El Documento R
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El Documento R, la fant?stica historia de una conspiraci?n que pretende derogar la Ley de Derechos de los Estados Unidos y que est? dirigida entre bastidores por el FBI.
En un trasfondo de creciente violencia, Wallace pone frente a frente dos fuerzas opuestas: por una parte, aquellos que tratan de modificar la Constituci?n para que el gobierno pueda imponer sin miramientos un programa de `ley y orden`, por otra, quienes creen que tras la Enmienda XXXV se oculta un plan de mayor alcance que tiene por fin subvertir el proceso del gobierno constitucional y reemplazarlo por un estado polic?aco.
Los protagonistas de ambas posturas son Vernon T. Tynan, el poderoso director del FBI, y Christopher Collins, el nuevo secretario de Justicia, hombre ambicioso pero lleno de honradez.
Las dudas iniciales de Collins se ven reavivadas en el lecho de muerte de su predecesor, quien le pone en guardia contra el `Documento R`, clave misteriosa del futuro de toda la naci?n.
En su b?squeda de este vital documento, Collins se ve envuelto en una serie de sucias trampas: un intento de chantaje sexual dirigido contra ?l mismo, la puesta a punto de un `programa piloto` en una peque?a poblaci?n cuyos habitantes han sido despose?dos de sus derechos constitucionales, dos brutales asesinatos, la revelaci?n de un esc?ndalo de su esposa, que hace que ?sta desaparezca…
Transcurren d?as angustiosos y se acerca el momento en que, en California, ha de llevarse a cabo la ?ltima y decisiva votaci?n para ratificar o rechazar la Enmienda XXXV. El destino del pa?s depende de Collins, de su lucha a muerte con el FBI de Tynan y de su hallazgo del `Documento R`.
Por su fuerza expresiva, por la inteligente contraposici?n de ficci?n y realidad, y por la profundidad de los problemas que plantea, esta ?ltima novela de Irving Wallace ser? sin duda una de las obras m?s discutidas y elogiadas de estos ?ltimos tiempos.
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Por su parte, el presidente del Tribunal Supremo, John G. Maynard, bajo el nombre de Joseph Lengel, tenía prevista su llegada desde Nueva York en un 707 a las once y cuarenta y seis minutos.
Habían acordado de antemano que Collins y Radenbaugh no esperarían a Maynard, dado que no sería prudente que los tres llegaran juntos a Argo City y se alojaran juntos en el hotel Constellation. Habían decidido que Collins y Radenbaugh se dirigirían inmediatamente a Argo City y que Maynard les seguiría más tarde.
Collins había estado esperando impacientemente en el aeropuerto hasta que se había anunciado la llegada del vuelo con retraso de Radenbaugh. No había reconocido a Radenbaugh hasta casi tenerle delante de sus narices. El especialista en cirugía estética de Nevada había realizado un buen trabajo. Algo le había ocurrido a su nariz, pues todavía aparecía ligeramente hinchada. Al quitarse las enormes gafas ahumadas, Collins había podido observar que le habían eliminado las bolsas de debajo de los ojos, sustituidas ahora por una especie como de ligeras magulladuras que ya estaban desapareciendo, y que los ojos eran más pequeños y de corte casi oriental. Todo su aspecto había experimentado una considerable modificación.
– ¿Señor Cutshaw? -había preguntado Radenbaugh con expresión divertida.
– Señor Schiller -había dicho Collins entregándole a Radenbaugh un sobre de gran tamaño-. Aquí tiene usted su bautismo oficial. Los de Denver han sido muy eficientes. Todo lo que pudiera usted desear saber acerca de Dorian Schiller se encuentra encerrado en ese sobre.
– No sé expresarle con palabras lo mucho que se lo agradezco.
– No es ni la mitad comparado con lo que yo le agradezco que nos acompañe al lugar al que hoy nos dirigimos. Espero que resulte ser lo que usted oyó decir que era. Entonces todo dependerá de John G. Maynard. -Collins había mirado el reloj de pared del edificio de la terminal.- Llegará dentro de unos veinte minutos. Tomará un taxi para dirigirse a Argo City. -Había hecho un gesto en dirección a la entrada.- Tengo fuera un Ford de alquiler.
Se habían dirigido al sudoeste atravesando los verdes y extensos campos con las relucientes hileras de los canales de riego antes de llegar a la vasta amplitud del desierto. Habían estado viajando un buen rato en dirección a la frontera mexicana.
Finalmente, habían llegado al letrero amarillo de señalización en el que podía leerse en letras negras:
ARGO CITY
Población: 14.000 habitantes
sede de altos hornos y refinerías argo
Radenbaugh, que se sentaba al volante, había señalado hacia el otro lado de Collins.
– Allí la tiene usted: la mina de cobre. Dos kilómetros y medio de anchura y aproximadamente unos ciento ochenta metros de profundidad. Ahí es donde trabaja la mayoría de la población masculina.
