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Es un libro bello, largo y complejo. Consta de cinco partes que tienen ritmos y temas diferentes, pero que armonizan y convergen para conformar un todo inmenso, un relato multifac?tico que presenta la realidad social y la realidad individual en el siglo XX y el enigm?tico comienzo del XXI.
Podr?a decirse que el protagonista es un escritor alem?n que tiene un proceso de desarrollo singular?simo, dram?tico y c?mico a la vez, que, careciendo de educaci?n y capacidades comunicativas, escribe por puro talento y debe ocultar su identidad para protegerse del caos del nazismo, mientras que sus cr?ticos lo buscan sin ?xito por todo el mundo, todo lo cual conforma un relato que mantiene al lector en suspenso, de sorpresa en sorpresa. Pero eso no ser?a exacto. Tambi?n podr?a decirse, y tal vez ser?a m?s cierto, que el protagonista de la novela es la maldad misma y la sinraz?n del ser humano en el siglo XX, desde el noroeste de M?xico hasta Europa Oriental, desde la vida liviana de unos cr?ticos de literatura hasta las masacres de una aristocracia mafiosa en los pueblos del tercer mundo, pasando por la Segunda Guerra Mundial, el mundo del periodismo, el deporte (boxeo), la descomposici?n familiar y los establecimientos siqui?tricos. El singular escritor alem?n encarna, tal vez, la bondad y la autenticidad que resplandecen en medio de tanta maldad.
Cada una de las cinco partes es una peque?a novela. Una serie de estupendos personajes secundarios dan vida a cinco cuentos que se entrelazan de forma insospechada. No obstante, es el conjunto el que presenta el cuadro fabuloso que el autor quiere comunicar.
El estilo es sobrio, preciso, estricto, bello. El suspenso mantiene el inter?s del lector. Un verdadero ejemplo de literatura.
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El circo se llamaba Circo Internacional y unos hombres que montaban la carpa mediante un complicado sistema de cordeles y poleas (o eso les pareció a los críticos) les indicaron la caravana donde vivía el dueño. Éste era un chicano de unos cincuenta años que había trabajado durante mucho tiempo en circos europeos que recorrían el continente desde Copenhague hasta Málaga, actuando en pueblos pequeños y con desigual suerte, hasta que decidió volver a Earlimart, California, de donde era originario, y fundó su propio circo. Lo llamó Circo Internacional porque una de sus ideas originales era tener artistas de todo el mundo, aunque a la hora de la verdad la mayoría de éstos eran mexicanos y norteamericanos, si bien de vez en cuando iba a buscar trabajo algún centroamericano y una vez tuvo a un domador canadiense de setenta años al que no querían en ningún otro circo de los Estados Unidos. Su circo era modesto, dijo, pero era el primer circo cuyo dueño era un chicano.
Cuando no estaban de viaje se los podía encontrar en Bakersfield, que no está lejos de Earlimart, en donde tenía sus cuarteles de invierno, aunque en ocasiones se establecía en Sinaloa, México, no por mucho tiempo, sólo el suficiente para hacer un viaje al DF y cerrar contratos en localidades del sur, hasta la frontera con Guatemala, desde donde volvían a subir hasta Bakersfield. Cuando los extranjeros le preguntaron por el Doktor Koenig, el empresario quiso saber si había algún contencioso o deuda entre éstos y su ilusionista, a lo que Amalfitano se apresuró a declarar que no, que cómo, que aquí los señores eran respetadísimos profesores de universidad de España y Francia respectivamente y que él mismo, sin ir más lejos y guardando las distancias, era profesor de la Universidad de Santa Teresa.
– Ah, bueno -dijo el chicano-, siendo así yo los llevo a ver al Doktor Koenig, que también, según creo, fue profesor universitario.
El corazón de los críticos les dio un vuelco al oír semejante declaración. Después siguieron al empresario por entre las caravanas y jaulas rodantes del circo hasta llegar a lo que, a todos los efectos, era la linde del campamento. Más allá sólo había tierra amarilla y una que otra casucha negra y la reja de la frontera mexicano-norteamericana.
– Le gusta la tranquilidad -dijo el empresario sin que se lo preguntaran.
Con los nudillos golpeó la puerta de la pequeña caravana del ilusionista. Alguien abrió la puerta y una voz desde la oscuridad preguntó qué querían. El empresario dijo que era él y que traía a unos amigos europeos que querían saludarlo. Pasen, pues, dijo la voz, y ellos subieron el único escalón y accedieron al interior de la caravana cuyas dos únicas ventanas, sólo un poco mayores que un ojo de buey, tenían las cortinas corridas.
– Vamos a ver dónde nos acomodamos -dijo el empresario, y acto seguido procedió a descorrer las cortinas.
Tirado en la única cama vieron a un tipo calvo, de piel olivácea, vestido únicamente con unos enormes shorts negros, que los miró parpadeando con dificultad. El tipo no podía tener más de sesenta años, si llegaba, lo que lo descartaba de inmediato, pero decidieron quedarse un rato y, al menos, agradecerle el que los hubiera recibido. Amalfitano, que era el que de mejor humor estaba, le explicó que estaban buscando a un amigo alemán, un escritor, y que no lo podían encontrar.
– ¿Y creyeron que lo iban a encontrar en mi circo? -dijo el empresario.
– No a él sino a alguien que lo conociera -dijo Amalfitano.
– Nunca he empleado a un escritor -dijo el empresario.
– Yo no soy alemán -dijo el Doktor Koenig-, soy norteamericano, me llamo Andy López.
