El Coraz?n Del T?rtaro
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Se calló, compungida, nuevamente demasiado próxima a las lágrimas. De repente sentía una asquerosa pena de sí misma. Ella, que durante tantos años había conseguido protegerse en el desdén, en el simple y frío desprecio hacia su persona. Pero quien siente pena por sí mismo es porque considera que ha merecido un destino mejor; por consiguiente, quien siente pena por sí mismo es que aspira a más. Esto es, tiene esperanzas. Durante años, durante siglos, durante milenios, desde el principio de la formación de los planetas, Zarza se prohibió toda esperanza. Y ahora, de repente, ahí surgía esa pequeña expectativa en sus entrañas, ese sentimiento enano y deleznable, pugnando por crecer y hacerse cierto. Irritada por su nueva vulnerabilidad, volvió a experimentar unos deseos irrefrenables de marcharse. Lo mejor que podía hacer era salir corriendo. Ahora le voy a decir que tengo que irme, pensó Zarza. Le cuento lo de la cita con mi hermano y le digo que es a las seis de la mañana, en vez de a las ocho. Y así me voy ahora mismo y acabo con todo este sufrimiento.
– Lo de la cobardía, en realidad, lo estamos diciendo mal -dijo con lentitud Urbano, como quien devana trabajosamente una línea profunda de pensamiento-. Lo verdaderamente importante no es si uno tiene miedo o no, sino lo que uno hace con su cobardía. Puedes entregarte a ella atado de pies y manos, como un preso. O puedes intentar enfrentarte a ella y encontrar los límites. Los límites son siempre fundamentales. Una mesa no empieza a ser una mesa hasta que no recorto la superficie del tablero. Antes de hacer eso, antes de limitarla, no era más que una pieza informe de madera capaz de convertirse en cualquier cosa: en una silla, en el mango de un hacha, en leña para el fuego, en el pie de la lámpara del dormitorio…
Zarza se estremeció y una estúpida lágrima se asomó a sus pestañas.
– Lo siento -bufó, confundida y herida por lo que ella consideró una referencia a su agresión.
– ¿Lo sientes? Ah, ya, pero no, no lo digo por eso. No lo sientas. Lo he pensado mucho, durante mucho tiempo, porque tú ya sabes que yo pienso despacio. Lo he pensado mucho y en realidad no me importa que me golpearas. Y no me arrepiento de lo que pasó. No me arrepiento de haberte metido en casa y todo eso, aunque terminara como terminó. No creas que lo digo porque soy un cobardica y un calzonazos, que a lo mejor lo soy, pero no por esto. Lo digo porque tiene que ver con el sentido del deber, con la propia responsabilidad. A mi nadie me enseñó eso que llaman sentido del deber y que ahora parece tan antiguo. Yo viví como mi padre vivía, solo y contra el mundo. Y luego llegó mi hermana y se hizo cargo de mi madre. Catalina salvó a mi madre, porque ella sí que sabía lo que era el sentido del deber; no sé cómo lo aprendió, pero lo sabía. He pensado mucho en todo eso después de que te fuiste. Si no eres capaz de ver a los demás, tampoco puedes verte a ti mismo. Porque los demás, los que te rodean, la vida y los compromisos que te tocan, son los límites que te hacen ser quien eres. Y si no reconoces esos límites y esas responsabilidades, no eres nada, no eres nadie. Una tabla de madera que no tiene forma. Yo viví toda mi vida enterrado en mí mismo, en el corazón de esa madera sin cortar. Tú fuiste mi primer límite. Mi primer deber cumplido. Por eso no me arrepiento de nada.
Había dicho las últimas palabras con la voz ronca y rota. Se quedaron mirando el uno a la otra con cauta expectación, como si acabaran de conocerse. Después Urbano se inclinó hacia adelante y puso una de sus manazas en el muslo de Zarza. Las rodillas de la mujer se estiraron por sí solas como un muelle tensado y Zarza se encontró de pie en mitad de la sala.
– ¿Qué ocurre? -preguntó Urbano.
