Nombre De Torero
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En los a?os sombr?os del nazismo, desaparecen de un rinc?n secreto de la prisi?n de Spandau unas valios?simas monedas de oro. Casi cincuenta a?os despu?s, ca?do el Muro de Berl?n, dos personajes oscuros pero poderosos, con un pasado pol?tico turbio, contratan cada uno por su lado a dos «antiguos combatientes», Juan Belmonte -el que tiene nombre de torero – y Frank Galinsky. En «paro» laboral e ideol?gico, ambos deben partir en busca de un bot?n robado que nadie se atreve en realidad a reclamar oficialmente. Belmonte acepta el encargo por amor a Ver?nica, Galinsky, por un viejo h?bito de obediencia militante cuyo ideal es ahora el de enriquecerse «como todos los dem?s». Al mismo tiempo, al otro lado del mundo, un viejo humilde y solitario recibe un misterioso mensaje ?Llegar?n a enfrentarse Belmonte y Galinsky? ?Existe realmente el tesoro? En tiempos implacables como los que vivimos, ?vencer? el amor o la codicia?
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Cuando salí a la calle había empezado a llover. Los anuncios de los sex shops se reflejaban en el asfalto y los chulos pasaban en sus Mercedes deportivos controlando la carne expuesta bajo los paraguas. Acababa de festejar mi cumpleaños, y en forma, o por lo menos así lo atestiguaba el sabor de las especias pegado al paladar. Pero también llevaba algo en las orejas y eran las palabras de Alí.
Regresar, volver. Volver con la frente marchita, las nieves del tiempo etcétera. ¿Volver adónde? Lo único que me esperaba en Chile era la convicción de una venganza imposible. No. No era lo único. Había alguien, una persona, una mujer, que tal vez me esperaba, o que tal vez ni siquiera se había percatado de mi ausencia porque toda ella era ausencia y lejanía. Muchas veces me abofeteé la cara para ponerme de frente a la realidad. "Vamos", me dije, "estás en Europa, en Occidente, en Alemania, en Hamburgo, latitud tanto", pero fue como pegarle a la indefensa imagen que ofrece un espejo, porque las rebeldes neuronas se encargaron de recordarme que vivía en el país de nadie que algunos eufemísticamente llaman exilio.
Se exilia el que no conoció más que un lado de la medalla y fomenta sus errores más allá de donde los aprendió, pero el¨ que atravesó todo el túnel descubriendo que los dos extremos son oscuros se queda preso, pegado como una mosca a la cinta impregnada de miel. La luz no existía. No fue más que una invención afiebrada, y la claridad ortopédica del lugar que habitas te dice que vives en un territorio sin salida y que cada año que pasa, en vez de entregarte serenidad, sabiduría, astucia, para intentar la huida, se transforma en un eslabón más de la cadena que te ata. Y te puedes mover, o creer que lo haces, avanzar en cualquier dirección, pero las fronteras irán también alejándose en progresión geométrica a la longitud de tus pasos. No, Alí. De aquí no salgo, a menos que ocurra un milagro, y los viejos guerrilleros no tenemos ni tiempo ni ánimos como para aferrarnos a nuevos mitos. Bastante difícil es cuidar de las sepulturas de los que tuvimos. En el fondo, Alí, lo que tengo
es miedo de morir en cueros. Durante años busqué como tantos, la bala que llevaba mi nombre entre las huellas de las estrías. Era la llave de una muerte digna, vestida con el traje elemental de creer en algo. Pero todo acabó, se esfumó la creencia, el dogma no fue más que una anécdota pueril y me quedé desnudo, despojado de la más grande perspectiva que marcó a los sujetos como yo: morir por algo llamado revolución, y que era semejante al paraíso que aguarda a los pashdarán islámicos pero con música de salsa.
Entré al Regina cuando el shower había comenzado. En el escenario una chica simulaba masturbarse con un boa de plumas. Ocupé mi lugar en la barra, mientras a mi lado Big Jim revolvía el sorbete preparado con medio litro de leche, seis huevos, un puñado de pimienta y un vaso de ron. Lo despachó sin pausas y, al acabar, como siempre masculló el: "Mierda", que se complementaba con un gesto de repugnancia. Antes de subir al escenario me palmoteó la espalda.