Acompañó estas palabras extrayendo de un saco que colgaba en una percha su billetera y tendiéndoles su carnet de conducir.
– ¿En qué consiste su número de ilusionismo? -le preguntó Pelletier en inglés.
– Empiezo haciendo desaparecer pulgas -dijo el Doktor Koenig, y los cinco se rieron.
– Es la mera verdad -dijo el empresario.
– Luego hago desaparecer palomas, luego hago desaparecer un gato, luego un perro, y finalizo mi acto haciendo desaparecer a un niño.
Después de dejar el Circo Internacional Amalfitano los invitó a comer a su casa.
Espinoza salió al patio trasero y vio un libro que colgaba de una cuerda para tender ropa. No se quiso acercar a ver de qué libro se trataba, pero cuando volvió a entrar en la casa le preguntó a Amalfitano por él.
– Es el Testamento geométrico, de Rafael Dieste -dijo Amalfitano.
– Rafael Dieste, un poeta gallego -dijo Espinoza.
– Ese mismo -dijo Amalfitano-, pero éste no es un libro de poesía sino de geometría, las cosas que se le ocurrieron a Dieste mientras ejerció como profesor de instituto.
Espinoza le tradujo a Pelletier lo que Amalfitano le había dicho.
– ¿Y está colgado en el patio? -dijo Pelletier con una sonrisa.
– Sí -dijo Espinoza mientras Amalfitano buscaba en el refrigerador algo que pudieran comer-, como si fuera una camisa puesta a secar.
– ¿Les gustan los frijoles? -dijo Amalfitano.
– Cualquier cosa, cualquier cosa, ya nos hemos acostumbrado a todo -dijo Espinoza.
Pelletier se acercó a la ventana y contempló el libro, cuyas hojas se movían imperceptiblemente con la suave brisa de la tarde. Luego salió y se acercó a él y lo estuvo examinando.
– No lo descuelgues -oyó que decía a sus espaldas Espinoza.
– Este libro no está puesto aquí para que se seque, lleva aquí mucho tiempo -dijo Pelletier.
– Algo así me imaginé yo -dijo Espinoza-, pero mejor no lo toques y volvamos a la casa.
Desde la ventana Amalfitano los observaba mordiéndose los labios, aunque ese gesto en él, y en ese preciso instante, no era un gesto de desesperación o de impotencia sino de profunda, inabarcable tristeza.
Cuando los críticos hicieron el primer ademán de darse la vuelta, Amalfitano retrocedió y rápidamente volvió a la cocina, en donde fingió estar muy concentrado preparando la comida.
Cuando volvieron al hotel Norton les comunicó que se marchaba al día siguiente y ellos recibieron la noticia sin sorpresa, como si desde hacía tiempo la esperaran. El vuelo que Norton había conseguido salía desde Tucson y pese a las protestas de ella, que pensaba tomar un taxi, decidieron acompañarla al aeropuerto. Esa noche hablaron hasta tarde, le contaron a Norton la visita que habían hecho al circo y le aseguraron que si todo seguía igual ellos no tardarían más de tres días en marcharse. Luego Norton se fue a dormir y Espinoza propuso que pasaran juntos aquella última noche en Santa Teresa. Norton no lo entendió y dijo que sólo se iba ella, que para ellos aún quedaban más noches en aquella ciudad.
– Quiero decir los tres juntos -dijo Espinoza.
– ¿En la cama? -dijo Norton.
– Sí, en la cama -dijo Espinoza.
– No me parece una buena idea -dijo Norton-, prefiero dormir sola.
Así que la acompañaron hasta el ascensor y luego volvieron al bar y pidieron dos Bloody Mary y mientras esperaban permanecieron en silencio.
– He metido la pata hasta el fondo -dijo Espinoza cuando el barman les llevó sus bebidas.
– Me parece que sí -dijo Pelletier.
– ¿Te has dado cuenta -dijo Espinoza después de otro silencio – de que durante todo el viaje sólo hemos estado una vez en la cama con ella?
– Claro que me he dado cuenta -dijo Pelletier.
– ¿Y de quién es la culpa -dijo Espinoza-, de ella o de nosotros?
– No lo sé -dijo Pelletier-, la verdad es que estos días no he tenido muchas ganas de hacer el amor. ¿Y tú?
– Yo tampoco -dijo Espinoza.
Volvieron a callarse durante un rato.
– Supongo que a ella le pasará algo parecido -dijo Pelletier.
Salieron de Santa Teresa muy temprano. Antes telefonearon a Amalfitano y le dijeron que iban a los Estados Unidos y que probablemente estarían fuera todo el día. En la frontera la policía de aduanas norteamericana quiso ver los papeles del coche y luego los dejó pasar. Se metieron, siguiendo las instrucciones del recepcionista del hotel, por una carretera no pavimentada y durante un tiempo atravesaron un paraje lleno de quebradas y de bosques, como si se hubieran internado por despiste en un domo con un ecosistema propio. Durante un rato pensaron que no iban a llegar a tiempo al aeropuerto e incluso que no iban a llegar nunca a ninguna parte. La carretera no pavimentada, sin embargo, acababa en Sonoita y desde allí cogieron la carretera 83 hasta la autopista 10 que los llevó directo a Tucson. En el aeropuerto tuvieron aún tiempo de tomarse un café y hablar de lo que harían cuando se volvieran a reencontrar en Europa. Después Norton tuvo que cruzar las puertas de embarque y al cabo de media hora su avión emprendió vuelo rumbo a Nueva York en donde enlazaría con otro que la dejaría en Londres.