El tercer gemelo
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Ayer acab? otra novela de Ken Follet de las que tengo por casa pendientes.
El tercer gemelo habla sobre el tema de la clonaci?n de seres humanos. Una empresa pionera en estas investigaciones decide, all? por los a?os setenta, lanzar sus pruebas a los seres humanos pero sin advertir a los afectados.
Veintitr?s a?os despu?s de que se llevaran a cabo algo har? que se descubra todo el pastel, gracias a una profesora que trabaja para esa empresa sin saber el fin real de sus estudios.
“Una joven cient?fica est? desarrollando una investigaci?n sobre la formaci?n de la personalidad y las diferencias de comportamiento entre gemelos. De pronto, cuando descubre dos gemelos absolutamente id?nticos nacidos de madres distintas, se da cuenta de que alguien intenta frenar su investigaci?n al precio que sea.
?Es posible que se hayan hecho experimentos secretos de clonaci?n en seres humanos sin ser ellos conscientes? ?Y de qu? forma puede estar involucrado un candidato a la presidencia de los Estados Unidos?”
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Jeannie recordó el nombre del marido de Penny.
– ¿Cómo esta Danny?
– Se las arregla de maravilla, ahora es director de ventas. Lo que significa que tiene que viajar un montón, pero le compensa.
– Bien, que alegría volver a verte. ¿Tu base está en Baltimore?
– En Washington, D.C.
– Dame tu número de teléfono. Te llamaré.
Jeannie le paso un bolígrafo y Penny anotó su número de teléfono en una de las carpetas de Jeannie.
– Almorzaremos juntas -dijo Penny-. Será divertido.
– Apuesta a que sí.
Penny siguió adelante.
– Parece lista -comentó Lisa.
– Es muy inteligente. Estoy horrorizada. Ser azafata no tiene nada de malo, pero en el caso de Penny es como tirar por la ventana veinticinco años de estudios.
– ¿La llamarás?
– Rayos, no. Sería negativo. Sólo serviría para recordarle las ilusiones y esperanzas que la animaban en aquellos tiempos. Resultaría muy penoso.
– Eso creo. Lo siento por ella.
– Yo también.
En cuanto tomaron tierra, Jeannie se encaminó a un teléfono público y llamó a los Pinker, a Richmond, pero comunicaban.
– Maldita sea -lamentó en tono quejumbroso. Esperó cinco minutos, lo intentó otra vez, pero continuaba sonando aquel enloquecedor zumbido de línea ocupada. Comentó-: Charlotte debe de estar llamando a su violenta familia para contarles todo lo referente a nuestra visita. Probaré más tarde.
El coche de Lisa estaba en el aparcamiento. Se dirigieron a la ciudad y Lisa dejó a Jeannie a la puerta de su casa. Antes de apearse, Jeannie preguntó:
– ¿Puedo pedirte un gran favor?
– Claro. Aunque eso no significa que te lo vaya a conceder -sonrió Lisa.
– Empieza esta noche la extracción del ADN.
Lisa puso cara larga.
– Oh, Jeannie, hemos estado fuera todo el día. Tengo que comprar la cena…
– Ya lo sé. Y yo tengo que visitar la cárcel. Luego nos encontraremos en el laboratorio, digamos a… ¿te parece bien a las nueve?
– Vale -Lisa volvió a sonreír-. Siento curiosidad por saber que sale de los análisis.
– Si empezamos esta noche, podríamos tener los resultados pasado mañana.
Lisa pareció dubitativa.
– Si tomamos algunos atajos, si.
– ¡Así me gusta!
Jeannie se apeó del coche y Lisa se alejó.
A Jeannie le hubiera gustado subir a su automóvil y dirigirse enseguida al cuartelillo de policía, pero decidió echar antes un vistazo a su padre, así que entró en la casa.
El hombre estaba viendo el programa La rueda de la fortuna .
– ¡Hola, Jeannie, sí que vuelves tarde a casa! -saludó.
– He estado trabajando y aún no he terminado -dijo la muchacha-. ¿Qué tal día pasaste?
– Un poco aburrido, aquí solo.
