La palabra
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En las ruinas de Ostia Antica, el profesor Augusto Monti descubre un papiro del siglo I d.C. que resulta ser el m?s grande y trascendental descubrimiento arqueol?gico de todos los tiempos. Es el Documento Q, el evangelio escrito por Santiago, hermano menor de Jes?s, y ofrece al mundo moderno a un nuevo Jesucristo, desvela los secretos de sus a?os desconocidos y contradice los relatos existentes sobre su vida. Te?logos, impresores, ling?istas, traductores, crist?logos y otros profesionales de todo el mundo forman un ?nico grupo de trabajo, conocido en clave como Resurrecci?n Dos, que publicar? y explotar? la nueva versi?n de la Palabra, una empresa comercial de tal magnitud que ning?n rastro de falsedad deber?a ensombrecerla.
Steven Randall dirige la agencia de relaciones p?blicas que lanzar? la nueva Biblia al mercado mundial. Pero desde el momento en que decide investigar acerca del nuevo Evangelio, cae preso de una red de intrigas que pone a prueba la autenticidad del descubrimiento. Sin que ning?n miembro de Resurrecci?n Dos consiga detenerlo, Randall conseguir? llegar hasta la ?nica persona que conoce la verdad.
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– Eso no suena demasiado grave -dijo Randall-. Si mañana no pudiera yo ver a Knight, aún podría…
– El problema no es mañana -le interrumpió Wheeler-. El punto es que la señorita Hughes le dijo al doctor Jeffries que Knight le había dado instrucciones en el sentido de que dijera que no estaría sintiéndose lo suficientemente bien como para trabajar en nuestro proyecto en Amsterdam en un futuro previsible. Sólo eso. Nada más. Bien, el doctor Jeffries estaba demasiado anonadado para continuar tratando el asunto en ese momento. Preguntó cuándo podría llamar a su protegido, pero la señorita Hughes le contestó vagamente, murmurando algo acerca de tener que discutirlo primero con el médico de Knight. Y después colgó. Es muy extraño y desconcertante. Si el doctor Knight quedara fuera del proyecto, sería una desgracia.
– Sí -dijo Randall lentamente-. En verdad suena extraño.
Darlene, que había estado sólo medio atenta, apuntó al editor, meneándole el tenedor lleno de crepes.
– Oiga, si no va a haber nadie en Londres, ¿por qué no seguimos directamente a El Havre?
Wheeler le lanzó una mirada.
– Sí va a haber alguien en Londres, y no vamos a ir a El Havre, señorita Nicholson. -Luego se dirigió nuevamente a Randall-. Concerté una entrevista para que nos reunamos con el doctor Jeffries mañana a las dos de la tarde en el Museo Británico. Yo voy a insistir en que el doctor Jeffries ejerza su autoridad y obligue a Knight a regresar al proyecto tan pronto como se recupere. Esto es vital para nuestro futuro inmediato.
Randall se había quedado pensativo; luego, de una manera casi casual, dijo lo que tenía en mente.
– George -dijo- no nos ha dicho usted qué es lo que le ocurre al doctor Florian Knight. ¿Cuál es su enfermedad?
Wheeler estaba pasmado.
– Por Dios, ¿sabe usted qué…? El doctor Jeffries nunca me dijo qué es lo que ocurre a Knight. Ésta será una buena pregunta para hacérsela mañana, ¿no cree?
Al día siguiente habían llegado a un Londres nublado y desanimado, lo cual no les había mejorado el ánimo conforme se dirigían, en un «Bentley S-3» conducido por un chófer del «Hotel Dorchester», ubicado en Park Lane, hacia el majestuoso Museo Británico, en Bloomsbury. Ahí estaban los tres en el asiento trasero. Darlene había tomado una excursión con guía… la Abadía de Westminster, Picadilly Circus, la Torre de Londres, el Palacio de Buckingham.
Cuando llegaron a la serie de enormes columnas que están frente a la entrada principal del Museo Británico, sobre la calle de Great Rusell, Randall repentinamente recordó su única otra visita al museo…; la que había hecho con Bárbara cuando Judy era todavía pequeña.
Había recordado la gran esfera que constituye la sala de lectura; hileras de libros dentro de hileras de libros, formando una espiral, con la mesa de informes en el centro, y también los tesoros que había en las salas adyacentes, lo mismo que en las galerías del piso superior. Había recordado, además, los estimulantes objetos exhibidos: un mapa genuino, grabado en 1590, de la travesía de Sir Francis Drake alrededor del globo; la primera edición del Folio de los dramas de Shakespeare; los primitivos manuscritos de Beowulf; los Diarios de navegación de Lord Horacio Nelson; las anotaciones personales del viaje del capitán Scott al Antártico; el azuloso modelo de un caballo de la dinastía T'ang; la Piedra de Rosetta, con sus jeroglíficos tallados en el año 196 a. de J. C.
Ahora, después de haber sido saludados por el doctor Jeffries, su anfitrión, en el pasillo frontal, estaban siendo conducidos a través del piso de mosaico de mármol hacia la oficina del guardián, en la planta alta, donde el doctor Knight había estado trabajando. El doctor Jeffries se parecía mucho a la descripción que había hecho Naomí. Medía menos de un metro ochenta, de tórax robusto, de hirsuto cabello blanco, cabeza pequeña con ojos abolsados, nariz rosácea con los poros abiertos, un bigote desaliñado, cara arrugada, corbata de lazo a rayas, un binóculo y un traje azul que necesitaba planchado.
