El tercer gemelo

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El tercer gemelo
Название: El tercer gemelo
Автор: Follett Ken
Дата добавления: 16 январь 2020
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El tercer gemelo - читать бесплатно онлайн , автор Follett Ken

Ayer acab? otra novela de Ken Follet de las que tengo por casa pendientes.

El tercer gemelo habla sobre el tema de la clonaci?n de seres humanos. Una empresa pionera en estas investigaciones decide, all? por los a?os setenta, lanzar sus pruebas a los seres humanos pero sin advertir a los afectados.

Veintitr?s a?os despu?s de que se llevaran a cabo algo har? que se descubra todo el pastel, gracias a una profesora que trabaja para esa empresa sin saber el fin real de sus estudios.

“Una joven cient?fica est? desarrollando una investigaci?n sobre la formaci?n de la personalidad y las diferencias de comportamiento entre gemelos. De pronto, cuando descubre dos gemelos absolutamente id?nticos nacidos de madres distintas, se da cuenta de que alguien intenta frenar su investigaci?n al precio que sea.

?Es posible que se hayan hecho experimentos secretos de clonaci?n en seres humanos sin ser ellos conscientes? ?Y de qu? forma puede estar involucrado un candidato a la presidencia de los Estados Unidos?”

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– No todos los miembros de la comisión son previsibles.

«Hijo de mala madre, ¿lo dices para torturarme?»

– Pero la presidencia de la comisión no es una pieza de artillería sin punto de mira, de eso estoy seguro.

Berrington se secó una gota de sudor de la frente.

Hubo una pausa.

– Berry, sería un error por mi parte prejuzgar la decisión…

«¡Vete al infierno!»

– … pero creo que puedes decir a la Genético que no tiene por qué preocuparse.

«¡Al fin!»

– Que quede esto estrictamente entre nosotros, claro.

– Desde luego.

– Entonces, te veré mañana.

– Adiós.

Berrington colgó. «¡Jesús, lo que le había costado!»

¿De verdad no se dio cuenta Jack de que acababa de comprarle? ¿Se había engañado a sí mismo? ¿O lo comprendió todo a la perfección, pero simplemente fingió estar in albis ?

Eso carecía de importancia, siempre que condujese a la comisión por el derrotero adecuado.

Naturalmente, eso no podía ser el fin. El dictamen de la comisión tenía que ratificarse en una sesión plenaria del consejo. En aquella instancia, puede que Jeannie hubiera contratado a un abogado brillante y presentado una querella contra la universidad reclamando toda clase de compensaciones. El caso podría alargarse años y años. Pero las investigaciones de Jeannie quedarían de momento en suspenso, y eso era lo que importaba.

No obstante, el fallo de la comisión aún no estaba en el bote. Si al día siguiente por la mañana las cosas se torcían, era posible que Jeannie estuviese de nuevo en su despacho al mediodía, lanzada otra vez sobre la pista de los secretos culpables de la Genético. Berrington se estremeció: Dios no lo permita. Se acercó un cuaderno de apuntes y escribió los nombres de los miembros de la comisión.

Jack Budgen – Biblioteca

Tenniel Biddenham – Historia del arte

Milton Powers – Matemáticas

Mark Trader – Antropología

Jane Edelsborough – Física

Biddenham, Powers y Trader eran hombres rutinarios, profesores con muchos años de ejercicio a sus espaldas y cuya carrera estaba ligada a la Jones Falls y dependía del prestigio y la prosperidad del centro. Podía confiarse en que respaldarían al presidente de la universidad. El garbanzo negro era la mujer, Jane Edelsborough.

Tendría que darle un toque enseguida.

33

Camino de Filadelfia por la I 95, Jeannie volvió a sorprenderse con la mente puesta otra vez en Steve Logan.

La noche anterior le había dado un beso de despedida en la zona de aparcamiento del campus de la Jones Falls. Lamentaba que aquel beso hubiera sido tan fugaz. Los labios de Steve eran carnosos y secos, la piel cálida. A Jeannie le gustaba la idea de volver a repetir aquello.

