ADN

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ADN
Название: ADN
Автор: Cook Robin
Дата добавления: 16 январь 2020
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ADN - читать бесплатно онлайн , автор Cook Robin

En el hospital m?s grande de Nueva York tiene lugar una serie de muertes, ante los ojos de la doctora encargada de las autopsias, inexplicables. El ?nico punto en com?n entre los pacientes muertos -todos gozaban de muy buena salud- es que pertenec?an al mismo seguro m?dico. Es la primera pista de una terrible historia en la que medicina, adelantos cient?ficos y negocios se enfrentan en una trama de gran suspense…

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A pesar de las complejas medidas de seguridad de la entrada, nadie puso objeciones a la llegada de Jazz por los accesos del hospital. Junto con otras enfermeras de servicio, se dirigió hasta los ascensores para esperar que llegara uno: se fijó en que todas ellas iban vestidas a la antigua, igual que Susan Chapman. Varias llevaban cofias.

Jazz fue la única persona que se apeó en la planta tercera. Igual que el vestíbulo de abajo, estaba revestida de madera, enmoquetada y decorada con obras de arte. Varios visitantes que se marchaban esperaban el ascensor, y algunos le sonrieron. Ella les devolvió el gesto.

No le parecía en absoluto hallarse en una clínica. Sus zapatillas de deporte apenas hacían ruido en la moqueta. Al asomarse a las habitaciones de los pacientes vio que estaban decoradas con el mismo refinamiento, con muebles tapizados y telas caras. Las horas de visita llegaban a su fin, y la gente se despedía. Cuando estuvo a la altura de la habitación 324 aminoró el paso. A unos veinte metros delante de ella se encontraba el mostrador de las enfermeras: un brillante centro de luz comparado con la tenue iluminación del vestíbulo.

La puerta de la habitación 324 estaba entreabierta, y Jazz miró a un lado y otro del pasillo para cerciorarse de que pasaba inadvertida. Se acercó al umbral y tuvo una vista completa del interior. Tal como esperaba, no había enfermera particular. Tampoco visitas. El paciente era un fornido afroamericano que estaba desnudo de cintura para arriba. Un aparatoso vendaje le cubría el hombro derecho, y tenía una vía intravenosa pinchada en el brazo izquierdo. Se hallaba sentado en la cama del hospital con el respaldo subido y miraba la televisión situada en lo alto de un rincón. Jazz no podía ver la pantalla, pero dedujo por el sonido que se trataba de algún acto deportivo.

Stephen apartó la vista del televisor y miró a Jazz.

– ¿Puedo hacer algo por usted? -preguntó.

– Solo estoy comprobando que todo esté en orden -dijo Jazz sin faltar a la verdad. Estaba satisfecha. Iba a ser coser y cantar.

– Las cosas estarían un poco mejor si los Nicks se decidieran a jugar como saben -contestó Stephen.

Jazz asintió, se despidió con un gesto de la mano, volvió a la planta baja y se dirigió a la cafetería. Estaba satisfecha.

La primera mitad del turno de noche transcurrió como estaba previsto. Jazz estaba a cargo de once pacientes, lo que suponía más trabajo que el asignado a sus compañeras, pero no se quejó. La habían emparejado con la mejor de las ayudantes, lo cual equilibraba la situación. Por desgracia no le tocó Rowena Sobczyk. Con lo ocupada que estaba, no tuvo ocasión de hacer nada para el señor Bob hasta la pausa del almuerzo, que acababa de empezar.

Jazz bajó en el ascensor con otras dos enfermeras y dos ayudantes con las que compartía la pausa para comer, pero se aseguró de perderlas de vista antes de llegar a la cafetería: no quería verse metida en su conversación y que se le hiciera difícil marcharse. Devoró un emparedado y se bebió medio litro de leche desnatada sin sentarse siquiera. Únicamente disponía de treinta minutos, y tenía mucho que hacer.

En el transcurso de su turno, Jazz había añadido unas cuantas jeringas a las ampollas de potasio que llevaba en los bolsillos. Salió de la cafetería y se metió en el lavabo de señoras. Una rápida ojeada bajo las puertas de los excusados le reveló que no había nadie. Para mayor discreción entró en uno de ellos y cerró. Sacó las ampollas de una en una, las destapó con cuidado y preparó las inyecciones. Una vez tapadas las agujas con sus respectivos capuchones, las devolvió a las profundidades de los bolsillos de su bata.

