Testigos del silencio
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La doctora Temperance Brennan acaba de llegar a Montreal para cubrir el puesto de directora del Departamento de Antropolog?a forense de la provincia de Qu?bec. Atr?s ha dejado una situaci?n matrimonial delicada y una ?poca de trabajo nada f?cil, por lo que Temple acaricia la perspectiva de un relajante fin de semana. Antes, sin embargo, debe personarse en el lugar donde la polic?a acaba de encontrar un cad?ver descuartizado y meticulosamente clasificado en bolsas de pl?stico.
El singular proceder del asesino le resulta terriblemente familiar a la forense, y en seguida acude a su memoria el caso de la joven Chantale Trottier, de diecis?is a?os, que hab?a llegado a la morgue desnuda, escrupulosamente descuartizada y empaquetada en varias bolsas de basura tiempo atr?s. Con la certeza de que un asesino anda suelto por la ciudad, Tempe ha de recurrir a sus habilidades como forense para probar que ambos casos est?n relacionados. Pero para lograr la detenci?n del psic?pata ha de convencer a sus colegas del Departamento de Polic?a de que sus sospechas son ciertas, por lo que no la queda mas remedio que actuar con rapidez e incluso poner en peligro su vida y la de cuantos le rodean.
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– ¡Lo tenemos! -exclamó-. ¡Tenemos a ese hijo de perra!
Estaba jadeante y acalorado.
– Poco a poco -dijo Claudel-. Veamos de qué se trata.
Se dirigía a Charbonneau igual que a un chico de recados, como si su impaciencia no mereciera el menor simulacro de cortesía.
Charbonneau le tendió el documento a Claudel con el entrecejo fruncido. Los tres hombres se agruparon e inclinaron las cabezas como un equipo que consultara un libro de instrucciones. Charbonneau seguía hablando.
– El imbécil utilizó la tarjeta bancaria de la víctima una hora después de habérsela cargado. Al parecer aún no se había divertido bastante, de modo que fue al cajero automático del dépanneur de la esquina a sacar unos billetes. Sólo que en aquel lugar no sueltan la pasta así como así y tienen una videocámara enfocada hacia la máquina dispensadora: identificación filmó la transacción y voilá, aquí está la instantánea de la Kodak.
Y señaló la fotocopia.
– Una belleza, ¿verdad? La he llevado allí esta mañana y, aunque el empleado nocturno reconoció el rostro, desconocía el nombre del tipo. Sugirió que hablásemos con el compañero que lo sustituye a las nueve. Al parecer se trata de un asiduo.
– ¡Mierda! -exclamó Bertrand.
Ryan miraba la foto en silencio, inclinado sobre su compañero más bajito.
– De modo que éste es el hijo de puta -dijo Claudel examinando la imagen que tenía en la mano-. Vamos por él.
– Me gustaría acompañarlos.
Habían olvidado mi presencia. Los cuatro se volvieron hacia mí, entre divertidos y curiosos acerca de lo que ocurriría a continuación.
– C'est impossible -replicó Claudel, el único que aún se expresaba en francés.
Apretó las mandíbulas y se quedó tenso, con expresión poco amable.
Estábamos enfrentados.
– Sargento Claudel -comencé asimismo en francés y escogiendo con sumo cuidado mis palabras-, creo advertir significantes similitudes en varias víctimas de homicidios cuyos cadáveres he examinado. De ser así, acaso un individuo, un psicópata como usted dice, se esconde tras todas estas muertes. Puedo tener razón o estar equivocada. ¿Desea realmente asumir la responsabilidad de desdeñar tal posibilidad y arriesgar las vidas de otras víctimas inocentes?
Me mostraba cortés pero inflexible. Tampoco yo pretendía ser afable.
– ¡Diablos, Luc, déjala venir! -exclamó Charbonneau-. Sólo vamos a hacer algunas entrevistas.
– ¡Vamos, este tipo caerá en nuestras manos aunque no permitas su intervención! -añadió Ryan.
Claudel no respondió. Sacó sus llaves, se metió la foto en el bolsillo y pasó por mi lado camino de la puerta.
– ¡Vayamos al baile! -dijo Charbonneau.
Tuve la impresión de que se me presentaba otra jornada de horas extras.