– Lleno total. He contado cuatro gatos.
– Mala noche, negro. Tal vez mejore para la segunda vuelta.
Big Jim era un paquete de músculos cubiertos por una tensa pátina negra. Envuelto en la capa de poliéster que imitaba la piel de un leopardo esperó a un costado del escenario a que el showman lo presentara.
– Respetable público del Regina…, bueno, es una manera de decir, nadie debe sentirse ofendido. ¡No tan respetable público del Regina! ¿Ahora sí? Directamente llegado de Nueva Orleans el coloso del peep show americano. ¡Big Jim Splash, el follador telepático!
Los cuatro gatos de la sala abuchearon mientras Big Jirn avanzaba hasta el centro del escenario arrastrando un taburete. Allí esperó a que el pinchadiscos arremetiera con el primer movimiento de Also sprach Zarathustra para quitarse la capa y quedar en bolas.
Los cuatro gatos de la sala eran fonéticamente identificables como bávaros. Con seguridad no entendieron qué quería decir eso de follador telepático y con espasmos guturales quisieron dar a entender que venían a ver a hembras en cueros, en ningún caso a machos, y mucho menos a un negro pero cuando Big Jim se sentó en el taburete y, moviendo las caderas, hizo oscilar como un péndulo el buen palmo lacio de su virilidad, entonces se produjo el silencio respetuoso que todos los artistas agradecen.
– Mierda de noche. Y tengo que ganar para el arriendo -dijo Tatiana la polaca.
El frío inhibe. Cuatro gatos -le respondí.
– Cinco. En un reservado hay un tipo en silla de ruedas. Quise hacerle compañía pero tiene un perro asqueroso que no me dejó.
Miré hacia los reservados. Divisé al hombre sentado en una silla de ruedas. Había un balde champañero sobre su mesa. El perro debía de estar debajo.
En el escenario, Big Jim apretaba las manos y las nalgas con los ojos cerrados. La verga había ganado espacio y apuntaba hacia el público su cabezota morada. Big Jim empezó a rechinar los dientes en tanto sus caderas se agitaban en un movimiento ondulatorio.
– ¿Me pagas una grapa? Estoy sin una perra -se quejó Tatiana.
– Una sola. Tienes que hacer tu número. Mira. El negro está a punto de soltar las cabras.
– Negro puto. No sé cómo lo hace. Me lo he llevado tres veces a la cama y no funciona. ¿Has visto lo feliz que se pone cuando hay mujeres entre el público y se pelean por sobarle la pija?
– A mí nunca me has invitado a la cama.
– Cierto. Será porque eres como un hermano y no se folla entre hermanos. ¿Sabes que tienes algo de fraile? No te enojes. Gracias por la grapa.
Los movimientos ondulatorios de Big Jim se transformaron en un baile frenético. El sudor corría por el rostro del follador telepático. De pronto se puso de pie, alzó los brazos, los cruzó sobre la nuca, se empinó para que su verga alcanzara la máxima longitud y, entonces, al tiempo que soltaba una queja nacida del fondo de los huesos, la hendidura del glande se dilató para escupir chorros de semen que alcanzaron las mesas vacías de la primera fila.
Los cuatro gatos tardaron en aplaudir. Uno de ellos se atrevió a romper la católica estupefacción bávara reclamando bis, pero Big Jim ya salía del escenario arrastrando su piel de leopardo sintético. Le tocaba el turno a Tatiana la polaca.
"Directamente de Varsovia, Tatiana, la joya polaca del strrptease. Las personas con problemas cardiacos deben abandonar la sala antes de que se quite el sujetador", debió anunciar el showman, pero no dijo una palabra. Permaneció lívido mirando hacia la entrada. Lo que vi tampoco me llenó de dicha.
