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Lo mejor que le puede pasar a un cruasan

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Lo mejor que le puede pasar a un cruasan
Название: Lo mejor que le puede pasar a un cruasan
Автор: Tusset Pablo
Дата добавления: 16 январь 2020
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Lo mejor que le puede pasar a un cruasan - читать бесплатно онлайн , автор Tusset Pablo

Una de las mayores satisfacciones de la labor de editor es poder contemplar c?mo los autores a los que publicaste en tu nivel de amateur se acaban abriendo paso por el mundo de la literatura profesional. Sin duda, los lectores m?s veteranos de las publicaciones de Artifex Ediciones (editora de esta p?gina que ten?is en vuestras pantallas) recordar?n con agrado el nombre de Pablo Tusset como el firmante de la novela corta La Residencia, primer n?mero de la colecci?n Artifex Serie Minor. Se trataba de una obra filos?fica, abstracta, que desde un cierto despojamiento estil?stico y narrativo buceaba en las cuestiones b?sicas de la existencia con una sencillez, una claridad y una naturalidad que a buen seguro se ganaron a muchos lectores. Desde luego, le proporcionaron un c?mulo de buenas cr?ticas en las publicaciones del fandom, algo verdaderamente inusitado para un autor que ven?a de fuera del mundillo.

Lo mejor que le puede pasar a un cruas?n, la novela con la que Tusset ha entrado por la puerta grande de la literatura (no hay m?s que leer el faj?n que acompa?a a la segunda edici?n, con unas ditir?mbicas palabras de Manuel V?zquez Montalb?n), no tiene absolutamente nada que ver con aquella obra primeriza, y sin embargo, como ella, es una gran novela. Juntas, demuestran que Tusset es un escritor madur?simo, vers?til y del que podemos esperar obras de gran calado. Ojal? que a rebufo del ?xito de Lo mejor… alguna editorial profesional se decida a reeditar La Residencia, con lo que un ?mbito mayor de lectores, m?s all? del mundillo de los aficionados a la ciencia-ficci?n, podr?a percatarse de la variedad de palos que Tusset es capaz de tocar.

En esta novela, Pablo Tusset nos presenta a Pablo Miralles, un individuo mutifacetado que resulta al mismo tiempo carism?tico y repugnante, para entendernos, es una especie de cruce entre Ignatius Reilly (influencia expl?citamente reconocida) y Jos? Luis Torrente, un personaje picaresco que recorre la Barcelona de ayer mismo malviviendo y dedicado a sus vicios, a pesar de sus obvias cualidades intelectuales (eso s?, tirando a subversivas) y del colch?n que le ofrece su pertenencia a una familia muy adinerada. La trama se articula en torno a una historia detectivesca: el hermano mayor de Miralles, modelo de hijo, marido y empresario, desaparece tras haberle hecho un misterioso encargo. La b?squeda del hermano perdido es la excusa para que Tusset nos presente el mundo de Miralles, una personalidad h?brida que lo mismo acude a una casa de putas que cena en un restaurante exclusivo o se liga, contra su voluntad y empujado por sus respetabil?simos padres, a una pacata ni?a casadera que resulta ser, ?albricias!, ninf?mana.

A lo largo de la novela se suceden las situaciones c?micas y los apuntes certer?simos que Tusset pone en boca de Miralles sobre todos los tipos humanos, ambientes y costumbres de la Barcelona contempor?nea que se cruzan en su camino, con cierto aprecio en particular por la s?tira de la burgues?a acomodada. Son estos permanentes destellos de ingenio, que se siguen inagotablemente hasta la ?ltima p?gina, los que hacen que Lo mejor que le puede pasar a un cruas?n sea una lectura muy recomendable.

Por lo dem?s, si tuviera que se?alar alg?n defecto, me detendr?a en los dos puntos flacos de la novela: el primero y m?s grave, un final apresurado y fuera de tono con el resto de la obra (defecto dif?cilmente soslayable cuando Lo mejor… se ha articulado como una historia policiaca, cosa que, en realidad, no es) que hace que las ?ltimas cincuenta p?ginas empa?en un poco el buen sabor de boca que se llevaba hasta entonces. Y el segundo, que probablemente casi nadie considerar? un defecto, es la abierta intenci?n de Tusset de gratificar al lector ofreciendo claves de novela contempor?nea: sexo gratuito, cochazos rutilantes, drogas por un tubo, moderneces variadas como el uso de Internet (aunque, eso s?, hay una interesante aportaci?n al respecto justo en la ?ltima p?gina), etc?tera. Probablemente son elementos que han resultado imprescindibles para que el autor haya pasado del circuito marginal a la profesionalidad, pero no puedo evitar pensar, al leer las p?ginas rebosantes de ingenio de Lo mejor que le puede pasar a un cruas?n, que Tusset no los necesitaba para escribir una buena novela.

