2666
2666 читать книгу онлайн
Es un libro bello, largo y complejo. Consta de cinco partes que tienen ritmos y temas diferentes, pero que armonizan y convergen para conformar un todo inmenso, un relato multifac?tico que presenta la realidad social y la realidad individual en el siglo XX y el enigm?tico comienzo del XXI.
Podr?a decirse que el protagonista es un escritor alem?n que tiene un proceso de desarrollo singular?simo, dram?tico y c?mico a la vez, que, careciendo de educaci?n y capacidades comunicativas, escribe por puro talento y debe ocultar su identidad para protegerse del caos del nazismo, mientras que sus cr?ticos lo buscan sin ?xito por todo el mundo, todo lo cual conforma un relato que mantiene al lector en suspenso, de sorpresa en sorpresa. Pero eso no ser?a exacto. Tambi?n podr?a decirse, y tal vez ser?a m?s cierto, que el protagonista de la novela es la maldad misma y la sinraz?n del ser humano en el siglo XX, desde el noroeste de M?xico hasta Europa Oriental, desde la vida liviana de unos cr?ticos de literatura hasta las masacres de una aristocracia mafiosa en los pueblos del tercer mundo, pasando por la Segunda Guerra Mundial, el mundo del periodismo, el deporte (boxeo), la descomposici?n familiar y los establecimientos siqui?tricos. El singular escritor alem?n encarna, tal vez, la bondad y la autenticidad que resplandecen en medio de tanta maldad.
Cada una de las cinco partes es una peque?a novela. Una serie de estupendos personajes secundarios dan vida a cinco cuentos que se entrelazan de forma insospechada. No obstante, es el conjunto el que presenta el cuadro fabuloso que el autor quiere comunicar.
El estilo es sobrio, preciso, estricto, bello. El suspenso mantiene el inter?s del lector. Un verdadero ejemplo de literatura.
Внимание! Книга может содержать контент только для совершеннолетних. Для несовершеннолетних чтение данного контента СТРОГО ЗАПРЕЩЕНО! Если в книге присутствует наличие пропаганды ЛГБТ и другого, запрещенного контента - просьба написать на почту [email protected] для удаления материала
¿Y tú quién eres y cómo has llegado aquí?, dijo Amalfitano.
No tiene sentido explicarte eso, dijo la voz. ¿No tiene sentido?, dijo Amalfitano riéndose en susurros, como una mosca.
No tiene sentido, dijo la voz. ¿Te puedo hacer una pregunta?, dijo Amalfitano. Hazla, dijo la voz. ¿De verdad eres el fantasma de mi abuelo? Mira con lo que me sales, dijo la voz. Por supuesto que no, soy el espíritu de tu padre. El de tu abuelo te ha olvidado. Pero yo soy tu padre y no te olvidaré jamás. ¿Lo entiendes?
Sí, dijo Amalfitano. ¿Entiendes que de mí no tienes nada que temer? Sí, dijo Amalfitano. Ponte a hacer algo útil y luego revisa que todas las puertas y ventanas estén perfectamente cerradas y vete a dormir. ¿Algo útil como qué?, dijo Amalfitano. Por ejemplo, lava los platos, dijo la voz. Y Amalfitano encendió un cigarrillo y se puso a hacer lo que la voz le había sugerido. Tú lavas y yo hablo, dijo la voz. Todo está en calma, dijo la voz. No hay beligerancia entre tú y yo, el dolor de cabeza, si lo tienes, el zumbido de los oídos, el pulso acelerado, la taquicardia, pronto se irán, dijo la voz. Te calmarás, pensarás y te calmarás, dijo la voz, mientras haces algo de utilidad para tu hija y para ti. Comprendido, susurró Amalfitano. Bien, dijo la voz, esto es como una endoscopia, pero indolora. Entendido, susurró Amalfitano. Y lavó los platos y la olla con restos de pasta y salsa de tomate y los tenedores y los vasos y la cocina y la mesa donde habían comido, fumando un cigarrillo tras otro y también bebiendo de vez en cuando sorbitos de agua directamente de la llave. Y a las cinco de la mañana sacó la ropa sucia del cesto de ropa sucia del baño y luego salió al jardín trasero y metió la ropa en la lavadora y marcó el programa de lavado normal y miró el libro de Dieste que colgaba inmóvil y luego volvió a la sala y sus ojos buscaron como los ojos de un adicto algo más que limpiar u ordenar o lavar, pero no encontró nada y se quedó sentado, susurrando sí o no o no me acuerdo o puede ser. Todo está muy bien, decía la voz. Todo es cuestión de que te vayas acostumbrando. Sin gritar. Sin ponerte a sudar y a dar saltos.
Pasadas las seis de la mañana Amalfitano se tiró en la cama sin desvestirse y se quedó dormido como un niño. A las nueve Rosa lo despertó. Hacía tiempo que Amalfitano no se sentía tan bien, aunque las clases que dio resultaron del todo ininteligibles para sus alumnos. A la una comió en el restaurante de la facultad y ocupó una de las mesas más apartadas y difíciles de localizar. No quería ver a la profesora Pérez, y tampoco quería encontrarse con los otros colegas y menos aún con el decano, que, según su costumbre, solía comer allí todos los días rodeado por profesores y unos pocos alumnos que lo adulaban sin parar. Pidió en la barra, casi subrepticiamente, pollo hervido y ensalada y se dirigió a toda velocidad a su mesa esquivando a los jóvenes que a esa hora llenaban el restaurante. Después se dedicó a comer y a seguir pensando en lo que había sucedido la noche anterior. Notó, con pasmo, que se sentía entusiasmado con los eventos que acababa de vivir. Me siento como un ruiseñor, pensó con alegría. Era una frase simple y gastada y ridícula, pero era la única frase que podía resumir su actual estado de ánimo. Procuró calmarse. Las risas de los jóvenes, sus gritos llamándose, el ruido de platos, no contribuían a hacer de aquél el lugar más idóneo para reflexionar. Sin embargo, al cabo de pocos segundos, se dio cuenta de que no existía un lugar mejor.
