-->

A sus plantas rendido un leon

На нашем литературном портале можно бесплатно читать книгу A sus plantas rendido un leon, Soriano Osvaldo-- . Жанр: Триллеры. Онлайн библиотека дает возможность прочитать весь текст и даже без регистрации и СМС подтверждения на нашем литературном портале bazaknig.info.
A sus plantas rendido un leon
Название: A sus plantas rendido un leon
Автор: Soriano Osvaldo
Дата добавления: 16 январь 2020
Количество просмотров: 158
Читать онлайн

A sus plantas rendido un leon читать книгу онлайн

A sus plantas rendido un leon - читать бесплатно онлайн , автор Soriano Osvaldo

Bongwutsi: un pa?s africano ·que ni siquiera figura en el mapa·. All? vive un argentino usurpando la condici?n de c?nsul de su pa?s, hundido en la pobreza y enardecido de entusiasmo por el reciente estallido de la guerra de las Malvinas, en disputa permanente con el embajador ingl?s, inexplicablemente entrampado en una trama donde se suceden conspiraciones con enviados de las grandes potencias mundiales, una interrumpida relaci?n amorosa, los sue?os de liberaci?n y grandeza del inhallable- y ubicuo- Bongwutsi, la entrada triunfal al pa?s de un ej?rcito de monos…el v?rtigo narrativo no se interrumpe, la invenci?n y la verdad se al?an en el desborde de una fantas?a indeclinable. El ?mpetu narrativo de Osvaldo Soriano llega a su punto m?ximo en este relato fascinante.

Внимание! Книга может содержать контент только для совершеннолетних. Для несовершеннолетних чтение данного контента СТРОГО ЗАПРЕЩЕНО! Если в книге присутствует наличие пропаганды ЛГБТ и другого, запрещенного контента - просьба написать на почту [email protected] для удаления материала

1 ... 41 42 43 44 45 46 47 48 49 ... 53 ВПЕРЕД
Перейти на страницу:

– ¡Oiga, qué hace! -gritó y perdió el cigarrillo. O'Connell intentó una maniobra a ciegas y el Cadillac empezó un trompo suave y silencioso hasta que dio de cola contra una palmera.

– ¡Maravilloso! -dijo el inglés y guardó la pistola-. Si en la CÍA son todos como usted es fácil entender por qué Fidel Castro sigue vivo.

O'Connell dio la vuelta corriendo por detrás del auto y abrió la puerta de Standford, que estaba juntando algunas cartas del piso.

Hubiera querido decirle que ya se encontraban enterritorio libre de Bongwutsi, en África socialista, pero no le salió una palabra. De rabia, arrancó la bandera qué colgaba sobre el guardabarros, la tiró al suelo y le empezó a saltar encima. Standford lo miró con una mezcla de pena e indignación y pensó que por culpa de ese imbécil tendría que volver hasta la embajada a pie y sin impermeable.

60

La marcha a través de la selva fue lenta y dificultosa. El sultán, que tenía los pies planos, apenas podía caminar en la oscuridad, entre el follaje, por las lagunas y las hondonadas que el gorila rubio atravesaba tocando timbre como un poseído. Al cabo de una hora se detuvieron a descansar. Quomo llamó al mono y estuvieron dando saltos y vueltas carnero bajo la lluvia hasta que quedaron enchastrados y malolientes. Lauri los observaba, sentado bajo un arbusto, recordando las películas de Tarzán que veía por televisión. Nunca había estado en la selva, pero, no se sentía más extranjero allí que en las ciudades de Europa por las que había deambulado en busca de refugio. Le hubiera gustado hablar de eso con Quomo, pero el comandante seguía jugando con el gorila, le mostraba una serpiente que tenía apretada en un puño y entre carcajadas amenazaba con metérsela en la boca. El mono la miraba debatirse, mostrar la larga lengua negra, y retrocedía haciendo gestos de disgusto y tapándose los ojos. Chemir estaba acostado sobre un lecho de hojas frescas y sonreía como un padre que mira jugar a sus hijos. Los moscardones volaban desorientados por la lluvia y los sapos saltaban entre la hierba mojada. El sultán se había retirado a rezar una plegaria al borde de un arroyo de aguas cristalinas bordeado de flores y árboles enanos.

Cuando estaba agachado, invocando al Todopoderoso, advirtió que varios gorilas lo miraban, extrañados, desde la otra orilla. Molesto, dio por terminada la oración y volvió a donde estaban sus compañeros. Quomo le mostró la serpiente y El Katar la comparó con la Viuda Azul del desierto, que el coronel Kadafi citaba siempre para simbolizar el pecado y la maldad del imperialismo.

– ¿Qué quiere de mí el coronel? -preguntó Quomo casi al pasar.

– Que les complique la vida a los aliados.

El comandante asintió, dejó la víbora, y ordenó proseguir la marcha. Chemir repartió algunas frutas y cruzaron el arroyo a paso lento. Luego se internaron en una selva cerrada y ciega, apenas guiados por el sonido del timbre. Al atardecer desembocaron en una vasta sabana ondulante donde podía verse la lluvia golpeando la hierba. Por el descampado deambulaban decenas de gorilas empapados que parecían haber perdido la orientación. Giraban en redondo, con los brazos colgando como tallos marchitos. Algunos se detenían un momento, se golpeaban el pecho, lanzaban largos gemidos y seguían su camino al azar.