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– ¿Un si-qué?

– Un indio del norte. El caso es que debió ver al ferretero tan acabado que se lo llevó con su familia. El clan del indio solía acampar en verano junto a un pozo que formaba el riachuelo poco más arriba, y una vez allí le dieron de comer y después durmió una larga siesta ante la mirada atenta de toda la parentela, que no estaba acostumbrada a ver tipos tan rubios y tan peludos. El ferretero durmió todo el día y al despertar se sintió mucho mejor. Estaba casi anocheciendo cuando se levantó y fue hacia el pozo con intención de despejarse metiendo el cabezón en el agua helada. Fue entonces cuando lo vio.

– ¡Oro!

– Exacto, oro. En el fondo del pozo: una pátina dorada que relumbraba a la luz oblicua de media tarde como una botella de Freixenet puesta a trasluz. Casi se ahoga. Al principio los siwash no entendieron a qué venía tanto alboroto, pero el abuelo del clan terminó por dar con una explicación plausible: aquel polvo debía de ser una suerte de cosmético, el pigmento dorado que daba color a los cabellos del Rostro Pálido y al pelo brillante que le poblab el pecho y se le acumulaba alrededor de la boca.

– Te lo estás inventando…

– En serio: aquella gente no estaba acostumbrada a ver hombres rubios más que de lejos, buscando algo invisible en el lecho de los ríos. Piensa que al lado de un siwash, nickerboker descendiente de holandeses reluce al sol como una aparición mariana, exactamente igual que el fondo aquel pozo. Y a todo esto nuestro joven comprendió por qué nadie había remontado aquel arroyuelo. Generalme las pepitas de oro fluyen a lo largo de todo el río arrastra por la corriente; los buscadores probaban suerte en al lugar lo suficientemente poco profundo como para poder cribar la arena del fondo, y si encontraban algo seguían cribando más arriba, si no, se olvidaban del riachuelo y probaban en otro sitio. Pero resulta que sobre aquel pocillo diez o doce metros cuadrados la corriente pasaba muy 1entamente, lo suficiente como para que el oro que contenía sedimentara como una fina lluvia de purpurina y el agua perficial siguiera fluyendo limpia río abajo. O sea: el pozo era una especie de decantador natural que iba acumulan oro en su fondo, y sólo quedaba por averiguar qué grosor tenía aquella capa dorada. ¿Más vino?

– Más vino.

Serví las dos copas, le di un repaso a mi plato de jamón y un meneo a la escalibada tibia, que no acababa de convencerme. Mejoró bastante una vez salada y lubricada con un buen chorro de espeso aceite color verdoso. La Fina aprovechó también para picotear la trucha y darle un de buenos mordiscos a una tostada. Esperé para continuar hasta que, cubriéndose un poco la boca llena con mano, explicitó su impaciencia:

– Bueno, y qué pasó.

– Pues pasó que nuestro héroe salió con una brillante idea de Perrito Piloto. El caso es que, por pura curiosidad, se sumergió a tres metros en el pozo y llenó su sombrero con polvo del fondo. Una vez en la superficie se dio cuenta de la tremenda riqueza de la arena, casi cuarzo y oro a partes iguales, y en cuanto comprendió que era inmensamente rico le dio pereza la idea de ponerse a bucear como un pato durante días para extraer su tesoro. Entonces no se le ocurrió otra cosa que aprovechar la oportunidad para hacer un cursillo de caza y pesca con los siwash. Al fin y al cabo el oro seguiría allí esperando el tiempo que hiciera falta; en cambio los indios no paraban quietos más de una semana en el mismo campamento y era muy improbable volver a encontrarlos. Así que guardó el sombrero en la alforja de la mula y decidió olvidarse del asunto hasta que llegara el momento de trabajar en serio, cosa que bien podía esperar unos días.

