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Es un libro bello, largo y complejo. Consta de cinco partes que tienen ritmos y temas diferentes, pero que armonizan y convergen para conformar un todo inmenso, un relato multifac?tico que presenta la realidad social y la realidad individual en el siglo XX y el enigm?tico comienzo del XXI.
Podr?a decirse que el protagonista es un escritor alem?n que tiene un proceso de desarrollo singular?simo, dram?tico y c?mico a la vez, que, careciendo de educaci?n y capacidades comunicativas, escribe por puro talento y debe ocultar su identidad para protegerse del caos del nazismo, mientras que sus cr?ticos lo buscan sin ?xito por todo el mundo, todo lo cual conforma un relato que mantiene al lector en suspenso, de sorpresa en sorpresa. Pero eso no ser?a exacto. Tambi?n podr?a decirse, y tal vez ser?a m?s cierto, que el protagonista de la novela es la maldad misma y la sinraz?n del ser humano en el siglo XX, desde el noroeste de M?xico hasta Europa Oriental, desde la vida liviana de unos cr?ticos de literatura hasta las masacres de una aristocracia mafiosa en los pueblos del tercer mundo, pasando por la Segunda Guerra Mundial, el mundo del periodismo, el deporte (boxeo), la descomposici?n familiar y los establecimientos siqui?tricos. El singular escritor alem?n encarna, tal vez, la bondad y la autenticidad que resplandecen en medio de tanta maldad.
Cada una de las cinco partes es una peque?a novela. Una serie de estupendos personajes secundarios dan vida a cinco cuentos que se entrelazan de forma insospechada. No obstante, es el conjunto el que presenta el cuadro fabuloso que el autor quiere comunicar.
El estilo es sobrio, preciso, estricto, bello. El suspenso mantiene el inter?s del lector. Un verdadero ejemplo de literatura.
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– ¿Y eso cómo lo deduces? -quiso saber la correctora.
– Por la forma en que nos lo presenta Rosny. Las manos cruzadas a la espalda: preocupación, concentración. Lee de pie y sin dejar de caminar: resistencia ante un hecho consumado, nerviosismo.
– Pero el acto de haber usado la máquina de lectura -dijo la diseñadora gráfica- lo salva.
Después hablaron del texto de Daudet, el cual, según Bubis, no era un ejemplo de lapsus cálami sino del humor del escritor, y de El favorito de la suerte, de Octavio Feuillet (Saint-Lô 1821-París 1890), autor de gran éxito en su época, enemigo de la novela realista y naturalista, cuyas obras han caído en el más espantoso olvido, en el más horroroso olvido, en el más merecido olvido, y cuyo lapsus, «el cadáver esperaba, silencioso, la autopsia», de alguna manera prefigura el destino de sus propio libros, dijo el suizo.
– ¿No tiene nada que ver ese Feuillet con la palabra francesa feuilleton? -preguntó la anciana Marianne Gottlieb-. Creo recordar que ese término indicaba tanto el suplemento literario del periódico en cuestión como la novela por entregas publicada en el mismo.
– Probablemente son la misma cosa -dijo enigmáticamente el suizo.
– La palabra folletín, ciertamente, viene del nombre de Feuillet, el delfín de las novelas por entregas -lanzó un farol Bubis, que no estaba del todo seguro.
– Aunque a mí la frase que me gusta más es la de Auback -opinó la correctora.
– Ése seguro que es alemán -dijo la secretaria.
– Sí, la frase es buena: «con un ojo leía, con el otro escribía»
no desentonaría en una biografía de Goethe -dijo el suizo.
– Con Goethe no te metas -dijo la jefa de prensa.
– Ese Auback también podría ser francés -dijo la correctora, que había vivido una larga temporada en Francia.
– O suizo -dijo la baronesa.
– ¿Y qué os parece «Tenía la mano fría como la de una serpiente»? -preguntó la administrativa.
– Prefiero el de Henri Zvedan: «Después de cortarle la cabeza, lo enterraron vivo» -dijo el suizo.
– Tiene cierta lógica -dijo la correctora-. Primero le cortan la cabeza. Quienes así actúan piensan que la víctima ha muerto, pero es urgente deshacerse del cadáver. Cavan una tumba, tiran el cuerpo dentro de ella, lo cubren de tierra. Pero la víctima no ha muerto. La víctima no ha sido guillotinada. Le han cortado la cabeza, en este caso puede significar que lo han o la han degollado. Supongamos que es un hombre. Lo intentan degollar. Sale mucha sangre. La víctima pierde el sentido. Sus agresores lo dan por muerto. Al cabo de un rato, la víctima despierta.
La tierra ha parado la hemorragia. Está enterrado vivo.
Ya está. Eso es todo -dijo la correctora-. ¿Tiene sentido?
– No, no tiene sentido -dijo la jefa de prensa.
– Es verdad, no tiene sentido -admitió la correctora.
– Algo de sentido sí que tiene, querida -dijo Marianne Gottlieb-, hay casos extraordinarios en la historia.
– Pero éste no tiene sentido -dijo la correctora-. No trate de darme ánimos, señora Marianne.