A Jeannie le inspiró cierta lástima. Parecía no tener amigos. Sin embargo, su aspecto había mejorado respecto a la noche anterior. Había descansado, iba limpio y se había afeitado. Para almorzar sacó una pizza del frigorífico y se la calentó: los platos sucios estaban aún en el mostrador de la cocina. A punto de preguntarle quién se creía que iba a ponerlos en el lavavajillas, Jeannie se mordió la lengua.
Dejó la cartera y empezó a limpiar. Su padre no apagó la tele.
– He estado en Richmond, Virginia -informó.
– Estupendo, cariño. ¿Qué hay para cenar?
No, pensó Jeannie, esto no puede continuar. No voy a aguantar que me trate como trataba a mamá.
– ¿Por qué no preparas algo?
Eso atrajo su atención. Apartó los ojos del televisor y miró a Jeannie.
– ¡No se cocinar!
– Yo tampoco, papá.
El padre frunció el ceño, pero al instante sonrió.
– ¡Entonces saldremos a cenar fuera!
La expresión de su rostro era inolvidablemente familiar. Jeannie retrocedió veinte años con la imaginación. Patty y ella llevaban pantalones vaqueros acampanados, ambas a juego. Vio a su padre, que entonces tenía el pelo oscuro y lucía patillas. Estaba diciendo: «¡Vamos al parque de atracciones! ¿Queréis algodón de azúcar? ¡Subid al coche!». Había sido el hombre más maravilloso del mundo. Los recuerdos de Jeannie dieron un salto de diez años. Ella vestía vaqueros de color negro y calzaba botas Doc Marten; el pelo de su padre era más corto y canoso. Decía: «Te llevaré a Boston con tus cosas, me agenciaré una furgoneta y aprovecharemos la ocasión para pasar un rato juntos; por el camino tomaremos unos de esos platos combinados de comida rápida, ¡será divertido! ¡Pasaré a buscarte a las diez en punto!». Le estuvo esperando todo el día, pero no apareció y, a la mañana siguiente, Jeannie tomó un autocar para Greyhound.
Ahora, al ver en los ojos de su padre el mismo brillo de «¡será divertido!», Jeannie deseó con toda el alma poder regresar a los nueve años y creer todo lo que decía su padre. Pero ahora era una persona adulta y sin ningún remordimiento le preguntó:
– ¿Cuánto dinero tienes?
El hombre se entristeció.
– Ni cinco, ya te lo dije.
– Yo tampoco. Así que no podemos ir a comer fuera.
Abrió el frigorífico. Tenía allí un repollo, unas cuantas mazorcas de maíz, un limón, un paquete de chuletas de cordero, un tomate y una caja medio vacía de arroz Uncle Ben. Lo sacó todo y lo puso encima del mostrador.
– Te diré lo que vamos a hacer -declaró-. Como aperitivo, tomaremos un poco de maíz fresco mezclado con mantequilla; después, chuletas de cordero sazonadas con cáscara de limón para darles gusto y acompañadas de ensalada y arroz. De postre, helado.
– ¡Muy bien, eso es fantástico!
– Puedes empezar a prepararlo mientras estoy fuera.
El hombre se puso en pie y contempló los alimentos que Jeannie había sacado del frigorífico. Jeannie cogió la cartera.
– Estaré de vuelta poco después de las diez.
– ¡Yo no sé guisar esto! -El hombre cogió una mazorca.
Del estante de encima del frigorífico Jeannie cogió el ejemplar de Un Menú para cada día del año, del Reader's Digest. Se lo tendió a su padre.
– No tienes más que leerlo -dijo. Le dio un beso en la mejilla y se marchó.
Mientras subía al coche y ponía rumbo al centro urbano confió en no haber sido demasiado cruel. Su padre pertenecía a una generación anterior; en su época, las normas eran distintas. Sin embargo, ella no podía ser su ama de casa, incluso aunque quisiera, porque tenía que conservar su empleo. Al proporcionarle un lugar en el que cobijarse durante la noche había hecho por él más de lo que él hiciera por ella durante la mayor parte de su vida. A pesar de todo, deseaba haberse marchado dejándole con mejor sabor de boca. Era un negado, pero era el único padre que tenía.
