El hombre de los circulos azules

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El hombre de los circulos azules
Название: El hombre de los circulos azules
Автор: Vargas Fred
Дата добавления: 16 январь 2020
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El hombre de los circulos azules - читать бесплатно онлайн , автор Vargas Fred

Desde hace cuatro meses aparecen unos c?rculos de tiza azul acompa?ados de una frase de noche en las calles de Par?s. En el centro de los c?rculos aparecen objetos perdidos, objetos muertos ya sin due?o y pesados pues ante todo el misterioso autor de los c?rculos no puede permitirse el lujo de dejar que el viento se los lleve y destruir su obra.

El comisario Jean-Baptiste Adamsberg sigue la pista en todos los peri?dicos, siente que el misterio de los c?rculos no acabar? aqu? y que pronto el mal augurio que llevan consigo acabar? en algo peor. Un d?a el cad?ver de una mujer degollada en el centro de uno de los c?rculos le dar? la raz?n, la primera v?ctima Madelaine Chatelain, soltera sin demasiada variedad ni nada significativo en su vida, aparentemente una muerte sin sentido.

El inspector Danglard ayudar? a su nuevo jefe a llevar la investigaci?n sobre `el hombre de los c?rculos azules`. Pueden sospechar por los indicios en un solo autor de los hechos ya que el cad?ver no mancha con su sangre, ni roza la l?nea de tiza azul, demasiada casualidad. Danglard est? al cargo de sus hijos y de uno m?s que le ha entregado su mujer como `regalo` de otro hombre, su consuelo es su familia o lo que queda de ella y la botella de alcohol que no puede faltar a diario, aun as? es una buena persona y Adamsberg lo sabe.

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«En líneas generales, no hay mucho que sacar de todo aquello -se dijo Danglard-. El montón de verdades a medias que hacen que las cosas se estiren a lo largo. Los niños se sentirían decepcionados.» Pero reprochaba a Adamsberg la lentitud de los días, solamente marcados por los círculos que seguían apareciendo.

Tenía la impresión injustificada de que Adamsberg influía para mal en el paso del tiempo. La propia comisaría había acabado impregnándose de la especificidad del comportamiento de su comisario. Las furias sin motivo real iban abandonando poco a poco a Castreau y las estupideces se iban volviendo cada vez más raras en la boca de Margellon, y no era que uno se hubiera vuelto menos agresivo y el otro menos imbécil, sino más bien que ya no merecía la pena romperse la cabeza hablando sin parar. En líneas generales, aunque no era sino una impresión que seguramente sólo procedía de sus propias preocupaciones, las explosiones y los excesos insignificantes de toda clase se habían vuelto menos llamativos, menos útiles, y habían sido sustituidos por un fatalismo despreocupado que le parecía más peligroso. Era como si todos aquellos hombres desplegaran con tranquilidad las velas de su barco, sin importarles su pasajera inactividad cuando el viento cesaba y dejaba las velas inmóviles. Los asuntos cotidianos seguían su curso: tres agresiones en la calle, ayer. Adamsberg entraba y salía, desaparecía y volvía, sin que ello provocara críticas ni la menor alarma.

Jean-Baptiste se acostó pronto. Incluso rechazó, sin herirla, pensó, a la joven vecina de abajo. A pesar de que esa mañana habría deseado verla con urgencia para cambiar la marcha de sus ideas y conseguir soñar con otro cuerpo. Sin embargo, al llegar la noche, en lo único que pensaba era en dormirse lo más pronto posible, sin chica, sin libro, sin pensamiento.

Cuando el teléfono sonó en medio de la noche, supo que había ocurrido, que había llegado el fin del estancamiento, el sobresalto, y supo que alguien había muerto. Era Margellon el que llamaba. Un hombre había sido cruelmente degollado en el Boulevard Raspail, en la zona desierta que conduce a la Place Denfert. Margellon estaba en el lugar con el equipo del sector del distrito 14.

– ¿El círculo? ¿Cómo es el círculo? -preguntó Adamsberg.

– El círculo está ahí, comisario. Bien hecho, como si el tipo se hubiera tomado todo el tiempo del mundo. También la inscripción de alrededor está completa. Sigue siendo la misma: «Víctor, mala suerte, ¿qué haces fuera?». De momento no sé nada más. Le espero.

– Allá voy. Despierte a Danglard. Dígale que se presente lo más deprisa posible.

– Quizá no sea necesario molestar a todo el mundo, ¿no cree?

– Quiero que sea así -dijo Adamsberg-. Y usted también -continuó- quédese igualmente.

Había añadido eso para que no se molestara.