Cinco bebés monstruosos. Cabezas rapadas. Camisetas con la leyenda: "Estoy orgulloso de ser alemán". Chupas de bombardero yanqui. Botas de paracaidistas. Entraron ladrando el Deutschland Deutschland über alles y eructando a destajo. Venían con los bofes y el amor patrio convenientemente llenos de cerveza. Cuando terminaron de ladrar el himno patrio, uno de ellos trepó sobre una mesa.
– Heil Hitler! A partir de este momento en el establo mandan las reglas de la moral alemana. Bando número uno: queda prohibido a las filipinas, polacas y negros degenerados presentarse en público porque ofenden la dignidad alemana. Dos: queda prohibido que las putas de alterne follen con cerdos extranjeros. Tres: todo el personal artístico y de servicios, y las chupadoras de vergas de los reservados cotizarán el cincuenta por ciento de sus ingresos a la Unión del Pueblo Alemán, cuyos abnegados representantes están ante ustedes para recaudar las donaciones. Heil Hitler!
Finalizado el discurso patriótico, exigieron una ronda de cervezas, advirtiendo que, si no los complacían, harían una pequeña demostración de fuerza y, para enfatizar sus propósitos, le sacudieron un soplamocos al barman. De tal manera que me llegó el turno de dialogar con los bebés. Qué diablos, para eso me pagaban.
Mientras caminaba hacia los bebés del "Cuarto Reich" con mi mejor gesto conciliador, quiso la suerte que tropezara con un peldaño invisible, que me fuera de bruces y que mi frente se estrellara contra el hocico del nazi que acababa de discursear. La verdad es que nunca me interesé por la pediatría, pero sabía que con los bebés se debe actuar rápido, así que, mientras lo consolaba por los dientes perdidos con una seguidilla de rodillazos en los testículos, encabecé el coro de los noctámbulos cantores de Hamburgo reclamando por la pasma.
Y llegaron. Precedidos por un ulular de sirenas y con las candorosas Walter nueve milímetros en las manos. Lo primero que vieron fue al bebé en el suelo. El cabeza rapada descubría las delicias del aire entrándole lentamente y doblado como una escuadra respondía con manotazos a cualquier intento por moverlo.
– ¿Quién agredió a este hombre? -preguntó uno.
– Nadie. Estos llegaron provocando. Mire cómo me dejaron la cara -dijo el barman.
– Mentira. Entramos a beber una cerveza y el turco se nos echó encima -chilló uno de los bebés.
– Tú, turco. Enséñame tus papeles. Ordenó el que mandaba el rebaño.
– ¿ Por qué?
– Porque yo te lo digo, mierda. ¿No te parece una buena razón?
Con la bofia no debe discutirse, menos aún cuando se presenta en equipo y con los fierros apuntando. Con movimientos lentos metí una mano en el bolsillo interior de la americana y saqué el pasaporte tomándolo con dos dedos. El poli observó con atención la tapa azul del documento. Tal vez sus desconocimientos de zoología le impedían saber que el pájaro del escudo chileno no es una gallina, sino un cóndor, y que el bicho parado en dos patas no es un galgo sino un huemul.
– ¿Por qué tienes un pasaporte chileno?
– Nadie elige donde nace. Yo soy alemán y estos cerdos me pegaron. ¿O es que debo agradecerles el sopapo? -insistió el barman.
– Soy testigo. Le pegaron sin aviso -corroboró Tatiana.
– Nombre -dijo el poli.
– Tatiana Janowsky. Ciudadana polaca.
– ¿Y no teme resfriarse? -consultó el poli señalando la mínima braguita de Tatiana.
– Estaba a punto de presentar mi número de culturismo cuando irrumpió esta banda de cerdos -insistió Tatiana.
– Nos ha insultado, ustedes son testigos. No alcanzamos a entrar en el local y Kanaka se nos echó encima -chilló otro de los bebés.
El poli que llevaba la voz cantante hizo un ademán llamando a la calma y le pasó el pasaporte a otro de rango inferior.
– Ve si el pájaro está limpio y pide una ambulancia para éste -ordenó indicando al bebé que se quejaba en el suelo.