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Dafne desvanecida

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Dafne desvanecida
Название: Dafne desvanecida
Автор: Somoza Jos? Carlos
Дата добавления: 16 январь 2020
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Dafne desvanecida - читать бесплатно онлайн , автор Somoza Jos? Carlos

El cubano (La Habana, 1959) Jos? Carlos Somoza qued? finalista del Nadal del 2.000 con esta complicada novela donde se plantea el conflicto entre el mundo `real` y el literario. La sociedad que imagina Somoza, aunque no necesariamente ut?pica ni ucr?nica (transcurre en un Madrid reconocible y en tiempos contempor?neos), es la de la preponderancia de lo literario, de lo narrativo. Hay una macroeditorial, SALMACIS, omnipotente que adem?s es s?lo la terminal ib?rica de una todav?a mayor multinacional. En esta sociedad donde `todo el mundo escribe`, un escritor de fama, Juan Cobo, ha sufrido un accidente de autom?vil y ha quedado amn?sico. Recuerda vagamente haber entrevisto a una dama misteriosa de la que cree haberse enamorado y cuya pista sigue. Por aqu? aparecen cosas bizarras como un restaurante `literario` donde los comensales, mientras restauran sus fuerzas, escriben en unos folios que les facilitan los siempre sol?citos camareros. Alg?n d?a estos fragmentos ser?n editados. Tambi?n aparece un curioso detective literario que se dedica, entre otras cosas, a detectar plagios e intertextualizaciones varias.

Seg?n explica el flamante propietario de SALMACIS, la novela del siglo XIX presenci? el predominio del personaje (Madame Bovary v.g.), el XX contempl? el ascenso y la dictadura del autor, pero el XXI es el tiempo del editor. Ser? -?es?- el editor quien conciba el libro y luego le de forma, recurriendo al autor como uno m?s dentro de la industria editorial (junto a correctores, `negros`, ilustradores, maquetadores, etc.), y sus preferencias van por la gran novela coral. Como una que aparece en `Dafne Desvanecida`, en la que se afanan docenas de an?nimos escritores a sueldo, plasmando la cotidianidad de un d?a en la vida de Madrid. La obsesi?n del editor por las descripciones literales de la realidad no es, en todo caso, casual, ya que ?l es ciego y, como le gusta recalcar, s?lo conoce las cosas a trav?s de la lectura (en su caso no dice si Braille o en voz alta por otra persona).

En este mundo los libros alcanzan su relieve m?s por la solapa que por el interior. Lo importante, recalca el detective Neirs, es la solapa. Ella nos explica c?mo hay que leer el libro. La cuesti?n no es balad?, y ?l lo explica. No es igual leer la Biblia como la verdad revelada de un dios omnipotente que leerla como lo que es, una colecci?n de chascarrillos folkl?ricos de un pueblo de pastores del Sina?. Pensemos, nos aconseja, en que si las `Mil Y Una Noches` se hubiera interpretado como la Palabra de Dios (es decir, si la `solapa` mantuviera tal), `muchos devotos hubieran muerto por Aladino, o habr?an sido torturados por negar a Scherezade…`.

Existen tambi?n los `modelos literarios`, algunas bell?simas como esa Musa Gabbler Ochoa que se ofrece, voluptuosa, a Juan Cobo, invit?ndole a que la maltrate, como acaba de contarle que hac?a su padre cuando era ni?a. Pero Cobo descubre en el apartamento de la Musa a un `voyeur`, no un voyeur sexual, sino literario, que emboscado tras unos biombos toma nota febrilmente de la escena. Despu?s se dar? cuenta de que la Gabbler se gana as? la vida y le ha metido como involuntario `modelo literario` en su vida, notando c?mo les sigue otro aparente `voyeur` que garrapatea subrepticiamente desde los portales y esquinas…

Pero nada es lo que parece. Cobos, en su b?squeda de la bella desconocida, a la que crey? entrever antes de su accidente en el restaurante literario (y que NO es la Gabbler), ser? sometido a un enga?o y a un chantaje. Se le hace creer que un escritor zumbado la tiene secuestrada y que va a matarla entre torturas, como pura experiencia literaria. Mientras haga esto, ir? publicando unos textos donde la mujer real va desapareciendo como mero personaje literario. ?l debe hacer lo contrario, contra reloj, darle caracter?sticas reales, sin miedo a caer en el prosa?smo (la pinta vulgar, casi fea, aunque con un remoto brillo de belleza en los ojos). Cobos, como un loco, apremiado por el detective, lo har?. Para descubrir luego, de boca del editor de SALMACIS, que todo es mentira, que ha sido inducido a ello para obligarle a escribir. Pero incluso su accidente es falso y la amnesia fue provocada ?Con su consentimiento! (seg?n demuestra un contrato que ?l firm? antes de la intervenci?n).