– Y se quedó con los indios…

– Más que quedarse se fue con ellos. Y aprendió no sólo a distinguir a simple vista un conejo de un salmón sino también a construir trampas adecuadas según el caso. Y como era un sonao con mucho coco, aprovechó lo aprendido en el almacén de ferretería de su padre para pertrechar un ingenioso sistema de recuperación de capturas que dejó pasmados a los siwash. Pasó una semana, pasaron dos, tres, y empezó a tomarle el gusto a la vida nómada hasta el punto de que fue siguiendo a los indios de campamento en campamento hasta pasar el resto del verano y parte del otoño con ellos.

Hice otra pausa para beber vino y comer jamón.

– ¿Y el pozo?

– Ahí vamos, déjame comer un poco.

»Con los primeros fríos, los indios empezaron a bajar de las montañas hacia el sur, y el ferretero pensó que había llegado el momento de volver sobres sus pasos y ponerse a trabajar en la extracción. Debía de haber recorrido unos doscientos kilómetros con los indios en dirección a 1a cuenca del Yukon, pero aún entretuvo la larga vuelta al norte poniendo en práctica sus recién adquiridas habilidades de predador trampero. Cayeron las primeras nieves y el tipo estaba aún a mitad de camino, ocupado en curtir pieles de conejo para protegerse del frío creciente. Trato entonces de apresurarse, pero las ventiscas y la nieve em pezaban a hacer difícil el camino y le llevó una semana cubrir los últimos veinte kilómetros hasta llegar al pozo.

– Y cuando llegó se lo encontró lleno de gente chapoteando…

– No exactamente. Digamos que nadie podría haber metido en aquel agujero aunque lo hubiera encontrado. Allí ya no había agua, había un tremendo bloque de hielo opaco cubierto por medio metro de nieve dura.

– Putada…

– Inmensa.

– Y qué…

– Pues no le quedaba más remedio que volverse Dawson con el contenido del sombrero que aún guarda en la alforja. Hasta la primavera el oro había quedado completamente inaccesible a menos que se excavara el hielo, y eso requería el trabajo de varios hombres durante días, quizá semanas, habría que montar un verdadero campamento minero. Pero aquí no acaba la cosa, porque todavía se le ocurrió otra idea de Perrito Piloto. ¿Qué hubiera hecho una persona normal en esta circunstancia. Pues irse directamente a contratar a gente que tambien fuera normal: un pequeño grupo de mineros experimentados que hubieran tenido éxito en sus propias concesiones y quisieran redondear su fortuna trabajando un par de semanas para otro. ¿Y qué es lo que hizo en cambio el cenutrio del ferretero?, pues le dio por ponerse a jugar a Teresa de Calcuta y se fue por Dawson buscando desarrapados.

– ¿Y eso?

– Bueno, él estaba vivo y era rico gracias a la generosidad de unos indios que estaban mal vistos por todo el mundo, así que pensó que había llegado el momento de devolver el favor compartiendo su secreto con una veintena de los más necesitados. Entre todos sacarían el tesoro de bajo el hielo y podrían volver a sus casas con los bolsillos lo suficientemente llenos como para establecerse cómodamente.

– Pues no me parece tan mala idea.

– A veces, Fina, creo que tú también estás un poco sonada: tanta tontería con las ONG's te está estropeando el sentido común. ¿Sabes lo que pasó cuando aquel tipo vestido con pieles de conejo empezó a contar su historia entre los pobrecitos necesitados de Dawson que rondaban medio borrachos por las calles? Pues que se le rieron en las narices. ¿Quién iba a creer a un gandul al que todo el mundo recordaba despilfarrando su dinero en los salones de la ciudad y que ahora andaba por los arrabales explicando historias de maravilla entre los pordioseros? Y le creyeron menos aún cuando, intentando darle verosimilitud a su historia, entró en detalles y empezó.a contar el episodio de los siwash. Verás: George Carmack, el héroe local al que se atribuía el hallazgo del Bonanza, era un blanco simpatizante de los indios hasta el punto de casarse con una tagish, y precisamente hizo su descubrimiento a través de un hermano de su mujer, un indio al que llamaban Skookum Jim. Así que cuando nuestro sonao de Omaha empezó a contar los pormenores de su aventura todos terminaron por reafirmarse en que, además de ser un embustero, aquel imbécil tenía muy poca imaginación Se convirtió en una especie de bufón que rodaba por lo salones desbarrando sobre pozos dorados de increíble riqueza; le perdieron el respeto, y cuanto más se desgañita ba él, más loco les parecía a todos.

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