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Llamadas Telefonicas

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Llamadas Telefonicas
Название: Llamadas Telefonicas
Автор: Bola?o Roberto
Дата добавления: 16 январь 2020
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Llamadas Telefonicas - читать бесплатно онлайн , автор Bola?o Roberto

Llamadas telef?nicas, libro por el que obtuvo el Premio Municipal de Santiago, 1998, es el primer conjunto de relatos publicado por Bola?o. Son catorce cuentos divididos en tres segmentos tem?ticos. Muchos de estos cuentos aluden a experiencias vividas por el escritor en su juventud.

Tras su publicaci?n, el diario El Pa?s de Espa?a coment?: `un pu?ado de piezas a menudo magistrales en las que con gravedad y humor a la vez, con la complicidad de una cultura descre?da pero en absoluto resignada, las diversas tonalidades de un talento m?ltiple suman un acorde decididamente seductor` (Fern?ndez Santos, Elsa. `El chileno de la calle del loro`, Paula, (782): 86-89, agosto, 1998).

NUNCA SABR? CON EXACTITUD qu? pas? con tal o cual personaje. Dif?cil ser?a dilucidar la bruma que se cierne en la ?ltima l?nea o determinar a ratos si es el narrador o el mismo Bola?o quien habla. Y no es que las catorce historias que conforman este libro dejen vac?os insalvables. Al contrario, su calidad de relatos abiertos otorga intensidad a la obra. El enigma de uno se renueva en el otro como si aquello que se desea contar abarcase todo, y no s?lo Llamadas Telef?nicas, sino el resto de su obra. Numerosos gui?os que se reiteran, abundantes llamadas por descubrir. Lo que queda en la superficie es consistente porque significa algo, algo que est? ah? o que vendr? luego, algo que intuye quien lee y que a veces espanta. Como Ch?jov, que entrev? el sentimiento que prevalecer? en los relatos y pregunta antes de comenzar la lectura: ?Qui?n puede comprender mi terror mejor que usted? Pero acaso ?Quiere usted comprenderlo? ?Puede sufrirlo? Dice uno de los narradores: Un poeta lo puede soportar todo. Lo que equivale a decir que un hombre lo puede soportar todo. Pero no es verdad: son pocas las cosas que un hombre puede soportar. Soportar de verdad. Un poeta, en cambio, lo puede soportar todo. Con esta convicci?n crecimos. El primer enunciado es cierto, pero conduce a la ruina, a la locura, a la muerte (`Enrique Martin`). Y Bola?o ?Lo sufre porque lo ha vivido, por que lo ha so?ado en alguna historia o porque quiso encarnarlo en sus personajes? Si los cuentos de este libro poseen tal intensidad, sorpresa y misterio no es s?lo porque la ficci?n est? imitando a la realidad, sino porque la primera, adem?s, est? reproduciendo la imitaci?n que hace de ella la segunda: dijo que incluso hab?a serpientes que se tragaban enteras y que si uno ve?a a una serpiente en el acto de autotragarse m?s val?a salir corriendo pues al final siempre ocurr?a algo malo, como una explosi?n de la realidad (`El Gusano`).

Pero el terror al que aludo dista mucho de narraciones sanguinarias o viejos cuentos para amedrentar ni?os. Se trata del horror frente al paso del tiempo, frente a lo m?s profundo del hombre, es el miedo a lo cotidiano, lo de siempre y lo de nunca, el horror frente al otro, ese que anda por ah? y que puede llegar a ser el impensado: uno mismo. Y entonces surgen los personajes: Sensini, viejo exiliado que muere con la angustia de no haber encontrado a su hijo, Enrique Martin, quien huye de algo que s?lo ?l sabe, la ex actriz porno que cuenta desde un hospital su relaci?n con un antiguo amante, ya fallecido, o los polic?as chilenos, en teor?a de izquierda, que refieren su encuentro en la comisar?a con un antiguo amigo, ahora reo: Hasta que un d?a (…) decidi? mirarse al espejo (…) y vio a otra persona (…) Le dije: mira, me voy a mirar yo en el espejo, y cuando yo me mire t? me vas a mirar a m? (…) y te vas a dar cuenta de que soy el mismo, que la culpa es de este espejo sucio (…) y me mir? y vi a alguien con los ojos muy abiertos, como si estuviera cagado de miedo, y detr?s de esa persona vi a un tipo de unos veinte a?os que nos miraba por encima de mi hombro (…) vi a dos antiguos condisc?pulos, un tira de veinte a?os, y el otro sucio, con el pelo largo, barbudo, en los huesos, y me dije: joder, ya la hemos cagado, Contreras, ya la hemos cagado. Despu?s cog? a Belano por los hombros y me lo llev? de vuelta al gimnasio. Cuando lo tuve en la puerta me pas? por la cabeza la idea de sacar la pistola y pegarle un tiro all? mismo (…) Despu?s hubiera podido explicar cualquier cosa. Pero por supuesto no lo hice /Claro que no lo hiciste. Nosotros no hacemos esas cosas, compadre /No, nosotros no hacemos esas cosas (`Detectives`)