El mono rubio tomó a Quomo de un brazo, lo arrastró unos metros y lo levantó de las piernas mientras daba gritos que parecían de entusiasmo. A lo lejos, diluida por la cortina de agua, el comandante vio la silueta negra de una locomotora a vapor.

– ¡El tren! -gritó-. ¡Allá está!

Enganchados a la máquina había tres vagones de pasajeros y uno con carbón para la caldera.

– ¿Eso funciona? -preguntó Lauri.

Quomo se volvió hacia el gorila rubio y empezó a darle instrucciones con muecas, ademanes y palabras incomprensibles. El animal parecía nervioso, saltaba de un pie a otro y se rascaba la cabeza embarrada. Varios gorilas se habían acercado y seguían la charla con una atención crispada. En la cara de Quomo había huellas de cansancio, pero su mirada era serena.

– Hay que apurarse -dijo-. O'Connell nos está esperando.

Subieron por una barranca y encontraron dos hombres durmiendo en calzoncillos bajó la locomotora. La ropa estaba secándose cerca de la caldera, junto al retrato del Emperador. Chemir se agachó a despertarlos y les habló en su lengua.

– ¿Perdieron el safari? -preguntó el más viejo, que parecía ser el maquinista.

También Quomo les habló en su idioma y los hombres parecían impresionados. El maquinista se pasaba la mano por el cuello y no dejaba de decir que sí con la cabeza.

– Yo creí que lo habían fusilado -dijo para que lo oyeran los blancos.

– Lo fusilaron -confirmó Lauri-, pero ahí lo tiene.

– El comandante Quomo… -dijo el más joven, y fue a ponerse la blusa de ferroviario. No parecía del todo convencido.

Quomo bajó por el terraplén e hizo señas en dirección del descampado donde estaban reunidos los monos. El sultán preguntó si había un radiotransmisor o un telégrafo a bordo y el maquinista negó, asombrado.

– ¿Así que ése es Quomo? Se hizo famoso en el ferrocarril, le aseguro. En aquel tiempo los trenes iban donde querían los pasajeros…

– Siempre es así -dijo Lauri.

– No crea -dijo el maquinista-Cuando este hombre estuvo en el gobierno había que hacer una asamblea por cada salida y eso era un lío.

– ¿Qué decidían?

– El rumbo del tren. Quomo abolió los horarios y losdestinos fijos porque decía que el ordenes contrarrevolucionario. Entonces la gente compraba boleto único, organizaba una asamblea y después íbamos para el lado que decidía la mayoría. Yo tuve que manejar más de cien veces hasta Uganda.

– ¿Por qué iban tanto Uganda?

– Para escapar del comunismo. Claro, en la frontera nos mandaban de vuelta, pero mucha gente conseguía pasar. ¿Usted está seguro de que este hombre es Quomo?

– Seguro -dijo el sultán- ¿Cuánta gente en armas hay en Bongwutsi?

– ¿En armas?

– Sublevada.

– Cuando yo salí no vi a nadie. La radio no dijo nada.

– ¿Usted va a tomar las armas?

– ¿Cuándo?

– Ahora, cuando lleguemos. Quomo va a hacer la revolución.

– ¿Otra vez? No sé si me voy a atrever a decírselo, pero eso no es bueno para el ferrocarril.

Lauri tenía ganas de fumar y estaba cansado. Bajó el terraplén y vio a Chemir que estaba escribiendo en una labia algo que copiaba de un papel. Por el otro lado llegaba una fila de gorilas conducidos por el rubio. Quomo les indicaba que subieran al tren.

– ¿Qué hace? -le gritó Lauri.

– Vamos a entrar a Bongwutsi con un ejército de monos.

– ¿Y el proletariado?

– No sé cómo hacían ustedes, Lauri, pero aquí hay que arreglarse con lo que hay.

61

Desde la puerta de su atelier, Mister Burnett oyó los gritos de los diplomáticos que corrían a ponerse a salvo del ventarrón. El cielo era un gran arco iris de fuegos y nubes y sólo el Primer Ministro sabía lo que significaba ese estremecimiento en las entrañas de Bongwutsi. El coronel Yustinov pasó por el sendero de lajas levantándose los pantalones, tambaleante, cubierto de crema y chocolate, hablando solo. Más allá, el teniente Wilson trataba de ordenar la retirada de los invitados hacia el bulevar con algunos guardias que habían tomado y fumado demasiado y no parecían serle de mucha utilidad.

El Primer Ministro se acercó a Mister Burnett, que estaba remontando la estrella de cinco puntas, envuelto en una salida de baño, y le dijo que Quomo había regresado y que necesitaría de los soldados británicos para hacer frente a una nueva revolución. El embajador le respondió con una carcajada y se fue corriendo, dándole hilo al barrilete que ya volaba por encima de la arboleda. "Pónganle música, pónganle música", gritaba, hasta que se perdió en la oscuridad.

1 ... 41 42 43 44 45 46 47 48 49 ... 53 ВПЕРЕД
Перейти на страницу:
Комментариев (0)
название