Igual sí, pero mejor no. Así que bebió un largo trago de agua embotellada (que no sabía igual que el agua de la llave, aunque tampoco sabía muy diferente) y se puso a pensar. Primero pensó en la locura. En la posibilidad, alta, de que se estuviera volviendo loco. Se sorprendió al darse cuenta de que tal pensamiento (y tal posibilidad) no menguaba en nada su entusiasmo.
Ni su alegría. Mi entusiasmo y mi alegría han crecido bajo las alas de una tormenta, se dijo. Puede que me esté volviendo loco, pero me siento bien, se dijo. Contempló la posibilidad, alta, de que la locura, en caso de padecerla, empeorara, y entonces su entusiasmo se convirtiera en dolor e impotencia y, sobre todo, en causa de dolor e impotencia para su hija. Como si tuviera rayos X en los ojos revisó sus ahorros y calculó que con lo que tenía guardado Rosa podía volver a Barcelona y aún le quedaría dinero para empezar. ¿Para empezar qué?, eso prefirió no responderlo. Se imaginó a sí mismo encerrado en un manicomio en Santa Teresa o en Hermosillo, con la profesora Pérez como única visita ocasional, y recibiendo de vez en cuando cartas de Rosa desde Barcelona, en donde trabajaría y terminaría sus estudios, en donde conocería a un chico catalán, responsable y cariñoso, que se enamoraría de ella y la respetaría y cuidaría y sería amable con ella y con el que Rosa terminaría viviendo y yendo al cine por las noches y viajando a Italia o a Grecia en julio o agosto, y la situación no le pareció tan mala. Después examinó otras posibilidades. Por supuesto, se dijo, él no creía en fantasmas ni en espíritus, aunque durante su infancia en el sur de Chile la gente hablaba de la mechona que esperaba a los jinetes subida a la rama de un árbol, desde donde se dejaba caer al anca de los caballos, abrazando por la espalda al huaso o al vaquero o al contrabandista, sin soltarse, como una amante cuyo abrazo enloquecía tanto al jinete como al caballo, los cuales se morían del susto o terminaban en el fondo de un barranco, o el colocolo, o los chonchones, o las candelillas, o tantos otros duendecillos, almas en pena, íncubos y súcubos, demonios menores que moraban entre la cordillera de la Costa y la cordillera de Los Andes, pero en los que él no creía, no precisamente por su formación filosófica (Schopenhauer, sin ir más lejos, creía en fantasmas, y a Nietzsche seguramente se le apareció uno que lo enloqueció) sino por su formación materialista.
Así que descartó, al menos hasta agotar otras líneas, la posibilidad de los fantasmas. La voz podía ser un fantasma, sobre eso él no ponía las manos en el fuego, pero intentó buscar otra explicación. Tras mucho reflexionar, sin embargo, lo único que se sostenía era la eventualidad del alma en pena. Pensó en la vidente de Hermosillo, madame Cristina, la Santa. Pensó en su padre. Decidió que su padre jamás, por más espíritu errante en que se hubiera convertido, utilizaría las palabras mexicanas que había utilizado la voz, si bien, por otra parte, el leve dejo de homofobia podía perfectamente aplicársele. Con felicidad difícil de disimular, se preguntó en qué embrollo se había metido.
Por la tarde dio otro par de clases y luego volvió caminando a casa. Al pasar por la plaza principal de Santa Teresa vio a un grupo de mujeres manifestándose delante de la municipalidad.
En una de las pancartas leyó: No a la impunidad. En otra: Basta de corrupción. Desde los arcos de adobe del edificio colonial un grupo de policías vigilaba a las mujeres. No eran fuerzas antidisturbios sino simples policías uniformados de Santa Teresa.
Cuando se alejaba oyó que alguien lo llamaba por su nombre.
Al volverse vio en la acera de enfrente a la profesora Pérez y a su hija. Las invitó a tomar un refresco. En la cafetería le explicaron que la manifestación era para pedir transparencia en las investigaciones sobre las desapariciones y asesinatos de mujeres.
La profesora Pérez le dijo que en su casa tenía alojadas a tres feministas del DF y que esa noche pensaba dar una cena. Me gustaría que asistieran, dijo. Rosa dijo que ella iría. Amalfitano expresó que por su parte no había inconveniente. Después su hija y la profesora Pérez volvieron a la manifestación y Amalfitano reemprendió el camino.
Pero antes de llegar a su casa alguien volvió a llamarlo por su nombre. Maestro Amalfitano, oyó que decían. Se dio la vuelta y no vio a nadie. Ya no estaba en el centro, caminaba por la avenida Madero y las casas de cuatro pisos habían dejado lugar a chalets que imitaban un tipo de vivienda familiar californiana de los años cincuenta, casas que el tiempo había empezado a destrozar hacía mucho, cuando sus ocupantes se mudaron a la colonia en la que ahora vivía Amalfitano. Algunas casas se habían convertido en garajes donde también se vendían helados y otras ahora se dedicaban, sin haber introducido ninguna reforma arquitectónica, al rubro del pan o a la venta de ropa. Muchas de ellas exhibían carteles donde se anunciaban médicos, abogados especializados en divorcios o criminalistas.