Despu?s de cinco a?os de la primera edici?n de Llamadas Telef?nicas, y con la aparici?n de otras como Los Detectives Salvajes (1998) y Putas Asesinas (2001), resulta interesante volver a leer sus p?ginas puesto que ?sta se yergue como obra fundacional de las citadas. Ac? se encuentran numerosos antecedentes que se repetir?n a lo largo de la obra de Bola?o, cuya funci?n ser? continuar la historia nunca acabada, generada, retrocedida y adelantada en cada una de sus publicaciones. La saga de aventuras de Arturo Belano, cuya figura se funde a veces con la del mismo autor, encuentra su informe primo: el Belano quincea?ero, aquel del que nada se supo en Los Detectives Salvajes, obra dedicada pr?cticamente a ?l y que siguiendo el estilo de Bola?o, utiliza personajes de menor importancia para referir los sucesos del que interesa. Lo mismo en Llamadas Telef?nicas: relatos que remiten a otros relatos, breves pero importante noticias dentro de una historia m?s grande, personajes que s?lo importan por lo que deben contar, testimonios o?dos en un bar o alguna reuni?n y la siempre presente figura del indagador, el receptor que luego nos referir? algo, el cazador de cuentos, el detective: ?A qui?n busca este hombre? ?A un fantasma? Yo de fantasmas s? mucho, le dije la segunda tarde, la ?ltima que vino a visitarme, y ?l compuso una sonrisa de rata vieja, rata vieja que asiente sin entusiasmo, rata vieja inveros?milmente educada (…) le di trato de detective, tal vez mencion? la soledad y la inteligencia y aunque ?l se apresur? a decir no soy detective madame Silvestri, yo not? que le hab?a gustado que se lo dijera, lo mir? a los ojos cuando se lo dije y aunque aparentemente ni se inmut? yo not? el aleteo, como si un p?jaro hubiera pasado por su cabeza (`Joanna Silvestri`). Pero esta certera identificaci?n de narradores y/o personajes no sucede a menudo: gran parte de los relatos no poseen firma. La identidad del hablante permanece cuidadosamente oculta aunque a punto de revelarse por los datos, m?s o menos semejantes, que de s? mismo entrega en cada relaci?n. Es el chileno que ha errado por M?xico y Espa?a, que ha vuelto a Chile para volver a irse, el que recuerda con nostalgia, quien se encuentra en los lugares m?s ins?litos con alg?n compatriota hostil, el lector compulsivo y escritor fracasado ?Acaso una versi?n alterada del autor? ?Del Bola?o exiliado en Espa?a desde 1977?

Lo cierto es que ninguno de sus libros debe apartarse de su producci?n literaria. Individualizar uno de ellos (?o uno, uno solo de sus cuentos!) es funcional, pero insuficiente. La ?ltima l?nea de Llamadas Telef?nicas o de cualquiera de sus libros, nada dice de finales. Lo que genera este continuo movimiento dentro de sus obras es la captaci?n de que Bola?o no s?lo trata sus libros como parte de su vida, sino que se trata a s? mismo como parte de ellos. Esta inserci?n genera complejas encrucijadas y toma trabajo dilucidar si habla el personaje, el narrador, el autor, o incluso la conciencia inalcanzable del lector: As? supe algunas cosas que acaso hubiera preferido no saber, episodios que en nada contribu?an a mi serenidad, historias de las que un ego?sta debe protegerse siempre (`Clara`).

El tratamiento literario de Bola?o estrecha la relaci?n entre lector y lectura. Imposible leerlo sin implicarse, dif?cil saltarse un cuento y apurar la lectura. Dif?cil soportar su verdad, f?cil no pensarla. Pero el compromiso esta ah?, de uno depende encararlo, de uno evadirlo.

