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El gallo negro

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El gallo negro
Название: El gallo negro
Дата добавления: 16 январь 2020
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El gallo negro - читать бесплатно онлайн , автор Sansom Christopher John

Invierno de 1537, Inglaterra. Bajo el reinado de Enrique Vlll, la disoluci?n de los monasterios est? en marcha.Thomas Cromwell, el temido vicario general del rey se enfrenta a la vieja Iglesia cat?lica con leyes draconianas y la mayor red de informadores nunca vista. La reina Ana Bolena ha sido decapitada y los monasterios, amenazados con la desamortizaci?n, sufren el expolio de sus tesoros y ven peligrar sus tierras, codiciadas por cortesanos y arist?cratas.Y mientras la tensi?n aumenta, los acontecimientos toman un giro desgraciado cuando, en el monasterio benedictino de Scarnsea, el comisionado c?e Cromwell aparece muerto con la cabeza separada del cuerpo. Ante la gravedad del hecho, el vicario env?a al monasterio al abogado Matthew Shardlake, un reformista de aguda inteligencia y car?cter noble, para que dirija la investigaci?n. Pero cuando Shardlake y su joven secretario y protegido Mark Poer llegan a Scarnsea, el panorama no puede ser m?s desolador. Bajo la aparente calma monacal se esconde un mundo de delitos sexuales, malversaci?n de fondos, traici?n y; para colmo, otros dos nuevos y terribles cr?menes.Adem?s, el trabajo del abogado se ve perturbado por una serie de desagradables descubrimientos sobre Cromwell y la Reforma que har?n vacilar su fe.

Con una trama minuciosamente elaborada, El gallo negro es una apasionante novela de intriga que se desarrolla durante los tempestuosos albores del estado de derecho moderno, una ?poca en que las leyes civiles iniciaban el largo y dif?cil camino para despojar al poder eclesi?stico del papel normativo que ejerc?a en la sociedad.

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– Así que ha viajado… Ya decía yo que no era ninguna pueblerina.

– Conoce bien la zona. Le he preguntado por la marisma. Dice que es posible llegar por ella, pero que no es fácil encontrar caminos. Le he preguntado si nos enseñaría el terreno y ha dicho que tal vez.

– Eso podría sernos útil. -Le conté lo que me había explicado el hermano Gabriel sobre los contrabandistas, mi excursión fuera de la muralla, mi pequeño accidente, y le enseñé la pierna cubierta de barro-. ¡Por los clavos de Cristo, qué día de sobresaltos!

La mano que tenía apoyada en la mesa no paraba de temblar, por más que me esforzaba en dominarla. En cuanto a Mark, aún estaba pálido. Se produjo un silencio, que de pronto necesité llenar a toda costa.

– Parece que habéis mantenido una larga charla. ¿Cómo acabó Alice aquí?

– El boticario murió; era un hombre mayor. Alice volvió a Scarnsea, pero, poco después, su madre falleció también. La casita en la que vivían estaba en una finca cedida en enfiteusis, y el propietario la reclamó. Alice se quedó sola. No sabía qué hacer, hasta que alguien le dijo que el enfermero de San Donato necesitaba un ayudante seglar. En Scarnsea, donde lo llaman el «duende negro», nadie quería trabajar con él. Pero Alice no tenía elección.

– Tengo la impresión de que no aprecia demasiado a nuestros santos hermanos.

– Dice que algunos de ellos son hombres lujuriosos, que siempre están arrimándose a ella e intentando toquetearla. Es la única mujer joven del monasterio. Al parecer, hasta con el prior ha tenido problemas.

– ¡A fe que ha sido franca contigo! -exclamé asombrado.

– Está fuera de sí, señor. El prior empezó a molestarla desde que llegó.

– Sí, ya me he dado cuenta de que no lo aprecia. ¡Qué vergüenza! Ese hombre es un hipócrita. Castiga a los demás por sus pecados mientras él se dedica a perseguir a las criadas… ¿Lo sabe el abad?

– Alice se lo dijo al hermano Guy, que le paró los pies al prior. El abad rara vez interviene; apoya el régimen disciplinario del prior y le deja las manos libres en casi todo lo demás. Al parecer, todos los monjes le tienen miedo, y los que cometieron sodomía en el pasado están demasiado aterrorizados para reincidir.

– Y ya hemos visto los resultados de esa disciplina.

Mark se pasó una mano por la frente.

– Sí, por desgracia -murmuró con expresión sombría.

– Contarle todo eso al ayudante del comisionado no es muy leal de su parte -dije tras unos instantes de reflexión-. ¿Acaso la señorita Alice es partidaria de la Reforma?

– No lo creo. Pero no se considera obligada a guardar los secretos de unos hombres que la han estado importunando. Tiene mucho carácter, señor, pero es justa. No es una desagradecida. Para el hermano Guy no tiene más que palabras de alabanza. Le ha enseñado muchas cosas y la ha protegido de los que la molestaban. Y siente mucho afecto por los pobres viejos a los que cuida.

Lo miré pensativo.

– No te encariñes demasiado con la muchacha -le advertí con suavidad-. Lord Cromwell quiere la cesión de este monasterio, y puede que al final tengamos que dejarla en la calle.

