El Corazon Del Tartaro
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Zarza pulsó el timbre, aporreó la puerta, pateo el dintel. Pese a todo ese paroxismo llamador, tardaron largos minutos en abrir. En el quicio apareció el custodio de noche, un auxiliar de clínica con aspecto de gorila a quien Zarza conocía de vista. Su bata blanca estaba toda arrugada: sin duda se había echado a dormitar en algún camastro, pese a estar de guardia. Se le veía evidentemente irritado por el escándalo y el malhumor apelotonaba y enrojecía sus rasgos, embotando aún más su rostro pesado y somnoliento.
– ¿Pero qué demonios le sucede? -gruñó.
– Tengo que ver a mi hermano. A Miguel Zarzamala. Tengo que verlo ahora mismo.
– ¿Está usted loca? Son las dos y media… Su hermano duerme. Todos duermen. ¿Ha bebido, o qué?
– Es una urgencia. Necesito verle. No se lo puedo explicar ahora. Tenga: le doy quince mil pesetas si me deja pasar. Serán unos minutos.
El tipo dio un paso atrás, dubitativo, mirando los billetes que Zarza le ofrecía e intentando poner en funcionamiento su entumecido cerebro.
– Treinta mil -subió Zarza, sacando el resto del dinero de su bolso.
El hombre carraspeó y cogió los billetes con el ceño arrugado.
– Está bien. Pero no haga ruido. Y no le diga a nadie que la dejé pasar.
Zarza entró y el auxiliar cerró la puerta con cuidado detrás de ella.
– Sígame. En silencio.
Subieron sigilosamente por la escalera de piedra hasta el primer piso y se internaron, guiados por las luces de emergencia, en el sombrío pasillo de los dormitorios. Las habitaciones tenían números, como en los hospitales, y cerrojos exteriores, como en las cárceles. Miguel ocupaba la cinco. El auxiliar sacó un manojo de llaves y abrió la cerradura.
– Quince minutos. No más. La espero abajo.
Zarza aguardó unos instantes hasta quedarse sola y luego empujó la puerta. La hoja se abrió sobre una habitación estrecha y colegial iluminada por el pálido resplandor de una luz nocturna. Había osos de peluche, tebeos, fotos pegadas a las paredes. En la cama, roncando ligeramente, el anguloso bulto de Miguel. Sólo se le veía un remolino de pelo rojo y enmarañado asomando entre las sábanas. Zarza entró, cerró la puerta a sus espaldas y se sentó en el lecho. Prendió la lámpara de la mesilla.
– Miguel… ¡Miguel! -susurró, sacudiendo suavemente a su hermano.
El chico refunfuñó un poco, se quejó, se removió entre el burruño de sábanas y al cabo emergió como un pequeño topo de su topera, parpadeando deslumbrado y con expresión de desconcierto.
– Miguel, soy yo. He venido a verte. Quería verte. Necesitaba hablar contigo. No te asustes, no pasa nada.
Pero Miguel no estaba asustado, sino simplemente adormilado y aturdido. A él le daba igual que fueran las dos de la madrugada o las dos de la tarde, pensó Zarza. No tenía conciencia de lo irregular de su visita. El chico resopló y se sentó en la cama, frotándose los ojos con sus puños cerrados. Sus manos frágiles y huesudas, sus cándidos ojos azules. Zarza sintió que algo se desmoronaba en su interior.
– Miguel… -musitó con angustia.
Quiso cogerle las manos, pero el muchacho las escondió, huraño como siempre. Con el pelo zanahoria todo revuelto y los rasgos hinchados por el sueño, el treintañero Miguel parecía más joven que nunca. En realidad era idéntico al niño que había sido, a ese crío escuálido y de pecho hundido que siempre permanecía encogido sobre sí mismo, tan quebradizo e indefenso como un ave zancuda con las alas rotas. Nunca le habían hecho el menor caso, recordaba ahora Zarza; nadie había querido nunca a ese niño distinto. Ni siquiera ella, Zarza, que era la única que se preocupaba por Miguel en Rosas 29; pero ni siquiera ella había podido evitar que el hermano tonto fuera el receptor de todas sus frustraciones de la infancia. Atormentaron a Miguel, Nico y ella, no dejándole entrar debajo de la mesa, y encerrándole en habitaciones oscuras durante horas para que no diera la lata y también para disfrutar de su sufrimiento. Porque los seres distintos son un perfecto objetivo martirizable. Le recordaba ahora Zarza, en la infancia, siempre callado, tan frágil que cualquier soplo de viento le hubiera podido desbaratar, un puñado de huesos coronado por un par de inmensas y absurdas orejotas. Le recordaba trotando detrás de ellos, los hermanos mayores, con sus menudos y afanosos pasitos de hermano pequeño; les seguía como un perro, mirándoles fijamente con su absorta mirada de niño tonto, con las mejillas manchadas por el pegajoso rastro de las lágrimas y el pelo repeinado al agua por la sucesiva legión de criadas. Tampoco las criadas podían entender que Miguel forcejeara para escaparse de sus brazos y enseguida se irritaban con él, le cogían rabia, anda y que te ondulen, escupían, despectivas, después de pelear con el chico para peinarle. Y Miguel deambulaba por la casa como un alma en pena, a menudo cubierto de magulladuras que nadie cuidaba, ignorado por todos salvo para el martirio.
