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Es un libro bello, largo y complejo. Consta de cinco partes que tienen ritmos y temas diferentes, pero que armonizan y convergen para conformar un todo inmenso, un relato multifac?tico que presenta la realidad social y la realidad individual en el siglo XX y el enigm?tico comienzo del XXI.
Podr?a decirse que el protagonista es un escritor alem?n que tiene un proceso de desarrollo singular?simo, dram?tico y c?mico a la vez, que, careciendo de educaci?n y capacidades comunicativas, escribe por puro talento y debe ocultar su identidad para protegerse del caos del nazismo, mientras que sus cr?ticos lo buscan sin ?xito por todo el mundo, todo lo cual conforma un relato que mantiene al lector en suspenso, de sorpresa en sorpresa. Pero eso no ser?a exacto. Tambi?n podr?a decirse, y tal vez ser?a m?s cierto, que el protagonista de la novela es la maldad misma y la sinraz?n del ser humano en el siglo XX, desde el noroeste de M?xico hasta Europa Oriental, desde la vida liviana de unos cr?ticos de literatura hasta las masacres de una aristocracia mafiosa en los pueblos del tercer mundo, pasando por la Segunda Guerra Mundial, el mundo del periodismo, el deporte (boxeo), la descomposici?n familiar y los establecimientos siqui?tricos. El singular escritor alem?n encarna, tal vez, la bondad y la autenticidad que resplandecen en medio de tanta maldad.
Cada una de las cinco partes es una peque?a novela. Una serie de estupendos personajes secundarios dan vida a cinco cuentos que se entrelazan de forma insospechada. No obstante, es el conjunto el que presenta el cuadro fabuloso que el autor quiere comunicar.
El estilo es sobrio, preciso, estricto, bello. El suspenso mantiene el inter?s del lector. Un verdadero ejemplo de literatura.
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A veces Espinoza, antes de buscarlo por las salas vacías del hotel, se iba a revisar sus e-mails, con la esperanza de encontrar cartas de Europa, de Hellfeld o de Borchmeyer, que arrojaran algo de luz sobre el paradero de Archimboldi. Después buscaba a Pelletier y más tarde ambos subían silenciosos a sus respectivas habitaciones.
Al día siguiente, decía Norton en su carta, me dediqué a limpiar mi apartamento y a poner en orden mis papeles. Terminé mucho antes de lo que esperaba. Por la tarde me encerré en un cine y al salir, aunque estaba tranquila, ya no me acordaba del argumento de la película ni de los actores que la interpretaban.
Esa noche cené con una amiga y me acosté temprano, aunque hasta las doce no fui capaz de conciliar el sueño. Nada más despertarme, de buena mañana y sin hacer una reserva previa, me fui al aeropuerto y compré el primer billete para Italia. Volé de Londres a Milán y desde allí cogí un tren para Turín. Cuando Morini me abrió la puerta le dije que había venido a quedarme, que decidiera él si me iba a un hotel o me quedaba en su casa. No contestó a mi pregunta, apartó la silla de ruedas y me pidió que pasara. Fui al baño a lavarme la cara. Cuando volví Morini había preparado té y puesto sobre un plato azul tres pastelillos que me ofreció con encomio. Probé uno y era delicioso.
Parecía un dulce griego, con pistacho e higo confitado en su interior.
Pronto di cuenta de los tres pastelillos y me tomé dos tazas de té. Morini, mientras tanto, hizo una llamada telefónica, y luego se dedicó a escucharme y a intercalar de vez en cuando preguntas que yo contestaba de buen grado.
Durante horas estuvimos hablando. Hablamos de la derecha en Italia, del rebrote del fascismo en Europa, de los inmigrantes, de los terroristas musulmanes, de la política británica y norteamericana y a medida que hablábamos yo me iba sintiendo cada vez mejor, lo que es curioso pues los temas de conversación eran más bien deprimentes, hasta que ya no pude más y le pedí otro pastelillo mágico, al menos uno más, y entonces Morini miró la hora y dijo que era normal que tuviera hambre, y que haría algo mejor que darme un pastelillo de pistacho, había reservado mesa en un restaurante turinés y me iba a llevar a cenar allí.
El restaurante estaba en medio de un jardín en donde había bancos y estatuas de piedra. Recuerdo que yo empujaba la silla de Morini y él me enseñaba las estatuas. Algunas eran figuras mitológicas, pero otras representaban simples campesinos perdidos en la noche. En el parque había otras parejas que paseaban y a veces nos cruzábamos con ellas y otras veces sólo veíamos sus sombras. Mientras comíamos Morini me preguntó por vosotros. Le dije que la pista que situaba a Archimboldi en el norte de México era una pista falsa y que probablemente ni siquiera había pisado aquel país. Le conté lo de vuestro amigo mexicano, el gran intelectual llamado el Cerdo, y nos reímos un buen rato. La verdad es que yo cada vez me sentía mejor.
