A sus plantas rendido un leon
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Bongwutsi: un pa?s africano ·que ni siquiera figura en el mapa·. All? vive un argentino usurpando la condici?n de c?nsul de su pa?s, hundido en la pobreza y enardecido de entusiasmo por el reciente estallido de la guerra de las Malvinas, en disputa permanente con el embajador ingl?s, inexplicablemente entrampado en una trama donde se suceden conspiraciones con enviados de las grandes potencias mundiales, una interrumpida relaci?n amorosa, los sue?os de liberaci?n y grandeza del inhallable- y ubicuo- Bongwutsi, la entrada triunfal al pa?s de un ej?rcito de monos…el v?rtigo narrativo no se interrumpe, la invenci?n y la verdad se al?an en el desborde de una fantas?a indeclinable. El ?mpetu narrativo de Osvaldo Soriano llega a su punto m?ximo en este relato fascinante.
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La valija estaba junto a la cómoda y no era más pesada, que las que servían para viajar. Bertoldi se preguntó si sería prudente abrirla como a una maleta cualquiera y temió que en la cerradura hubieran puesto una bomba cazabobos.
Fue al baño, reguló el termostato a veinte grados, y abrió las- canillas. Luego tomó varios frascos de hierbas del placard, volcó la mitad en la bañadera y guardó el resto para llevárselos al consulado. Mientras esperaba que subiera el agua, echó un vistazo al menú y sintió uninmediato deseo de probar el pulpo de 220 dólares y la langosta de 350. Hacía tantos años que no veía el mar, ni comía mariscos, que deseó fervientemente que en el restaurante no tuvieran un aparato para controlar los billetes.
Más tarde, sumergido en el agua perfumada se dio cuenta del riesgo que corría si cambiaba más dinero falso y buscó en la carta alguna cosa que no pasara de las cinco libras auténticas que tenía en el bolsillo. Eligió un sandwich de jamón y lo pidió desde el teléfono del baño. Después cerró los ojos y trató de disfrutar de su primera vez en el Sheraton.
Cuando le llevaron el sandwich se envolvió en la toalla, puso música y fue a comerlo junto a la ventana. Estaba hambriento y preocupado. Debía impedir que O'Connell utilizara el consulado como centro de la subversión si no quería terminar frente a un pelotón de fusilamiento. ¿Qué podía hacer? ¿Entregar la valija a la policía? ¿Pedirle con toda firmeza que se fuera cuanto antes de su casa? Le pareció que la última posibilidad era la más digna de un hombre de bien y miró de nuevo la maleta. Entonces advirtió que una de las cerraduras estaba abierta y que un trozo de plástico asomaba por un costado. Dejó el sandwich y colocó la valija sobre la cama. Tiró con cuidado del nailon, como si desenredara un ovillo, y se dijo que si hubiera una bomba ya habría estallado. De pronto, algo duro se trabó contra el cierre. Ganado por la curiosidad acercó una lámpara y sacó el plástico de un tirón. El primer volumen del Libro Verde de Muhamed El Kadafi cayo sobre la colcha y el cónsul se quedó un instante perplejo, mirando la tapa de cuerina con el título en letras de oro. Fuera de sí, se puso de rodillas y tironeó hasta que el cerrojo cedió con un golpe seco. Una montaña de billetes relucientes cubrió la cama y algunos, envueltos en fajos cayeron al suelo.
El cónsul retrocedió con la boca abierta y un temblor en los labios. Balbuceó un "carajo" y una puteada sin destinatario preciso. La toalla se le había desprendido de la cintura y temblaba como un epiléptico. Lentamente se fue doblando hasta que las rodillas llegaron a la alfombra y levantó un billete en el que Benjamín Franklin estaba más serio que un monje español. Entonces tuvo un mareo y cayó de lado, con una mejilla apoyada sobre un fajo de cien y el oído acariciado por la música funcional.
Se despertó al caer la tarde con la sensación de haber navegado por un ancho río, entre caballos muertos y árboles a la deriva. Los dólares seguían allí, pulcros como estampitas de la Virgen, Bertoldi levantó un puñado contra la luz que se filtraba entre las cortinas y estuvo así, quieto, hasta que abrió la mano y por entre las lágrimas vio que la suerte, por fin, venía a su encuentro.
No se movió hasta el anochecer. Varias veces miró su nombre en la etiqueta de la valija y lo repitió con la garganta apretada. Luego se levantó y comió el resto del sandwich. A medianoche se vistió en un rincón, recogió la plata y la puso en la maleta, cuidadosamente. La cerradura le dio un poco de trabajo, pero al fin oyó el clik y se tranquilizó. Llamó a la recepción y preguntó el horario de los aviones para Europa. Con voz de circunstancias, el empleado le informó que la pista acababa de ser inutilizada por una bomba, pero que las líneas aéreas se harían cargo de los gastos de hotel. Preguntó a qué compañía debía cargar su cuenta, pero Bertoldi colgó sin responder y deseó a O'Connell los peores males del infierno. Aturdido, fue a lavarse la cara y se quedó unos minutos con los ojos fijos en el espejo. Cuando se sintió más tranquilo tomó la valija y bajó para dejarla en depósito.