– Tengo sueño -murmuró Miguel, parpadeando varias veces con sus hermosos y vacuos ojos azules.
– No te duermas, por favor, tengo que hablarte… -le apremió Zarza.
Y a pesar de todo eso, era verdad que Zarza le quería, aunque fuera con un amor herido y enfermizo, un amor que dolía. Los romanos llamaban delicias a los muchachitos destinados al placer del César. Zarza se llevó la mano al pecho, convencida de estar a punto de morir.
– Miguel… Hace años te llevé una noche conmigo… ¿Te acuerdas? Te saqué de la cama… Te llevé a una casa muy alta con palmeras pintadas en la puerta. ¿Recuerdas lo que te pasó?
La voz de Zarza se iba haciendo cada vez más aguda y la histeria emborronaba sus palabras.
– ¿Te acuerdas de ese señor malo que te tocó? ¿Te hizo daño, cariño? ¿Te dolió?
Miguel la miraba, sobrecogido, y en su expresión normalmente plana había una luz extraña, algo parecido a la inteligencia. Ahora, de repente, volvían sobre Zarza todos los recuerdos, una catarata de imágenes prohibidas y venenosas. Volvía la evocación de aquel día final, después del atraco, cuando Nico y ella ya no tenían nada que vender y la Reina rugía en sus venas exigiendo alimento. La necesidad era tanta, y el dolor de la carencia de la Blanca tan elemental y tan agudo, que Zarza llevó a Miguel a la Torre y lo vendió. Vendió el cuerpo de su hermano a un viejo verde. Ese pobre cuerpo que se retorcía de angustia con sólo ser rozado.
– ¡Miguel, por favor, escúchame! Yo fui la culpable. Yo te llevé allí, te dejé allí, te abandoné. Yo tengo la culpa deque aquel hombre te tocara. Lo siento, lo siento, ¡lo siento tantísimo! Nunca más volverá a pasar, te lo prometo. Nunca dejaré que te vuelvan a hacer daño. Oh, Dios mío, qué he hecho…
Fue por eso por lo que denunció a Nicolás. No por el atraco, sino por Miguel. O no por Miguel, sino por miedo a si misma. El mismo pavor que sentía ahora.
– ¿Entiendes lo que digo? He sido yo, Miguel, yo hice que aquel hombre malo te molestara… No me entiendes, por Dios, haz un esfuerzo…
– Sí que entiendo -dijo Miguel, con voz tenue y seria-. Me acuerdo del hombre. Pero te quiero igual.
Bastaba con el perdón de un individuo bueno. Bastaba con la existencia de un justo para que la ciudad pudiera salvarse de la lluvia de fuego.
– No llores -dijo Miguel, compungido.
¿De modo que esto era llorar? ¿Esta aterradora sensación de desmoronamiento, este fuego que abrasaba sus ojos, este clavo de hierro hincado en su garganta? Hacía tanto tiempo que no lloraba que su organismo se resistía violentamente a las lágrimas.
– Toma, para ti. No llores.
Zarza lanzó una confusa ojeada sobre el objeto que Miguel había sacado de debajo de la almohada y que le ofrecía en su palma abierta. Se quedó sin aliento: era el viejo cubo de Rubik, pero ahora estaba perfectamente ordenado y cada cara mostraba un color homogéneo. Zarza agarró el cubo de un manotazo.
– ¿Quién te lo ha hecho? ¿Quién lo ha solucionado? ¿Has visto a Nicolás? hipó entre lágrimas.