– Tengo que irme -susurró ella-. Tengo que irme.
Urbano se levantó calmosamente y, acercándose a Zarza, la apretó entre sus brazos. Ese cuerpo grande y pesado, esa carne caliente. Su cuello era una recia columna sobre la que se asentaba una cabeza redonda y más bien pequeña. Qué extraña y deliciosa mezcla era su rostro, los rasgos casi infantiles, delicados, las mejillas brutales. Zarza pensó: «esas cicatrices que le cruzan la frente, mis cicatrices, son como el tatuaje de Daniel. Son su pequeño equipaje». Enterró la nariz en el pecho de Urbano, en la camisa tibia, en el olor a hombre, con la clara conciencia de no haber estado jamás en ese lugar. Se había acostado con muchísimos tipos, había hecho el amor innumerables veces con Urbano, pero nunca antes había enterrado su aliento y su nariz en el pecho de un varón al que verdaderamente deseara.
– En prisión escogí trabajar en el taller de carpintería -dijo de repente Zarza, aturullada, con la boca aún aplastada contra la camisa de Urbano-. Creo que lo escogí por ti. Entonces no me daba cuenta, pero ahora sí. Aprendí muchas cosas. Ahora a lo mejor hasta podría ayudarte.
Urbano apretó un poco más su abrazo monumental. El cuerpo del hombre la envolvía, una cueva caliente, un refugio de carne. Zarza sentía las manos del carpintero sobre su espalda: descendían por sus caderas, se aferraban a sus nalgas, despertaban un alboroto de sensaciones en su piel. Los pechos de Zarza se endurecieron contra los músculos abdominales de Urbano: hubiera deseado poder taladrarle, hincar sus rígidos pezones dentro de esa carne elemental y espléndida, penetrar en él.
– Escucha… -dijo Zarza, haciendo un esfuerzo para arrancarse del vértigo del deseo, para alejar la cara y contemplar los ojos de Urbano-. Escucha, no tengo el sida. Me he hecho montones de pruebas y estoy limpia.
– Me alegro.
– Tengo hepatitis C, pero está controlada y no es contagiosa. Incluso podría tener hijos, pese a la hepatitis.
– Me alegro.
– No es que quiera tener hijos, entiéndeme -se apresuró a añadir Zarza, asustada de sus propias palabras.
Pero dónde se estaba metiendo, qué estaba diciendo.
– Porque yo no quiero tener hijos.
– Está bien.
– O a lo mejor sí que quiero, yo qué sé, ésa no es la cosa, o sea, no era a eso a lo que me refería -se embarulló aún más-. Yo sólo quería decirte que no estoy enferma, que no corres peligro conmigo.
– Me alegro.
– ¿No ibas… no ibas a preguntarme?
– No.
– Pero estabas dispuesto a acostarte conmigo…
– Si.
– Tampoco preguntaste hace siete años. ¿No te preocupaba, no te preocupa?
Urbano frunció el ceño.
– Cuando estoy contigo no me importa morirme -dijo al fin.
Y volvió a apretarla entre sus brazos, que eran diez, que eran cien, mil hermosos brazos de varón palpando y recorriendo hasta los más remotos recovecos de su cuerpo de hembra. Zarza sintió que su sexo se abría como un volcán, todo fuego y violencia. Aflojó las piernas, desfallecida, convertida en un agujero radial, una estrella de carne. Ella era una niña, ella era una virgen. Ella era un paquete de Navidad envuelto en celofán y alegres lazos. Era la primera vez que se ofrecía. Fuera de su padre y de su hermano, Zarza no había amado nunca a ningún hombre. Urbano la tumbó en el suelo; la desnudó a tirones, se desnudó a tirones, entreabrió los muslos de Zarza con sus manos fuertes y separó el canal mojado y palpitante como Moisés separó las aguas del Mar Rojo. Es decir, fue un acto portentoso. Siseantes roces de pieles sudorosas, jadeos y gemidos, líquidos ruidos del placer. Esos ruidos magníficos que tal vez estuvieran traspasando ahora la pared, que tal vez alcanzaran los oídos de los vecinos; sólo que ahora Zarza se encontraba de esta parte del muro, de esta parte del mundo, donde estaba la vida. Los comienzos del universo debieron ser así, como la explosión de un coito luminoso; un revoltijo de humedades mezcladas, de ingles apretadas y de recónditas anatomías que se refrotan, hasta que la tensión de la carne crece y crece y estalla en un espasmo de plenitud, el cataclismo original en el que empieza todo.