A continuación, salió del excusado y envolvió rápidamente los vacíos recipientes en toallas de papel. Seguía estando sola. Dejando los envoltorios en el suelo, los aplastó con la punta de la zapatilla. El vidrio hizo un débil sonido al quebrarse. Luego, Jazz arrojó los restos de papel y cristal al contenedor de basura.

Se miró en el espejo. Se pasó los dedos por el corto cabello, se ajustó la bata y se colocó bien el estetoscopio que llevaba al cuello. Satisfecha, se dirigió a la salida, armada y dispuesta para la acción. Había sido tan simple como eso. Estaba empezando a apreciar la eficiencia de ocuparse de dos casos la misma noche. Era como hallarse en una línea de montaje.

Cogió el ascensor principal hasta el tercer piso evitando el vestíbulo del Ala Goldblatt para no llamar la atención de los guardias de seguridad. La tercera planta estaba dedicada plenamente a pediatría, y mientras recorría el pasillo hacia el Ala Goldblatt, la idea de niños enfermos le despertó desagradables recuerdos del pequeño Janos. Fue ella quien lo encontró aquella fatídica mañana. La pobre criatura estaba tiesa como una tabla y ligeramente azulada, boca abajo sobre su arrugada sábana. Siendo pequeña todavía, Jazz se había dejado llevar por el pánico y, desesperada en busca de ayuda, fue corriendo a donde dormían sus padres para intentar despertarlos; sin embargo, ninguno de sus esfuerzos pudo arrancarlos de su etílico sueño. Al final, Jazz acabó llamando a la policía y dejando pasar personalmente al equipo sanitario de emergencia.

Una pesada puerta antiincendios separaba el Ala Goldblatt del resto del hospital. Era como si nunca la hubieran abierto y, tras un par de infructuosos intentos, tuvo que apoyar la pierna en la jamba y utilizar toda la fuerza de sus músculos para conseguir que se moviera. Cuando cruzó al otro lado, volvió a caer en la cuenta de lo distinta que era la decoración de la zona Goldblatt. Lo que más le llamó la atención fue la iluminación: en lugar de los habituales fluorescentes, había apliques de pared y las lámparas de los cuadros, cuya intensidad había sido reducida desde su última visita.

Volvió a empujar la puerta antiincendios con el hombro para asegurarse de que se abriría cuando volviera. Esa vez se movió con mucho menos esfuerzo que antes. Echó a andar por el pasillo con paso decidido. Era consciente por experiencia de que no había que mostrarse vacilante porque eso llamaba la atención. Sabía adónde se dirigía, y actuó en consecuencia. A pesar de echar un vistazo por el largo pasillo no vio a nadie, ni siquiera en el distante mostrador de enfermeras. A medida que iba pasando ante las habitaciones de los pacientes oyó el ocasional pitido de un monitor e incluso vio alguna enfermera atendiendo a un paciente.

Al acercarse a su objetivo, experimentó la misma emoción que había sentido en combate, en Kuwait, en 1991. Era algo que solamente los soldados que habían estado en el frente podían comprender. A veces, sentía algo parecido cuando jugaba una partida de Call of Duty, pero no era comparable. Para ella era un poco como el «speed», solo que mejor y sin la resaca. Sonrió para sus adentros: que le pagaran por lo que iba a hacer lo convertía en aún más placentero. Llegó a la habitación 324 y no lo dudó. Entró directamente.

Stephen seguía sentado en la cama, pero totalmente dormido. El televisor estaba apagado. La habitación estaba relativamente a oscuras: la única iluminación provenía de una luz de seguridad y de una luz empotrada del baño. La puerta del lavabo estaba entreabierta y proyectaba sobre el suelo y la cama una estrecha franja de luz igual que una tira de pintura fluorescente. La vía intravenosa seguía en su sitio.

Jazz comprobó la hora. Eran las tres y catorce minutos. Rápida pero silenciosamente fue hasta la cama y abrió la vía intravenosa. Dentro de la cámara Millpore, el goteo se convirtió en un flujo constante. Jazz se inclinó y observó el punto donde la aguja penetraba en el brazo de Stephen. No se apreciaba hinchazón. La intravenosa funcionaba perfectamente.

Volvió a asomarse al pasillo para asegurarse por última vez. No había nadie a la vista. Todo estaba en calma. Mientras volvía al lado de la cama se subió las mangas de la bata por encima de los codos para que no le estorbaran. A continuación, sacó una de las jeringas y le quitó el capuchón de seguridad con los dientes mientras sostenía la línea intravenosa con la mano izquierda. A pesar de su nerviosismo, se serenó antes de clavar la aguja. Se enderezó y escuchó. No oyó nada.

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