Aparcó el coche en un garaje y marchó a pie por el barrio chino hacia la comisaría de policía. El ostentoso vestíbulo tenía bancos de mármol y un mural con escenas de la historia de Baltimore. Comunicó al recepcionista que estaba allí para ver a Steve Logan, que se encontraba bajo custodia. Temía verse obligada a entablar una discusión, pero al cabo de unos minutos de espera una joven de uniforme la hizo pasar y la acompañó en el ascensor.
Le mostraron un cuarto del tamaño de una alacena. Paredes mondas y lirondas, con una ventanilla en la del fondo y un panel auditivo debajo de la misma. La ventanilla parecía dar a otra cabina semejante. No había forma de pasar algo de una habitación a otra sin hacer un agujero en la pared.
Jeannie miró por la ventanilla. Transcurridos cinco minutos llevaron a Steve. Cuando el muchacho entró en la cabina, Jeannie observó que iba esposado y con las piernas encadenadas una a la otra como si fuera peligroso. Al reconocerla, sonrió de oreja a oreja.
– ¡Ésta sí que es una sorpresa agradable! -exclamó-. La verdad es que es lo único bonito que me ha sucedido en todo el día.
A pesar de su talante alegre presentaba un aspecto terrible: tenso y cansino.
– ¿Cómo estás? -preguntó Jeannie.
– Un poco fastidiado. Me han metido en una celda con un asesino que tiene resaca de crack. No me atrevo a dormir.
Toda su compasión se volcó sobre él. Tuvo que recordarse que se suponía que era el individuo que violó a Lisa. Pero Jeannie no podía creerlo.
– ¿Cuánto tiempo crees que te retendrán aquí?
– Un juez examinará mañana la solicitud de libertad bajo fianza. Si eso falla, puede que permanezca encerrado hasta que se conozca el resultado de la prueba de ADN. Al parecer eso lleva tres días.
La mención del ADN recordó a Jeannie su objetivo.
– Hoy he visto a tu hermano gemelo.
– ¿Y?…
– No hay duda. Es tu vivo retrato.
– Tal vez fue él quien violó a Lisa Hoxton.
Jeannie movió la cabeza negativamente.
– Si se hubiese fugado de la cárcel el fin de semana, probablemente. Pero todavía está allí.
– ¿No crees que pueda haber escapado y vuelto? Para hacerse con una coartada.
– Demasiado fantástico. Si Dennis se hubiera visto fuera de la cárcel, nada le habría inducido a volver.
– Me parece que tienes razón -concedió Steve, sombrío.
– He de hacerte un par de preguntas.
– Dispara.
– Primero, necesito confirmar tu fecha de nacimiento.
– Veinticinco de agosto.
Esa era la que Jeannie había anotado. Quizá tenía equivocada la de Dennis.
– ¿Sabes por casualidad dónde naciste?
– Sí. En aquellos días, papá estaba destinado en Fort Lee, Virginia, y yo nací en el hospital militar de allí.
– ¿Estás seguro?
– Segurísimo. Mamá habló de ello en su libro Tener un Hijo . -Entornó los párpados para mirarla de una manera que a Jeannie le pareció familiar. Significaba que intentaba adivinarle el pensamiento-. ¿Dónde nació Dennis?
– Aún no lo sé.
– ¿Pero nacimos a la vez?
– Por desgracia, la fecha de nacimiento que dio es el siete de septiembre. Pero puede que se trate de un error. Voy a confirmarlo. En cuanto vaya a mi despacho telefonearé a su madre. ¿Hablaste ya con tus padres?
– No.
– ¿Prefieres que los llame yo?
– ¡No! No quiero que sepan nada de esto hasta que el asunto se haya aclarado.
Jeannie arrugó el entrecejo.
– A juzgar por todas las noticias que tengo de ellos, parecen pertenecer a la clase de personas que te apoyarían.
– Claro que sí. Pero no quiero que pasen por toda esta angustia.
– Desde luego, sería bastante penoso para ellos. Pero tal vez prefiriesen estar enterados y así poder ayudarte.
– No, por favor, no les digas nada.