Conforme el distraído doctor Jeffries caminaba detrás de Wheeler y delante de Naomí y del propio Randall, éste se preguntó si el editor finalmente mencionaría el nombre de Florian Knight. Luego, como si Wheeler hubiera recibido el mensaje por percepción extrasensorial, Randall lo escuchó inquirir:
– Por cierto, profesor, ¿qué tan seria es la enfermedad del doctor Knight? Quise preguntárselo ayer por la noche. ¿Qué le sucede a nuestro doctor Knight?
Al doctor Jeffries pareció pasarle desapercibida la pregunta. De repente se detuvo, abstraído en sus pensamientos, y miró hacia atrás por encima del hombro.
– Hummm… señor Randall, hay algo que usted debería ver mientras estamos aquí en la planta principal. Nuestras dos más preciadas posesiones del Nuevo Testamento. El Códice Sinaiticus y el Códice Alexandrinus. Hummm… con toda seguridad nos escuchará usted mencionarlos frecuentemente en las discusiones. Si dispone de tiempo, yo sugeriría que hiciéramos ese breve recorrido.
Antes de que Randall pudiera contestar, Wheeler se adelantó y respondió por él.
– Por supuesto, profesor. Steven quiere verlo todo. Lo seguimos… Steven, adelántese acá con nosotros; Naomí no se sentirá abandonada.
Randall se apresuró hasta ponerse al lado del doctor Jeffries, quien se detuvo y giró hacia su derecha.
– Es justo a través del Salón de los Manuscritos, en un depósito reservado para nuestros más raros objetos, el Salón de la Carta Magna -dijo el doctor Jeffries-. Usted sabe, señor Randall, hasta… hummm… hasta el reciente y extraordinario hallazgo de Ostia Antica, nuestro fragmento más antiguo de los evangelios era uno muy pequeño del Evangelio según San Juan, de 9 por 6 1/2 centímetros, en griego, descubierto entre unos montones de basura en Egipto y escrito antes del año 150 A. D. Ese fragmento está actualmente en la Biblioteca John Rylands, en Manchester. Después de eso, tenemos algunos papiros del Nuevo Testamento, adquiridos por A. Chester Beatty, un norteamericano que residía aquí en Londres, y también tenemos los papiros adquiridos por Martin Bodmer, un banquero suizo, los cuales pueden provenir aproximadamente del año 200 A. D. Por supuesto, un fragmento, el Papiro Bodmer número dos… -Jeffries retardó el paso y con el rabo del ojo echó a Randall una mirada divertida-. Pero eso no puede ser de interés para usted. Discúlpeme cuando me pongo tan terriblemente pedante.
– Yo estoy aquí para aprender, doctor Jeffries -dijo Randall.
– Hummm… sí, y aprenderá. Algunos de los eruditos más jóvenes, como Florian, le serán más útiles. Sin embargo, permítame decirle esto. Con la excepción de los fragmentos de Ostia Antica, o sea el Evangelio de Santiago y el Pergamino de Petronio (siempre los exceptúo, porque ningún descubrimiento en el campo bíblico ha sido jamás comparable en importancia a ésos) yo clasificaría los descubrimientos bíblicos más valiosos de los últimos mil novecientos años de la siguiente manera.
Jeffries se detuvo a la entrada del Salón de los Manuscritos, absorto en sus pensamientos, aparentemente meditando acerca del valor comparativo de los históricos descubrimientos de manuscritos.
– Primero -dijo el doctor Jeffries-, estarían los quinientos rollos de badana y papiro descubiertos en 1947 en los alrededores de Khibert Qumrân. A éstos se les conoce comúnmente como los Rollos del Mar Muerto. En segundo término, el Códice Sinaiticus, encontrado en su forma completa en el Monasterio de Santa Catalina, en el Monte Sinaí, en 1859. Éste es un Nuevo Testamento copiado en griego en el siglo cuarto, y ésa es una de nuestras posesiones que estoy a punto de mostrarle. El tercero en importancia es el hallazgo de los textos de Nag Hamadi, realizado en 1945 en las afueras de Nag Hamadi en el norte de Egipto. Este descubrimiento consistió en trece volúmenes de papiro, preservados en jarrones de barro, desenterrados por granjeros que buscaban humus para utilizarlo como fertilizante. En esos escritos del siglo cuarto estaban ciento catorce parábolas de Jesús, muchas de las cuáles eran desconocidas antes del descubrimiento de esa biblioteca cóptica. En cuarto lugar, el Códice Vaticanus, una Biblia griega escrita alrededor del año 350 A. D. y que se encuentra depositada en la Biblioteca del Vaticano, siendo desconocido su origen. En quinto término, el Códice Alexandrinus que posee el Museo Británico y que es un texto escrito en griego sobre papel vitela antes del siglo v. Llegó a Londres como un regalo que el Patriarca de Constantinopla hizo al Rey Carlos I en 1628.