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– Les aseguro que se toman las máximas medidas de seguridad para que nadie toque las cuartillas -dijo Felipe.

Entré detrás de ellos. La habitación era pequeña y olía a papel. La luz del día penetraba por una ventana cerrada, de doble hoja y cristal esmerilado, situada en la pared del fondo. En las paredes de los lados se erguían dos grandes estanterías metálicas, la de la derecha ocupada hasta la mitad por cuadernos de piel negra con etiquetas en los lomos. El suelo era de baldosas. La luz eléctrica consistía en una bombilla desnuda.

Neirs dio un breve paseo expulsando humo azul. De repente desapareció tras un pequeño recodo entre la ventana y la estantería de la izquierda. «¿Me ves?», le preguntó a Virgilio. «Desde la puerta, no», replicó éste. «Ajá», dijo Neirs y salió de su escondite. Los camareros, Felipe y yo contemplábamos, hipnotizados, el misterioso trajín himenóptero de los dos investigadores.

– ¿A qué hora cierran el local y quién es el último en marcharse? -preguntó Neirs.

– A las doce. Yo -dijo Felipe.

– ¿A qué hora abren?

– ¿Y quién es el primero en venir por la mañana? -inquirió Virgilio seguidamente.

– A las once. El chef -respondió Felipe, dedicando una mirada, al tiempo que la respuesta, a cada uno de los que habían preguntado.

Luego anotó algo en su libreta. Comprendí que hablaba de forma tan concisa para lograr reproducir el diálogo por escrito sin necesidad de modificarlo demasiado.

– ¿Esta habitación siempre se cierra con llave por las noches? -indagó Neirs.

– Sí, señor.

– Pero supongo que durante los horarios de comida permanece abierta…

– Sí, señor.

– ¿Has visto, Virgilio? El baño está enfrente…

– Ya me he dado cuenta, Horacio.

– ¿Y la ventana?

– Siempre cerrada -dijo Felipe.

– Fíjate que la ventana es una especie de tragaluz y queda al nivel de la acera, Virgilio.

– Ya lo he visto, Horacio.

– Lo cual es lógico, porque estamos en un sótano…

– En efecto.

– ¿Pueden hablar más despacio, por favor? -rogó el encargado, escribiendo a toda velocidad.

– Para mí, la cosa está clara -dijo Neirs-. El falsificador (llamémosle así, aunque probablemente habría que denominarlo «secuestrador») viene a cenar una noche cualquiera, después del rapto. Le interesa modificar los textos que describen la presencia de esa mujer en el restaurante, para que no queden pruebas. ¿Cómo lo hace? Paga la cuenta y se escabulle hacia el pasillo con la excusa de ir al cuarto de baño. Entra en esta habitación y aguarda tranquilamente a que el restaurante se cierre, oculto en este recodo. Después se dedica a sustituir las cuartillas que desea por sus propios textos, que quizá ya traía escritos, o que escribió ad hoc. Dispone de toda la noche, y puede tomárselo con calma: imita varias letras; se burla de los futuros lectores hablando de la mesa, la silla, el adorno del oso… Incluso se permite el lujo de finalizar cada párrafo con la misma frase, a modo de rúbrica: «Repleto de fantasía». Después introduce las cuartillas falsas en las anillas de los cuadernos y los devuelve a la estantería. Por último, antes de que el restaurante se abra y al amparo de la oscuridad, escapa por la ventana.

– Pero ¿cómo cerró la ventana después? -dijo Felipe, que no perdía comba, sin duda para que sus comentarios figuraran en su propia libreta-. La ventana siempre está cerra…

Neirs, con un simple gesto, había separado las dos hojas. El sol del domingo se volcó como un cubo de oro dentro de la habitación, y todos parpadeamos.

– Quod erat demonstrandum -dijo Virgilio.

– Simplemente encajó las dos hojas -explicó Neirs-. La ventana nunca estuvo cerrada.

– ¿Cómo se escribe «demostrandun»? -me preguntó Felipe por lo bajo.

