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A sus plantas rendido un le?n

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A sus plantas rendido un le?n
Название: A sus plantas rendido un le?n
Автор: Soriano Osvaldo
Дата добавления: 16 январь 2020
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A sus plantas rendido un le?n - читать бесплатно онлайн , автор Soriano Osvaldo

Bongwutsi: un pa?s africano ·que ni siquiera figura en el mapa·. All? vive un argentino usurpando la condici?n de c?nsul de su pa?s, hundido en la pobreza y enardecido de entusiasmo por el reciente estallido de la guerra de las Malvinas, en disputa permanente con el embajador ingl?s, inexplicablemente entrampado en una trama donde se suceden conspiraciones con enviados de las grandes potencias mundiales, una interrumpida relaci?n amorosa, los sue?os de liberaci?n y grandeza del inhallable- y ubicuo- Bongwutsi, la entrada triunfal al pa?s de un ej?rcito de monos…el v?rtigo narrativo no se interrumpe, la invenci?n y la verdad se al?an en el desborde de una fantas?a indeclinable. El ?mpetu narrativo de Osvaldo Soriano llega a su punto m?ximo en este relato fascinante.

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21

Con las partituras en la mano, absorto, el cónsul se paseó por su despacho y trató de recordar cuántas cartas le había escrito a Daisy en esos meses. Varias veces le había pedido que las quemara, pero en verdad se sentía orgulloso de que ella las guardara y las releyera cuando se sentía sola, a la hora de la siesta, mientras Mister Burnett se encerraba en su atelier a armar los barriletes que copiaba del Kite Magazine.

Pensó en lo que podía ocurrir cuando el embajador británico las hallara en el cajón de algún armario y se le hizo un nudo en el estómago: lo más probable, supuso, sería que atacara el consulado con el pretexto de toma de represalias por la reconquista de las Malvinas.

Entró al baño, abstraído en sus conjeturas, y encontró a O'Connell que dormía en la bañadera, con un braza bajo la nuca y los pies apoyados contra los azulejos. Tenía la boca muy abierta y la barba aplastada contra el pecho. Una gotera caía desde la ducha y corría hacia el desagüe formando un hilo delgado y movedizo. Cada vez que se le acercaba un mosquito, el irlandés levantaba una mano y se golpeaba la cabeza como si acabara de acordase de algo importante. Había dejado la pistola en la jabonera y el panamá colgaba de una canilla, junto a la camisa recién lavada.

Cuando Bertoldi se acercó al inodoro, O'Connell manoteó la pistola y se sentó, rígido, con la mirada atravesada.

– Me robaron la plata -anunció el cónsul-. Esos negros de mierda…

– ¿No me diga? ¿Lo golpearon?

– Seguro, si me desperté tirado en una vereda.

– ¡Muy bien! Yo no esperaba tanto.

– ¿Qué es lo que le parece muy bien?

– Que estén acumulando fuerzas. ¿No tiene idea de quién los manda?

– Qué sé yo. Son unos muertos de hambre.

– De acuerdo, pero se están organizando, expropian a los blancos. A usted ya le habían sacado los documentos, me dijo.

– En el ómnibus. La plata y el pasaporte, como ahora.

– ¿También se llevaron el pasaporte? -el irlandés salió de la bañadera, exultante- ¡Me lo hubiera dicho antes, hombre!

– Yo no veo ningún motivo de regocijo. Si hasta los cigarrillos me robaron.

– Eso está mal, ¿ve? Son desviaciones criticables, ya se lo vamos a decir. Lo importante es que están juntando documentación.

– ¿Para qué quieren un pasaporte sin foto?

– ¿Sin foto? ¿El pasaporte estaba en blanco?

– Qué quiere, si no tenía plata para ir al fotógrafo.

– ¡Ah, pero entonces esta gente sabe muy bien lo que hace!

– ¿A usted le quedó algo de esa plata?

– Claro, no se preocupe.

– Entonces no es grave. Pasaportes tengo unos cuantos.

– Necesito hablarles. ¿Dónde le parece que los puedo contactar?

– Déjelos, qué van a hacer con un pasaporte…

– Kadafi empezó con el carné del comedor escolar.

– Voy a hacer café. Si le parece habría que comprar algo para comer y llamar a alguien que ponga vidrios nuevos.

– Alguna ropa no vendría mal, tampoco. Si va a salir tráigame dos camisas cuello cuarenta. ¿Qué le parece si busco a esa gente en el mercado?

– En su lugar yo iría al prostíbulo, en la Isla de las Serpientes. En cada redada la policía se lleva una docena. A los reincidentes los mandan a la selva.

– ¿Hay gente confinada?

– Sólo los que roban a los blancos.

– Esos son los que me interesan. La Isla de las Serpientes, dijo.

– Hay una lancha que lo lleva. Se imagina que yo no puedo dejarme ver por ahí en un momento como éste.

– Comprendo. De todos modos no creo que los ingleses se pongan pesados por ahora. Van a esperar a ver qué pasa cuando la flota llegue a las Falkland.

– Los vamos a echar a pedradas.

– ¡Así me gusta oírlo!

– Ahora, si Mister Burnett encuentra las cartas, mi situación va a ser delicada.

– ¿Qué cartas?

– Olvídelo, es un asunto personal.

– En un revolucionario las cuestiones personales Son inseparables de la política. En fin, algo así. Si vuelven a expropiarlo trate de establecer algún contacto. Haga correr la voz de que el comandante Quomo está en camino.

– Ni lo sueñe. ¿Dónde está la plata?

O'Connell fue hasta el baño y volvió con el bolso. Del fondo sacó un manojo de libras arrugadas y las echó sobre la mesa.

– Quería preguntarle, Bertoldi, ¿usted espera alguna encomienda?

– ¿Encomienda? -el cónsul sonrió-. Acá lo único que llega de vez en cuando es el diario y ni siquiera viene a mi nombre.

– Está bien, pero si un día de estos le traen un paquete, una valija, o algo así, alcáncemelo enseguida.

– Descuide -el cónsul recogió los billetes y los guardó en un cajón del escritorio-. Lo último que recibí fue un paquete con partituras de Beethoven.

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