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Entonces Sofía dijo: mi marido quiere explicarte algunas cosas de la vida. Por un momento Emilio pensó que Sofía se refería a él como «mi marido» y que pretendía que le dijera algo a su nuevo novio. Sonrió. Alcanzó a decir que él no tenía nada que explicar, cada experiencia es única, dijo. De golpe comprendió que las palabras de Sofía iban dirigidas a él, que el «marido» era el otro, que allí pasaba algo malo, muy malo. Intentó ponerse de pie justo cuando Sofía se abalanzó hacia él. El resto era más bien caricaturesco. Sofía sujetó o intentó sujetar a Emilio por las piernas mientras su nuevo compañero lo intentaba estrangular con más voluntad que destreza. Pero Sofía era pequeña y el desconocido también era pequeño (Emilio, en la confusión de la pelea, tuvo tiempo y sangre fría para percibir el parecido físico que existía entre Sofía y el desconocido, como si fueran hermanos gemelos) y el combate o el simulacro de combate no duró demasiado. Tal vez el susto convirtió a Emilio en una persona vengativa: cuando tuvo al novio de Sofía en el suelo se dedicó a patearlo hasta cansarse. Le debió de romper más de una costilla, dijo Nuria, tú ya sabes cómo es Emilio (no, yo no lo sabía, pero igual asentí). Cuando acabó se dirigió a Sofía que inútilmente intentaba sujetarlo por la espalda mientras le daba golpes que Emilio apenas sentía. La abofeteó tres veces (era la primera vez que le ponía la mano encima, según Nuria) y luego se marchó. Desde entonces no habían vuelto a saber nada de ella aunque Nuria, por las noches, sobre todo cuando volvía del trabajo, sentía miedo.

Te explico esto, dijo Nuria, por si tienes la tentación de visitar a Sofía. No, dije, hace mucho que no la veo y no entra en mis planes ir a su casa. Después hablamos de otras cosas, muy brevemente, y nos separamos. Dos días más tarde, sin saber muy bien qué era lo que me impulsaba a hacerlo, aparecí por casa de Sofía.

Ella abrió la puerta. Estaba más flaca que nunca. Al principio no me reconoció. ¿Tanto he cambiado, Sofía?, murmuré. Ah, eres tú, dijo. Luego estornudó y dio un paso hacia atrás. Lo consideré, tal vez equivocadamente, como una invitación a pasar. Sofía no me detuvo.

La sala, la habitación en donde le habían preparado la emboscada a Emilio, aunque mal iluminada (la única ventana daba a un patio de luces lóbrego y estrecho) no parecía sucia. Más bien mi primera impresión fue la contraria. Sofía tampoco parecía sucia. Me senté en un sillón, acaso el mismo en el que se sentó Emilio el día de la emboscada, y encendí un cigarrillo. Sofía permaneció de pie, mirándome como si aún no supiera con exactitud quién era yo. Iba vestida con una falda larga y delgada, más propia para el verano, una blusa y unas sandalias. Llevaba calcetines gruesos que por un instante creí reconocer como míos, pero no, no era posible que fueran míos. Le pregunté cómo estaba. No me contestó. Le pregunté si estaba sola, si tenía algo para beber, si la vida la trataba bien. Como Sofía no se movía me levanté y entré en la cocina. Limpia, oscura, el refrigerador vacío. Miré en las alacenas. Ni una miserable lata de guisantes, abrí la llave del fregadero, al menos tenía agua corriente, pero no me atreví a beberla. Volví a la sala. Sofía permanecía quieta en el mismo sitio, no sé si expectante o no, no sé si ausente, en cualquier caso lo más parecido a una estatua. Sentí una ráfaga de aire frío y pensé que la puerta de entrada estaba abierta. Fui a comprobarlo, pero no, Sofía, después de pasar yo, la había cerrado. Algo es algo, pensé.

Lo que ocurrió después es impreciso o tal vez yo prefiero que sea impreciso. Contemplé el rostro de Sofía, un rostro melancólico o reflexivo o enfermo, contemplé el perfil de Sofía, supe que si permanecía quieto me pondría a llorar, me acerqué por detrás y la abracé. Recuerdo que el pasillo, en dirección al dormitorio y a otro cuarto, se estrechaba. Hicimos el amor lentos y desesperados, igual que antes. Hacía frío y yo no me desvestí. Sofía, en cambio, se desnudó del todo. Ahora estás helada, pensé, helada como una muerta y no tienes a nadie.

