldición, nunca pienso en eso.

– Puede que seas un buen detective, pero no te ganarías la vida de periodista.

Russell le dio a Bosch el número y la dirección, dijo que permanecerían en contacto y colgó. Bosch dejó el móvil en el asiento y pensó en esta última pieza de información mientras conducía hacia Hollywood. Monte Kim había trabajado para el fiscal del distrito. Bosch tenía una idea bastante formada de para cuál de ellos.

El último coyote - pic_37.jpg

El hombre que se hallaba detrás del mostrador en el Mark Twain no dio muestras de reconocer a Bosch, pese a que Harry estaba razonablemente seguro de que era el mismo con el que había tratado para alquilar habitaciones para testigos. El hombre del hotel era alto y delgado y tenía los hombros caídos de quien lleva una carga pesada. Tenía aspecto de haber estado detrás del mostrador desde la época de Eisenhower.

– ¿Me recuerda? ¿De calle abajo?

– Sí, le recuerdo. No he dicho nada porque no sabía si era una operación encubierta o no.

– No, no es encubierta. Quería saber si tenía libre alguna de las habitaciones del fondo. Que tenga teléfono.

– ¿Quiere una?

– Eso es lo que estoy pidiendo.

– ¿A quién va a meter esta vez? No quiero más pandilleros. La última vez me…

– No, ningún pandillero. Es para mí.

– ¿Quiere la habitación para usted?

– Exacto. Y no pintaré en las paredes. ¿Cuánto es?

El hombre del mostrador parecía desconcertado por el hecho de que Bosch quisiera quedarse allí. Al final se recuperó y le dijo a Bosch que podía elegir: treinta dólares por día, doscientos por semana o quinientos por mes. Todo por adelantado. Bosch pagó por una semana con su tarjeta de crédito y esperó ansiosamente mientras el hombre comprobaba que iba a cobrar el cargo.

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