Adamsberg se puso cualquier pantalón y cualquier camisa, cosa que advirtió Danglard, que había llegado al lugar unos minutos antes. De la camisa, se había abotonado el botón del sábado con el del domingo, como decía su padre, y enseguida se dio cuenta de ello. Mientras miraba el cadáver, Adamsberg hacía lo posible por ponerse los botones de la camisa en orden, desabrochándoselos todos previamente, y sin importarle en absoluto la incongruencia de acicalarse en el Boulevard Raspail ante los tipos de la comisaría del sector. Ellos le miraron mientras lo hacía sin decir nada; eran las tres y media de la mañana. Como en todas las ocasiones en las que Danglard sentía que el comisario iba a ser blanco de comentarios con fundamento, le entraron ganas de defenderle contra viento y marea. Pero allí no había nada que él pudiera hacer.

Adamsberg acabó tranquilamente de abrocharse la camisa mientras miraba el cuerpo, más mutilado todavía que el de Madeleine Chátelain, por lo que parecía bajo la luz de los proyectores. La garganta había sido tan profundamente rajada que la cabeza del hombre estaba casi vuelta del revés.

Danglard, que estaba tan hecho polvo como ante el cadáver de Madeleine Chátelain, evitó dirigir demasiado la vista hacia allí. La garganta era su punto sensible. La mera idea de llevar una bufanda le angustiaba, como si pudiera asfixiarle. Tampoco le gustaba afeitarse debajo de la barbilla. Entonces miraba hacia otro lado, hacia los pies del muerto, uno orientado hacia la palabra «Victor» y el otro cerca de la palabra «suerte». Los zapatos estaban en buen estado, eran muy clásicos. La mirada de Danglard seguía el cuerpo longitudinalmente, examinando el corte del traje gris, la ceremoniosa presencia de un chaleco. «Un médico anciano», pensó.

Adamsberg estudiaba el cuerpo desde el otro lado, frente a la garganta del anciano. Sus labios se juntaban formando un pliegue de desagrado, desagrado ante la mano que le había cortado el cuello. Pensó en el cretino perrazo baboso, y nada más. Su colega del distrito 14 se acercó a él y le tendió la mano.

– Comisario Louviers. Hasta ahora no había tenido ocasión de conocerle, Adamsberg. Una penosa circunstancia.

– Sí.

– He considerado necesario avisar inmediatamente a su sector -insistió Louviers.

– Se lo agradezco. ¿Quién es el señor? -preguntó Adamsberg.

– Supongo que se trata de un médico jubilado. En cualquier caso, eso hace pensar el maletín de primeros auxilios que llevaba consigo. Tenía setenta y dos años. Se llama Gérard Pontieux, nació en el departamento de Indre, mide un metro setenta y nueve; de momento nada más que decir que el contenido de su carné de identidad.

– No se podía evitar -dijo Adamsberg moviendo la cabeza-. No se podía. Un segundo crimen era previsible pero inevitable. Todos los policías de París no habrían bastado para impedirlo.

– Sé lo que piensa -dijo Louviers-. El caso estaba en sus manos desde el crimen de Chátelain y no se ha cogido al culpable. Ahora reincide, y eso nunca es agradable.

Era verdad, eso era más o menos lo que pensaba Adamsberg. Sabía que ese nuevo crimen ocurriría. Sin embargo, ni por un segundo había confiado en poder hacer algo por evitarlo. Existen fases en la investigación en las que no se puede hacer sino esperar que llegue lo irreparable para intentar extraer de ello algo nuevo. Adamsberg no tenía remordimientos. Sin embargo, se compadecía de aquel pobre anciano, elegante y amable, tirado en el suelo, que había pagado el pato de su impotencia.

Al amanecer, el cuerpo fue trasladado en un furgón. Conti había ido a hacer las fotos a la luz del alba, turnándose con su colega del distrito 14. Adamsberg, Danglard, Louviers y Margellon se reunieron alrededor de una mesa del Café Ruthéne, que acababa de abrir sus puertas.

Adamsberg permanecía silencioso, desconcertando a su tosco colega del distrito 14 que le veía con la mirada ausente, la boca torcida y el pelo enmarañado.

– Esta vez no vale la pena interrogar a los dueños de los cafés -dijo Danglard-. El Café des Arts y el Ruthéne son establecimientos que cierran muy pronto, antes de las diez. El hombre de los círculos es un experto en lugares desiertos. Ya había actuado no lejos de aquí con el gato aplastado, en la Rué Froidevaux, junto al cementerio.

– Eso está en nuestra zona -repuso Louviers-. No nos lo dijeron.

– No hubo crimen, ni siquiera se produjo ningún incidente -respondió Danglard-. Nos desplazamos por simple curiosidad. Además, lo que usted dice no es exacto, porque fue uno de sus hombres el que me dio la información.

– Ah, sí -dijo Louviers, contento a pesar de todo de estar al corriente.

– Igual que el cadáver anterior -intervino Adamsberg desde el extremo de la mesa-, éste no se sale del perímetro del círculo. Es imposible pues aclarar si el hombre de los círculos es el responsable o si le han utilizado. La ambigüedad, siempre. Muy hábil.

– ¿Entonces? -preguntó Louviers.

– Entonces nada. El médico forense fija la muerte hacia la una de la madrugada. Un poco tarde, me parece -concluyó tras un nuevo silencio.

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