¿Por qué sentía tanta prevención respecto a la edad del chico? ¿Qué tenía de maravilloso el que los hombres fuesen mayores? Will Temple, de treinta y nueve años, la había dejado por una heredera cabeza hueca. Vaya con las garantías de la madurez.

Pulsó la tecla de búsqueda de la radio, a la caza de una buena emisora, y dio con Nirvana, que interpretaba Come As You Are. Siempre que pensaba en salir con un hombre de su edad, o más joven, la sacudía una especie de sobresalto, algo así como el temblor del peligro que acompañaba a una cinta de Nirvana. Los hombres mayores eran tranquilizadores; sabían qué hacer.

¿Soy yo?, pensó. ¿Jeannie Ferrami, la mujer que hace lo que le da la gana y dice al mundo que se vaya a tomar viento? ¿Necesito seguridad? ¡Fuera de aquí!

Sin embargo, era cierto. Quizá la culpa la tuviera su padre. Después de él, Jeannie nunca quiso tener en su vida otro hombre irresponsable. Por otra parte, su padre era la prueba viviente de que los hombres mayores podían ser tan irresponsables como los jóvenes.

Supuso que su padre estaría durmiendo en hoteluchos baratos de Baltimore. Cuando se hubiese bebido y jugado el dinero que le pagaran por el ordenador y el televisor -cosa que no tardaría mucho en suceder-, robaría alguna otra cosa o se pondría a merced de su otra hija, Patty. Jeannie le odiaba por haberle robado sus cosas. Sin embargo, el incidente había servido para sacar a la superficie lo mejor de Steve Logan. Había sido un príncipe. Qué diablos, pensó, la próxima vez que vea a Steve Logan volveré a besarle, y en esa ocasión será un beso de los buenos.

Se puso tensa y condujo el Mercedes a través del atiborrado centro de Filadelfia. Aquél podía ser el gran paso adelante. Podía encontrar la solución al rompecabezas de Steve y Dennis.

La Clínica Aventina estaba en la Ciudad Universitaria, al oeste del río Schuylkill, un distrito de edificios académicos y apartamentos de estudiantes. La propia clínica era un agradable inmueble entre los cincuenta que había en el recinto, rodeado de árboles. Jeannie estacionó el coche en un parquímetro de la calle y entró en el edificio.

Había cuatro personas en la sala de espera: una pareja joven, formada por una mujer que parecía en tensión y un hombre que era un manojo de nervios, y otras dos mujeres de aproximadamente la misma edad de Jeannie. Todos miraban revistas, sentados en un rectángulo de sofás. Una gorjeante recepcionista le indicó que tomara asiento y Jeannie cogió un fastuoso folleto de la Genético, S.A. Lo mantuvo abierto sobre el regazo, sin leerlo; en vez de ello se dedicó a contemplar el sosegadamente insulso arte abstracto que decoraba las paredes del vestíbulo y a taconear nerviosa sobre el alfombrado suelo.

Aborrecía los hospitales. Como paciente sólo había estado una vez en uno. A los veintitrés años tuvo un aborto. El padre era un aspirante a director de cine. Jeannie dejó de tomar la píldora porque se habían separado, pero el hombre volvió al cabo de unos días, celebraron una reconciliación amorosa, sin tomar las precauciones oportunas, y ella quedó embarazada. La operación se llevó a cabo sin complicaciones, pero Jeannie se pasó varios días llorando y perdió todo el cariño que le inspiraba el director cinematográfico, aunque él estuvo a su lado, apoyándola, durante todo el proceso.

Acababa de realizar su primera película en Hollywood, un filme de acción. Jeannie fue sola a ver la cinta al cine Charles de Baltimore. El único toque de humanidad de la por otra parte maquinal historia de hombres que no paraban de dispararse unos a otros se daba cuando la novia del protagonista sufría un ataque de depresión, a raíz de un aborto, y echaba de su lado al héroe. Este, un detective de la policía, se quedaba perplejo y destrozado. Jeannie lloró. El recuerdo aún le hacía daño. Se puso en pie y empezó a pasear por la sala. Unos minutos después, emergió un hombre del fondo del vestíbulo y, en voz alta, llamó:

– ¡Doctora Ferrami!