A los pocos minutos habían llegado al centro de Argo City: una sola calle principal asfaltada con cuatro o cinco travesías. Collins había podido identificar varios de los pulcros y bien conservados edificios. Había unos grandes almacenes de fachada de cristal; la oficina de Correos, el teatro de Argo City, algo llamado Taller de Conservación de la Ciudad, un pequeño y cuidado parque cuyos paseos conducían a la biblioteca pública de Argo City, un templo de la iglesia episcopal, de afilada aguja, un edificio de ladrillo de dos plantas identificado como la sede del Bugle de Argo City, probablemente el periódico local…
El edificio más elevado era precisamente el hotel Constellation, de cuatro plantas, en muy buen estado de conservación y, a pesar de su nombre, construido en estilo arquitectónico de reminiscencias hispánicas.
Tras dejar el coche en el aparcamiento de al lado y pasar frente a un comercio indio en el que vendían muñecas, cestos, objetos de cuero y plata y cerámica, habían entrado en el embaldosado vestíbulo del hotel, que rodeaba un patio central abierto.
– Parece el edificio J. Edgar Hoover en miniatura -había comentado Collins en voz baja-. Probablemente lo construyó Tynan.
Radenbaugh se había llevado un dedo a los labios.
– Ya basta, señor Cutshaw -había dicho sin apenas mover la boca.
En la recepción habían dado los apellidos de Cutshaw y Schiller, ambos de Bisbee, Arizona. Habían pedido unas habitaciones contiguas sólo hasta última hora de la tarde en que tenían previsto marcharse.
Un botones había cogido la cartera de Radenbaugh y el maletín de Collins y les había acompañado en el ascensor hasta el tercer piso. Una vez allí, les había conducido a sus habitaciones, situadas al fondo del fresco pasillo, y había abierto la puerta que separaba a ambas, examinando el aparato del aire acondicionado y esperando la propina. Recibida ésta, se acababa de marchar.
Ahora se encontraban solos en la habitación de Collins.
Habían acordado que esperarían la llegada de Maynard antes de salir a efectuar un recorrido por la ciudad.
– Cuando llegue despedirá el taxi -dijo Collins-. Regresaremos a Phoenix los tres juntos. Entonces ya dará lo mismo. -Se rascó la cabeza.- La ciudad me parece de lo más corriente. Todo lo que he visto me ha parecido perfectamente normal.
– Espere a ver otras cosas -dijo Radenbaugh abriendo su cartera de documentos-. Anoche hice una lista de todo lo que pude recordar que Noah Baxter me hubiera dicho acerca de este lugar al hablarme del Documento R.
– Y yo dispongo también de una lista de las cosas que tenemos que visitar o examinar, preparada por mi equipo de investigación -dijo Collins-. Juntemos las dos listas. Cuando llegue Maynard decidiremos qué es lo que resulta más prometedor y nos distribuiremos los cometidos.
Se pasaron un cuarto de hora preparando una lista general de lo que había en Argo City. Al terminar, se mostraron satisfechos de su labor.
– Sólo espero que en cuatro horas podamos averiguar lo que queremos -dijo Collins.
– Todo lo que podemos hacer es intentarlo -dijo Radenbaugh-. En realidad, todo dependerá de la forma en que la gente que veamos acoja nuestra historia. ¿Tiene usted la carta?
– Aquí la tengo -repuso Collins dándose unas palmadas sobre el bolsillo superior de la chaqueta-. No hay problema. De la noche a la mañana, alguien del Departamento de Justicia consiguió proporcionarme papel de cartas con el membrete de las Industrias Phillips. No sé cómo pero el caso es que lo consiguió. Entonces yo redacté una carta de presentación.
Revisaron y ensayaron de nuevo la historia que les iba a servir de tapadera y se dirigieron el uno al otro preguntas difíciles y sospechosas. La base de la falsa historia era que habían acudido a Argo City como representantes de las Industrias Phillips y que habían obtenido autorización de la compañía de Altos Hornos y Refinerías Argo para inspeccionar ciertas mejoras cívicas que se habían llevado a cabo en la ciudad. Las Industrias Phillips se podrían basar posteriormente en aquellas mejoras para la planificación de una reforma que se tenía el propósito de realizar muy pronto en Bisbee, Arizona.
– ¿Cuál va a ser el pretexto de Maynard? -preguntó Radenbaugh.
– La suya es una historia totalmente distinta. Nosotros hemos dicho que íbamos a marcharnos esta tarde. Él dirá que se queda a pasar la noche aquí, aunque en realidad luego se vaya con nosotros. Es un turista. Un abogado retirado de Los Ángeles. Viaja desde Los Ángeles a Tucson para visitar a su hijo y a su nuera y para ver a su nieto recién nacido. Si se ha detenido a pasar la noche en Argo City no es sólo para descansar un poco del largo viaje, sino también para estudiar la posibilidad de adquirir una casa aquí. Ya visitó en otra ocasión esta población y le pareció encantadora. Ahora está considerando la idea de quedarse a vivir aquí una buena temporada.
– No estoy muy seguro de que eso dé resultado -dijo Radenbaugh arrugando la hinchada nariz.