Yo contemplaba boquiabierto a Horacio Neirs: no sabía si era el sol, que daba en su espalda, o mi admiración, pero lo veía rodeado de un halo celestial. Súbitamente, el detective se acercó y me palmeó el hombro.

– Váyase a casa ahora, señor Cabo. Tómese la tarde del domingo libre, al menos, y procure descansar. Virgilio y yo nos quedaremos un rato más, con el permiso de estos señores -señaló a Felipe-, para investigar los cuadernos del restaurante… Quizá alguno de ellos no haya sido modificado.

Protesté, pero hasta con mi tono de voz le daba la razón. Empezaba a experimentar la fatiga acumulada durante los últimos días. Antes de despedirme quise saber cuál era su impresión sobre el caso. Parecía ilusionado, aunque mantenía su frialdad de costumbre. Virgilio se mostraba más pesimista. «No hemos salido aún del tremedal de la literatura -comentó-. Recuérdelo: es el mundo MÁS movedizo y traicionero de todos. No podemos dar nada por seguro.» La próxima línea de investigación -afirmaron- sería más realista: averiguar si alguien había denunciado, recientemente, la desaparición de una mujer. Revisarían los periódicos atrasados, solicitarían entrevistas con la policía, interrogarían de nuevo a la señora Guerrero… En cualquier caso, esperarían. Porque un secuestrador siempre pretende obtener algo con su crimen, y ese algo acaba por salir a la luz tarde o temprano: un rescate, una venganza, un goce, un acto de presión… «En esto se parecen a los escritores -opinó Neirs-, que no soportan por mucho tiempo el anonimato. Le aseguro que tendremos noticias suyas antes de lo que sospechamos.» Tras recibir la promesa de que me llamarían en cuanto supieran algo, me despedí de los detectives, del encargado y de los camareros, dejándolos a todos en el cuarto de los cuadernos, y me arrastré hacia el salón. «Estoy extenuado -pensaba-. Aunque se declarara un fuego ahora mismo, sería incapaz de echar a correr.»

Cinco segundos después de pensar esto estaba corriendo por la calle. Así es la vida a veces, tan opuesta a nuestras intenciones. Y es que al llegar al salón me encontré, de manera imprevista (creo que para ambos), con el hombre de la cara fofa. Se hallaba al pie de las escaleras, vestido con el mismo traje gris y sosteniendo el cuaderno y la pluma. Algo en su sigilosa actitud me hizo comprender instantáneamente que me había seguido hasta el restaurante. En cuanto me vio, se detuvo el tiempo justo para escribir una frase y de inmediato corrió escaleras arriba.

– ¡Un momento! -grité.

Me precipité tras él. El pie derecho me traicionó en uno de los peldaños, y casi derribo a Marcel Proust al apoyarme en la pared. Un sol arenoso, casi marino, me cegó al salir a la calle. A mi izquierda, en la acera vacía, una mancha gris disminuía de tamaño.

– ¡Oiga!

Mi voz temblaba de furia. «Voy a alcanzarte, no importa lo mucho que corras -pensé-. Me debes una explicación.» La mancha dobló una es quina. Llegué hasta allí… y me paré en seco. Había desaparecido. Un autobús recogía pasajeros al otro lado de la calle, pero no creí que Cara Fofa hubiera logrado escabullirse en su interior sin que yo lo advirtiera. Tenía que estar oculto en algún portal.

El comercio más próximo era una pequeña librería. Al pasar frente a ella atisbé a mi presa. Se hallaba encajado en el oscuro vestíbulo, entre dos escaparates. Sendos reflejos de sí mismo lo sitiaban. Su doble fantasma convivía, transparente, con los atriles colmados de volúmenes. Retrocedió hasta golpear la puerta de la tienda, y el letrero de «Cerrado» respondió con un resonar de castañuelas. Escribió algo en la libreta. Aguardó. No dejaba de mirarme.

– ¿Quién es usted? -dije-. ¿Por qué me sigue?

Escribió. Aguardó. Me acerqué dos pasos.

– ¿Qué es lo que escribe?

Volvió a escribir. Me acerqué más. Sus blandos rasgos rebosaban por el cuello de la camisa. Parecía una tortuga extraterrestre. Sudaba copiosamente.

– ¡Deme el maldito cuaderno! -grité, arrebatándoselo.

Eché un vistazo a las últimas frases, las que acababa de anotar (y que revelaban, claro, una caligrafía urgente y difícil). Se trataba de un diálogo. Las palabras no me causaron excesiva sorpresa (las esperaba), pero un detalle me dejó sin habla.

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