Era un individuo angustiosamente jovial, cincuentón, de calva coronilla y frailuno flequillo rojizo.

– ¡Hola, encantado de conocerla! -aseguró con injustificado entusiasmo.

Jeannie le estrechó la mano.

– Anoche hablé con el señor Ringwood.

– ¡Si, si! Soy colega suyo, me llamo Dick Minsky. ¿Cómo está usted?

Dick tenía un tic nervioso que le hacía pestañear violentamente cada cuatro o cinco segundos; a Jeannie le dio lástima.

La condujo hacia una escalera.

– ¿A qué se debe su petición de informes, si me permite la pregunta?

– Un misterio clínico -explicó Jeannie-. Los hijos de las dos mujeres parecen ser gemelos idénticos, y sin embargo todo indica que no tienen ningún parentesco. La única relación que he podido descubrir es que ambas mujeres fueron tratadas aquí antes de su embarazo.

– ¿Ah, sí? -articuló el hombre como si no la hubiese estado escuchando.

A Jeannie le sorprendió; esperaba que el individuo se sintiera intrigado.

Entraron en un despacho.

– Se puede acceder por ordenador a todos nuestros archivos, siempre que se disponga de la clave correspondiente -dijo Dick Minsky. Se sentó ante una pantalla-. Los pacientes que le interesan, ¿son?…

– Charlotte Pinker y Lorraine Logan.

– No nos llevará ni un minuto.

Procedió a teclear los nombres.

Jeannie contuvo su impaciencia. Era posible que aquellos archivos no le revelasen absolutamente nada. Echó un vistazo a la estancia. Era un despacho demasiado amplio y suntuoso para un simple archivero. Dick debía de ser algo más que un simple «colega» del señor Ringwood, pensó.

– ¿Qué función desempeña usted aquí, en la clínica, Dick? -dijo.

– Soy el director general.

Jeannie enarcó las cejas, pero el hombre no levantó la vista del teclado. ¿Por qué le atendía en su gestión una persona de las altas esferas? Al preguntárselo, una sensación de inquietud caracoleó en su ánimo como una voluta de humo.

Dick Minsky frunció el entrecejo.

– Qué extraño. La computadora dice que no hay ningún historial que corresponda a los nombres que me ha dado.

La intranquilidad de Jeannie cobró cuerpo. Están a punto de pegármela, pensó. La perspectiva de dar con la solución al rompecabezas volvía a perderse en la lejanía. Una oleada de desencanto se abatió sobre ella, hundiéndola en una hondonada de depresión.

El hombre hizo girar la pantalla para que Jeannie pudiera verla.

– ¿Ha deletreado los nombres correctamente?

– Sí.

– ¿Cuándo cree que ingresaron esas pacientes en la clínica?

– Hace veintitrés años, aproximadamente.

Alzó la cabeza para mirarla.

– Ah, querida -dijo Dick Minsky, y parpadeó-. En ese caso mucho me temo que haya hecho usted el viaje en balde.

– ¿Por qué?

– No conservamos historiales tan antiguos. Es norma de nuestra empresa, según la política de la dirección en cuanto a documentos.

Jeannie le miró con los párpados entrecerrados.

– ¿Tiran a la basura los historiales antiguos?

– Rompemos las fichas, si, transcurridos veinte años, a menos, claro, que se readmita al paciente, en cuyo caso su historial se transfiere al ordenador.

Era una desilusión que dejaba hundido el ánimo de Jeannie y era también una pérdida de un tiempo precioso, que necesitaba para preparar su defensa en la audiencia de disciplina del día siguiente.

– Resulta muy extraño -expresó con amargura- que el señor Ringwood no me lo dijera cuando hablé anoche con él.

– La verdad es que debió hacerlo. Quizá no hizo usted ninguna alusión a las fechas.

– Estoy segura de que le especifiqué que las dos mujeres recibieron aquí tratamiento hace veintitrés años.

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