– Yo creo que algo de sentido sí que tiene -dijo Archimboldi, que no había parado de reírse-, aunque mi favorito no es ése.
– ¿Cuál es tu favorito? -dijo Bubis.
– El de Balzac -dijo Archimboldi.
– Ah, ése es fantástico -dijo la correctora.
Y el suizo recitó:
– «Empiezo a ver mal, dijo la pobre ciega.»
Después de Herencia, el siguiente manuscrito que entregó a Bubis fue el de Santo Tomás, la biografía apócrifa de un biógrafo cuyo biografiado es un gran escritor del régimen nazi, en donde algunos críticos quisieron ver retratado a Ernst Jünger, aunque evidentemente no se trataba de Jünger sino de un personaje de ficción, por llamarlo de alguna manera. En aquel tiempo aún vivía en Venecia, según le constaba a Bubis, y probablemente seguía trabajando de jardinero, aunque los anticipos y los cheques que cada cierto tiempo le enviaba su editor le hubieran permitido dedicarse exclusivamente a la literatura.
El siguiente manuscrito, sin embargo, llegó desde una isla griega, la isla de Icaria, en donde Archimboldi había alquilado una casita en medio de unas colinas rocosas, detrás de las cuales estaba el mar. Como el paisaje final de Sísifo, pensó Bubis, y así se lo hizo saber en una carta en la que le notificaba, como era usual, la llegada del texto, su consiguiente lectura, y en donde le sugería tres formas de pago, para que Archimboldi escogiera la que más le conviniera.
La respuesta de Archimboldi sorprendió a Bubis. En ella le decía que Sísifo, una vez muerto, se había escapado del Infierno mediante una estratagema de orden legal. Antes de que Zeus liberara a Tánato, y sabiendo Sísifo que lo primero que haría la muerte sería ir a por él, le pidió a su mujer que no cumpliera con los requisitos fúnebres establecidos. Así pues, al llegar a los Infiernos Hades se lo reprochó y todas las potestades infernales pusieron, como es normal, el grito en el cielo o en la bóveda del Infierno y se tiraron de los pelos y se sintieron ofendidos. Sísifo, no obstante, dijo que la culpa no era suya sino de su mujer y pidió, digamos, un permiso penal para subir a la tierra y castigarla.
Hades se lo pensó: la propuesta de Sísifo era razonable y le fue concedida la libertad bajo fianza, valedera únicamente para tres jornadas o cuatro, las suficientes para que se tomara justa venganza y pusiera en marcha, aunque fuera un poco tarde, los requisitos fúnebres de rigor. Por descontado, Sísifo no esperó a que se lo repitieran y volvió a la tierra, en donde vivió felizmente hasta que fue muy viejo, no por nada era el hombre más astuto del orbe, y sólo regresó a los Infiernos cuando su cuerpo ya no dio más de sí.
Según algunos, el castigo de la roca sólo tenía una finalidad:
la de mantener a Sísifo ocupado y no permitir que su mente inventara nuevas argucias. Pero el día menos pensado a Sísifo se le va a ocurrir algo y va a volver a subir a la tierra, concluía su carta Archimboldi.
La novela que le envió a Bubis desde Icaria se llamaba La ciega. Tal como cabía esperar, esta novela trataba sobre una ciega que no sabía que era ciega y sobre unos detectives videntes que no sabían que eran videntes. Desde las islas no tardaron en llegar a Hamburgo otros libros. El Mar Negro, una pieza teatral o una novela escrita en parlamentos dramáticos, en la que el Mar Negro dialoga, una hora antes del amanecer, con el océano Atlántico. Letea, su novela más explícitamente sexual, en la que traslada a la Alemania del Tercer Reich la historia de Letea, que se creía más bella que las diosas, y que finalmente fue transformada, junto con Óleno, su marido, en una estatua de piedra (esta novela fue tachada de pornográfica y tras ganar un juicio se convirtió en el primer libro de Archimboldi que agotó cinco ediciones). El vendedor de lotería, la vida de un lisiado alemán que vende lotería en Nueva York. Y El padre, en la que un hijo rememora las actividades de su padre como psicópata asesino, que empiezan en 1938, cuando el hijo tiene veinte años, y terminan, de forma por demás enigmática, en 1948.
En Icaria vivió algún tiempo. Luego vivió en Amargos.
Luego en Santorín. Luego en Sifnos, en Siros y en Miconos. Luego vivió en un islote pequeñísimo, al que llamaba Hecatombe o Superego, cerca de la isla de Naxos, pero en Naxos no vivió nunca. Luego se marchó de las islas y volvió al continente. En aquella época comía uvas y olivas, grandes olivas secas cuyo sabor y consistencia eran similares a los terrones. Comía queso blanco y queso curado de cabra que vendían envuelto en hojas de parra y cuyo olor podía esparcirse en un radio de trescientos metros. Comía pan negro muy duro que había que reblandecer con vino. Comía pescados y tomates. Higos. Agua. El agua la sacaba de un pozo. Tenía un balde y un bidón como los que usan en el ejército, que llenaba de agua. Nadaba, pero el niño alga había muerto. Nadaba bien, no obstante. A veces buceaba.