Al día siguiente la volví a visitar. Esta vez me quedé mucho más tiempo. Hablamos de cuando ambos vivíamos juntos, de los programas de televisión que veíamos hasta altas horas de la madrugada. Me preguntó si en mi nueva casa tenía televisión. Dije que no. La echo de menos, dijo ella, sobre todo los programas nocturnos. La ventaja de no tener tele es que lees más, dije yo. Yo ya no leo, dijo ella. ¿Nada? Nada, busca, en esta casa no hay libros. Como un sonámbulo, me levanté y recorrí toda la casa, rincón por rincón, como si tuviera todo el tiempo del mundo. Vi muchas cosas, pero no vi libros, y una de las habitaciones estaba cerrada con llave y no pude entrar. Luego volví con una sensación de vacío en el pecho y me dejé caer en el sillón de Emilio. Hasta entonces no le había preguntado por su acompañante. Lo hice. Sofía me miró y sonrió, creo que por primera vez desde nuestro reencuentro. Fue una sonrisa breve pero perfecta. Se marchó, dijo, y nunca más va a volver. Después nos vestimos y salimos a cenar a una pizzería.

CLARA

Era tetona, tenía las piernas muy delgadas y los ojos azules. Me gusta recordarla así. No sé por qué me enamoré de ella, pero lo cierto es que me enamoré como un loco y al principio, quiero decir los primeros días, las primeras horas, las cosas marcharon bien, después Clara volvió a su ciudad en el sur de España (estaba de vacaciones en Barcelona) y todo empezó a torcerse.

Una noche soñé con un ángel: yo entraba en un bar enorme y vacío y lo veía sentado en un rincón, delante de un café con leche, con los codos sobre la mesa. Es la mujer de tu vida, me decía, levantando la cara y lanzándome con su mirada, una mirada de fuego, al otro lado de la barra. Yo me ponía a gritar: camarero, camarero, y entonces abría los ojos y escapaba de ese sueño desesperante. Otras noches no soñaba con nadie pero me despertaba llorando. Mientras tanto, Clara y yo nos escribíamos. Sus cartas eran escuetas. Hola, cómo estás, llueve, te quiero, adiós. Al principio esas cartas me asustaron. Se acabó todo, pensé. Sin embargo, después de un estudio detenido, llegué a la conclusión de que su parvedad epistolar se debía a la necesidad de ocultar sus errores gramaticales. Clara era orgullosa y detestaba escribir mal, aunque eso trajera aparejado mi sufrimiento ante su aparente frialdad.

Por aquella época tenía dieciocho años, había dejado el instituto y estudiaba música en una academia particular y dibujo con un pintor paisajista retirado, pero la verdad es que no le interesaba demasiado la música y de la pintura se podría decir casi lo mismo: le gustaba, pero era incapaz de apasionarse. Un día me llegó una carta en donde a su manera escueta me comunicaba que se iba a presentar a un concurso de belleza. Mi respuesta, tres folios escritos por ambos lados, abundaba en afirmaciones de toda clase sobre la serenidad de su belleza, sobre la dulzura de sus ojos, sobre la perfección de su talle, etcétera. Era una carta que rezumaba cursilería y cuando la tuve acabada dudé si mandársela o no, pero al final se la mandé.

Durante varias semanas no supe nada de ella. Hubiera podido llamarla por teléfono, pero no lo hice, en parte por discreción y en parte porque en aquella época yo era más pobre que una rata. Clara obtuvo el segundo puesto en el concurso y estuvo deprimida durante una semana. Sorprendentemente me envió un telegrama en el que decía: Segundo puesto. Stop. Recibí tu carta. Stop. Ven a verme. Los «stop» estaban claramente escritos.

Una semana después cogí el primer tren que salía rumbo a su ciudad. Antes, por supuesto, quiero decir después del telegrama, hablamos por teléfono y tuve oportunidad de escuchar la historia del concurso de belleza varias veces. Por lo visto, Clara estaba verdaderamente afectada. Así que hice mis maletas y tan pronto como pude me monté en un tren y a la mañana siguiente, muy temprano, ya estaba en aquella ciudad desconocida. Llegué a la casa de Clara a las nueve y media de la mañana. En la estación me tomé un café y fumé varios cigarrillos para matar el tiempo. Una mujer gruesa y despeinada me abrió la puerta y cuando dije que buscaba a Clara me miró como si fuera una oveja camino del matadero. Durante algunos minutos (que me parecieron excesivamente largos y que después, pensando en todo el asunto, caí en la cuenta de que en efecto lo fueron) la esperé sentado en la sala, una sala que irrazonablemente me pareció acogedora, excesivamente recargada, pero acogedora y llena de luz. La aparición de Clara me hizo el efecto de la aparición de una diosa. Sé que es estúpido pensarlo, sé que es estúpido decirlo, pero así fue.

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