Se quedaron enredados el uno en el otro, como algas anudadas por la corriente. Y, en efecto, Zarza sentía pasar los minutos sobre ella como un suave batir de olas en la playa, espumosas ondas de un tiempo feliz. Zarza la jorobada y Urbano el tullido: dos pequeños monstruos con heridas, arrojados a la arena por la marea. Zarza se apretó un poco más contra el cansado y satisfecho cuerpo del hombre, y sintió por primera vez que estaba en casa.
Lo peor es que las desgracias no suelen anunciarse. Caminaba Zarza a paso vivo por las calles heladas y se preguntaba si seria capaz de reconocer el día de su muerte. ¿Amanecería esa última jornada igual a todas?¿O podría intuirse su condición final por alguna nota distintiva, algún indicio? ¿Cierta grisura o pesadez del aire, una premonición de frío entre los huesos? Zarza había salido muy temprano de la casa de Urbano; se escapó mientras el carpintero estaba dormido, porque no quería que el hombre la acompañara a Rosas 29. Necesitaba enfrentarse a Nicolás ella sola. Cumplir con su destino, fuera el que fuese.
Había decidido ir andando hasta el chalet; era una media hora de trayecto y quería aprovecharla para despejarse y poner en orden el galimatías de sus pensamientos. En el bolso llevaba 950.000 pesetas. Urbano le había dado el dinero que tenía en el taller para pagar una carga de madera y ella lo había aceptado. De nuevo estaba en deuda. ¿Será este el día de mi muerte?, pensaba Zarza, mientras atravesaba la ciudad invernal, todavía nocturna y somnolienta. Allá arriba, sin embargo, la oscuridad del cielo empezaba a desteñirse en un azul cobalto. Tal vez ese azulón tan profundo y tan bello fuera uno de los anuncios del final. Dicen que es justo ante la muerte cuando la hermosura de la vida se acrecienta.
«"Si no supiéramos que vamos a morir, seríamos como niños; al saberlo, se nos da la oportunidad de madurar espiritualmente. La vida sólo es el padre de la sabiduría; la muerte es la madre."»
Estas palabras las escribió Perry Smith en la penitenciaría de Kansas mientras esperaba ser ahorcado, cosa que sucedió en 1965. Unos años antes, Perry, en compañía de Richard Hickock, entró en una granja de un pueblecito de Estados Unidos y asesinó al bueno de Herb Clutter, a su esposa Bonnie y a sus dos hijos quinceañeros. Mataron a la familia de granjeros con el fin de robarles, pero no se llevaron casi nada. Les maniataron y amordazaron, y luego degollaron a Herb y dispararon a los demás. Con toda tranquilidad, sin remordimientos. Un infierno metódico y carente de cólera. Este crimen real fue la base de la mejor obra de Truman Capote, A sangre fría.
Truman trató a los asesinos mientras éstos estuvieron en la cárcel, a la espera de que se cumplieran sus sentencias de muerte. Se hizo amigo de ellos o algo semejante, aunque durante más de dos años Capote deseó secreta y fervientemente que los jueces no aceptaran los desesperados recursos de los condenados y que les ahorcaran de una maldita vez, para poder terminar así su obra maestra. Ése fue el infierno inconfesable de Truman Capote, su joroba de tullido, su equipaje de miserias, y por eso, y por otras muchas cosas, acabó su vida hundiéndose de patas en el Tártaro. Cada cual se labra su propio camino hacia la perdición.