Una noche, después de hacer el amor por segunda vez con Rebeca en el asiento trasero del coche, Espinoza le preguntó qué pensaba su familia de él. La muchacha le dijo que sus hermanas creían que era guapo y que su madre había dicho que tenía cara de hombre responsable. El olor a productos químicos pareció levantar el coche del suelo. Al día siguiente Espinoza compró cinco alfombras. Ella le preguntó para qué quería tantas alfombras y Espinoza contestó que pensaba regalarlas. Al volver al hotel dejó las alfombras en la cama que no ocupaba, luego se sentó en la suya y durante una fracción de segundo las sombras se retiraron y tuvo una fugaz visión de la realidad. Se sintió mareado y cerró los ojos. Sin darse cuenta se quedó dormido.
Cuando despertó le dolía el estómago y tenía deseos de morirse. Por la tarde salió a hacer compras. Entró en una lencería y en una tienda de ropa de mujer y en una zapatería. Esa noche se llevó a Rebeca al hotel y después de ducharse juntos la vistió con un tanga y ligueros y medias negras y un body negro y zapatos de tacón de aguja de color negro y la folló hasta que ella no fue más que un temblor entre sus brazos. Después pidió que le subieran a la habitación una cena para dos y tras comer le entregó los otros regalos que le había comprado y después volvieron a follar hasta que empezó a amanecer. Entonces ambos se vistieron, ella guardó sus regalos en las bolsas y él la acompañó primero a su casa y luego hasta el mercado de artesanías, en donde la ayudó a montar el puesto. Antes de que se despidiera ella le preguntó si lo iba a volver a ver. Espinoza, sin saber por qué, tal vez únicamente porque estaba cansado, se encogió de hombros y dijo que eso nunca se sabía.
– Sí que se sabe -dijo Rebeca con una voz triste que no le conocía-. ¿Te marchas de México? -le preguntó.
– Algún día tengo que irme -contestó él.
Al volver al hotel no encontró a Pelletier ni en la terraza ni junto a la piscina ni en ninguna de las salas en donde éste solía recluirse para leer. Preguntó en la recepción si hacía mucho que había salido su amigo y le dijeron que Pelletier no había abandonado el hotel en ningún momento. Subió a la habitación y llamó a la puerta, pero nadie le contestó. Volvió a llamar, golpeando varias veces, con el mismo resultado. Le dijo al recepcionista que temía que a su amigo le hubiera pasado algo, tal vez un ataque al corazón, y el recepcionista, que los conocía a ambos, subió con Espinoza.
– No creo que haya ocurrido nada malo -le dijo mientras iban en el ascensor.
Al abrir la habitación con la llave maestra el recepcionista no traspuso el umbral. La habitación estaba a oscuras y Espinoza encendió la luz. Sobre una de las camas vio a Pelletier tapado con el cobertor hasta el cuello. Estaba boca arriba, con el rostro sólo ligeramene ladeado, y tenía las manos cruzadas sobre el pecho. En su expresión Espinoza vio una paz que nunca antes había notado en el rostro de Pelletier. Lo llamó:
– Pelletier, Pelletier.
El recepcionista, ganado por la curiosidad, avanzó un par de pasos y le aconsejó que no lo tocara.
– Pelletier -gritó Espinoza, y se sentó a su lado y lo zarandeó de los hombros.
Entonces Pelletier abrió los ojos y le preguntó qué ocurría.
– Creíamos que estabas muerto -dijo Espinoza.
– No -dijo Pelletier-, estaba soñando que me iba de vacaciones a las islas griegas y que allí alquilaba un bote y conocía a un niño que todo el día se lo pasaba buceando.
– Es un sueño muy bonito -dijo.
– Efectiviwonder -dijo el recepcionista-, parece un sueño muy relajante.
– Lo más curioso del sueño -dijo Pelletier- es que el agua estaba viva.
Las primeras horas de mi primera noche en Turín, decía Norton en su carta, las pasé en la habitación de huéspedes de Morini. No me costó nada quedarme dormida, pero de repente un trueno, que no sé si era real o soñado, me despertó, y creí ver, al fondo del pasillo, la silueta de Morini y de la silla de ruedas.
Al principio no le hice caso y procuré volver a dormirme, hasta que de pronto recapitulé lo que había visto: por un lado la silueta de la silla de ruedas en el pasillo y por otro lado, ya no en el pasillo sino en la sala, de espaldas a mí, la silueta de Morini. Me desperté de un salto, empuñé un cenicero y encendí la luz. El pasillo estaba desierto. Fui hasta la sala y no había nadie. Meses antes lo normal hubiera sido tomar un vaso de agua y volver a la cama, pero ya nada era ni volvería a ser como entonces. Así que lo que hice fue ir a la habitación de Morini.
Al abrir la puerta vi primero la silla de ruedas, a un lado de la cama, y luego el bulto de Morini, que respiraba pausadamente.
Murmuré su nombre. No se movió. Alcé la voz y la voz de Morini me preguntó qué pasaba.
– Te he visto en el pasillo -le dije.
– ¿Cuándo? -dijo Morini.
– Hace un momento, cuando oí el trueno.
– ¿Llueve? -dijo Morini.