Le dieron un ticket celeste y el gerente salió a estrecharle la mano otra vez, apesadumbrado por lo de la pista. Bertoldi volvió al consulado a pie, mirando la ciudad como si fuera la última vez. Su corazón, que saltaba de impaciencia, le decía que el largo exilio estaba llegando su fin.
29
– Pareces un príncipe en la corte de los milagros -dijo Florentine y dejó caer el monóculo.
Quomo llevaba el saco de Lauri y éste se había quedado en mangas de camisa, como Chemir. Los tres estaban empapados y sucios. Habían atravesado París en el subte y Florentine los hizo subir por la entrada de los proveedores. Ahora estaban en un reservado donde había sillones y monitores de video que vigilaban las salas de juego.
– ¿Tuvieron problemas con la Sureté?
– Los Kruger están en París, Florentine. Sólo quisiera estar seguro de que la información no salió de aquí.
– Estás acusándome de entregarte, Michel. Eso es muy cruel.
– Tal vez tu galán necesitaba un poco de dinero.
– Es incapaz de eso, no le da la cabeza.
– En una de esas estuvo leyendo novelas.
– Lo único que ha leído en su vida son los números de la ruleta.
– Nos vamos a quedar aquí por un tiempo, Florentine No quisiera tener que arruinarle la cara a ese rufián.
– Ojalá te quedaras para siempre. Miráte al espejo, pareces un linyera. Y el pobre Chemir, todavía pensando en hacer revoluciones…
– No agachar más la cabeza -dijo Chemir como una letanía.
– ¡Pero a esta edad hay que ser más juicioso! Parece mentira que anden trepando paredes y corriendo como los chicos. Y usted, joven, ¿de dónde sale?
– De la Argentina, señora.
– De la Argentina, qué gracioso. Vayan que el baño está preparado.
Se ducharon mientras las mujeres entraban y salían desnudas, diluidas por el vapor. Una africana les alcanzó ropas secas y les indicó un lugar para vestirse. Sobre una mesa encontraron los cigarrillos y el dinero que habían traído con ellos.
– Duerma un par de horas, Chemir, y encárguese del sultán. Necesitamos ése avión. Asegúrese también de que la plata haya salido para Bongwutsi. No me gustaría que O'Connell esté soliviantando gente desarmada. Si tiene noticias de los Kruger, llámeme de inmediato.
– De acuerdo, Michel. Si se da una vuelta por la sala, no le molestaría jugarme una ficha al 17?
– ¿Cuánto?
– Cien francos, cosa de tentar la suerte. Si sale, ponga todo a primera docena y si se da hágame tercera columna y corone el 36,
– Si me indican dónde, yo me voy a dormir -dijo Lauri.
– Métase en cualquiera de las piezas desocupadas y si no quiere visitas cierre con llave.
– Claro que quiero. Hace meses que no toco a una mujer.
– Marque la cantidad y el color en la pizarra y métase en la cama. Este lugar es tan caro que las mujeres son obsequio de la casa.
Lauri caminó por un pasillo guiado por el aire de un minué. Hizo cincuenta metros y desembocó en un salón pintado de rojo, iluminado con arañas de bronce y decorado con frisos fin de siécle. La gente que estaba allí tenía al menos ochenta años. Las parejas se tornaban de las manos o se movían abrazadas al ritmo de la melodía. Mujeres con hombres, mujeres con mujeres y hombres con hombres, arrugados, frágiles, miopes y vestidos con sus mejores ropas de juventud. La cara del pianista parecía una calavera con unos pocos pelos blancos y sus manos lentas eran poco más que los huesos de un esqueleto unidos por el pellejo amarillo. Lauri dio un paso atrás y se quedó observando desde el corredor. Una camarera servía champagne y guindado. En un sillón cercano, una mujer de piel estirada y labios pintados besaba en el cuello a otra que tenía el cabello teñido y los hombros salpicados de manchas. Más allá, un hombre de bigotes como manubrios caminaba doblado y flaco como un alfiler de gancho y molestaba a los bailarines. Alguien lo apartó bruscamente y una mujer con los pechos caídos hasta la cintura fue a buscarlo y lo sacó de la pista de una oreja. El minué se encadenaba sin solución de continuidad y a Lauri le pareció, de pronto, que los ojos angustiados del pianista se agarraban a los suyos con desesperación. Entre las caras estragadas creyó ver la de un hombre calvo y pequeño, pensativo, que no parecía saber adonde iba, pero también vio la suya, como en una foto trucada o retocada.