– Eso sería cruel -dijo Mark frunciendo el entrecejo-. Y no es una muchacha; tiene veintidós años, es una mujer. ¿No podríamos hacer nada por ella?

– Podría intentarlo. -Reflexioné durante unos instantes-. El enfermero la protege. Me pregunto si, llegado el caso, ella no lo protegería también a él.

– ¿Creéis que el hermano Guy podría tener algo que ocultar?

– No lo sé -dije levantándome y acercándome a la ventana-. Me da vueltas la cabeza.

– Habéis dicho que el novicio parecía estar imitándoos… -me recordó Mark con voz vacilante.

– ¿No te lo ha parecido a ti?

– No veo cómo podía saber él…

Tragué saliva.

– … ¿cómo muevo los brazos cuando estoy en el tribunal? No, yo tampoco.

Me quedé mirando por la ventana, mordiéndome la uña del pulgar. De pronto vi aparecer al hermano Guy, que avanzaba a grandes zancadas hacia la enfermería con el abad y el prior. Los tres hábitos negros pasaron rápidamente ante la ventana levantando pequeñas nubes de nieve. Al cabo de unos instantes, oímos unas voces que procedían del cuarto en el que se encontraba el cadáver y, poco después, ruidos de pasos que se acercaban. Cuando los tres monjes entraron en la cocina, los observé detenidamente uno a uno. Las oscuras facciones del hermano Guy carecían de expresión. El rostro del prior estaba rojo, lleno de ira, pero también dejaba traslucir miedo. El corpulento abad parecía haber encogido; por algún motivo, se me antojó más pequeño y viejo.

– Comisionado… Siento que hayáis tenido que presenciar una escena tan terrible -murmuró.

Respiré hondo. Me habría gustado poder acurrucarme en cualquier rincón, en lugar de tener que ejercer mi autoridad sobre aquellos desventurados, pero no podía elegir.

– Sí -respondí-. Vengo a la enfermería en busca de paz y tranquilidad para llevar a cabo mi investigación, y me encuentro con un novicio muerto de hambre y de frío que primero coge una fiebre que casi acaba con él y luego se vuelve loco y se desnuca.

– ¡Estaba poseído! -farfulló el prior con una violencia de la que había desaparecido todo el sarcasmo-. Dejó que su mente se corrompiera de tal modo que el Diablo se apoderó de ella en su momento de mayor debilidad. Lo escuché en confesión y le impuse una penitencia para mortificarlo, pero era demasiado tarde. Ved el poder del Diablo. -El hermano Mortimus apretó los labios y me miró fijamente-. ¡Está en todas partes, y las discusiones entre cristianos nos distraen de él!

– El chico dijo que veía demonios revoloteando en el aire, tan numerosos como motas de polvo. ¿Creéis que los veía realmente? -le pregunté.

– Vamos, señor comisionado, ni los más ardientes reformistas discuten que el mundo está lleno de agentes del Diablo. ¿No cuentan que el mismo Lutero arrojó una biblia a un demonio en su propia habitación?

– La mayoría de las veces, esas visiones son producto de la fiebre -repuse lanzando una mirada al hermano Guy, que asintió.

– Pero podrían ser demonios -intervino el abad-. La Iglesia lleva siglos enfrentándose a ese fenómeno. Deberíamos llevar a cabo una investigación.

– ¡No hay nada que investigar! -gritó el prior fuera de sí-. Simón Whelplay le abrió su alma al Diablo, un demonio lo poseyó y lo obligó a arrojarse a la piscina vacía, como ocurrió con los cerdos de Gadara, los cuales, según nos cuenta la Biblia, se arrojaron por un acantilado. Ahora su alma está en el infierno, a pesar de mis esfuerzos por salvarla.

– No creo que muriera a causa de la caída -dijo el hermano Guy.

Todos lo miramos sorprendidos.

– ¿Cómo podéis saberlo? -le preguntó el prior con desdén.

– Porque no se golpeó en la cabeza -respondió el enfermero sin alterarse.

– Entonces, ¿cómo…?

– Todavía no lo sé.

– Sea como fuere -dije con firmeza mirando al prior-, parece que había llegado a un estado de extrema debilidad por exceso de disciplina.

El prior me lanzó una mirada desafiante.

– Señor comisionado, el vicario general desea que en los monasterios vuelva a reinar el orden. Y tiene razón; la laxitud ha puesto en peligro las almas. Si fracasé con Simón Whelplay, fue porque no supe ser lo bastante severo, o tal vez su corazón estaba ya demasiado corrompido… Pero opino, con lord Cromwell, que sólo una estricta disciplina conseguirá la reforma de las órdenes. No me arrepiento de lo que hice.

– ¿Qué decís a eso, señor abad?

– Es posible que en este caso vuestra severidad os haya llevado demasiado lejos, Mortimus. Hermano Guy, vos, el prior y yo nos reuniremos para considerar este asunto más detenidamente. Un comité de investigación. Sí, un comité -repitió el abad, como si esa palabra lo tranquilizara.

El hermano Guy soltó un profundo suspiro.

– Antes debería examinar sus pobres restos.

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