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Putas Asesinas

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Putas Asesinas
Название: Putas Asesinas
Автор: Bola?o Roberto
Дата добавления: 16 январь 2020
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Putas Asesinas - читать бесплатно онлайн , автор Bola?o Roberto

En «?ltimos atardeceres en la tierra» se narra un viaje a Acapulco que se convierte paulatinamente en un des-censo a los infiernos. En «Dentista» se cuenta la historia de un adolescente misterioso y dos adultos, ya de vuelta de todo, que lo observan desde un precipicio. En «Buba» se cuenta una historia de f?tbol en tres partes: la de un futbolista sudamericano, la de un futbolista africano y la de uno espa?ol, y la sorprendente historia de su equipo, que bien podr?a ser el Barcelona. En «Carnet de baile» se dan 69 razones para no bailar con Pablo Neruda. En «Prefiguraci?n de Lalo Cura», por el contrario, nos su-merge en una historia de narcotraficantes y directores de cine porno, y «Fotos» nos trae una vez m?s a Arturo Belano, el protagonista de Los detectives salvajes. Una deslumbrante colecci?n de relatos de un autor que se ha convertido en una de las voces imprescindibles de la literatura en lengua espa?ola.

Contrastando el t?tulo, Putas asesinas, por un lado, con el estilo sobrio del libro, podr?a deducirse que su finalidad obedece a una raz?n de ?ndole comercial. No obstante, si por otro lado, lo contrastamos con su contenido, ser?a improbable no hallarle justificaci?n, ya que a lo largo de las m?s de doscientas p?ginas, el verdadero denominador com?n, en efecto, es la violencia, violencia sobre la que se nos advierte, desde las primeras l?neas, `no se puede escapar, al menos no nosotros, los nacidos en Latinoam?rica en la d?cada de los cincuenta, los que rond?bamos los veinte a?os cuando muri? Salvador Allende`,

Como los grandes cuentistas `Hemingway, Maupassant – Bola?o relata m?s por lo que oculta que por lo que desvela (`Hay cosas que se pueden contar`, piensa M, `y hay cosas que no se pueden contar.`) Tras esta t?cnica del ocultamiento, suerte de camuflaje, se disimulan los verdaderos temas de la obra.

Quien ingrese en el mundo de Putas asesinas ratificar? la capacidad creadora de Roberto Bola?o en su convicci?n de escritor que no teme enfrentar los grandes temas literarios, tan extensos, complejos y problem?ticos. As? pues, en convivencia con la violencia a la que refiero, volvemos a toparnos con los amores secretos («D?as de 1978», «Vagabundo en Francia y B?lgica»), la amistad («El Ojo Silva», «Dentista»), la muerte («El retorno», «Putas asesinas», «Prefiguraci?n de Lalo Cura»), la soledad, la literatura, («Encuentro con Enrique Lihn», «Vagabundo en Francia y B?lgica», «Carnet de baile») el absurdo («Fotos»), tratados todos ellos bajo el aura del sue?o latinoamericano, truncado y convertido en pesadilla. Muerto el boom y el realismo m?gico, el tema de la pesadilla latinoamericana pervive en la nueva narrativa despojado de sustratos id?licos, provisto m?s bien de toda su crudeza e innegable inmundicia, la de la corrupci?n, el hambre, y la del exilio indefinido. Factor este ?ltimo que a diferencia de los otros dos, contiene un aspecto positivo, el cosmopolitismo, de ah? que los problemas de B y otros protagonistas, en su mayor?a chilenos exiliados en M?xico D.F, Acapulco, Barcelona, Par?s, no sean tales en tanto que exiliados, sino en tanto que hombres del mundo, puesto que derivan del desamparo y la confusi?n que, seg?n Bataille, los burgueses no `pueden realmente disimular`.

Esto explica la iron?a, la sensualidad, el humor mordaz, lo on?rico, y otras v?as de escape tan frecuentes en esta obra, productos o deshechos ` a prop?sito del fin de las ideolog?as- del escepticismo moderno, que tan pocas esperanzas le depara a la humanidad y al que son tan proclives los j?venes de hoy.

El Ojo Silva tratar? en vano de huir de la marginaci?n en el Distrito Federal, donde sus compatriotas lo tachan de `invertido` porque `al menos de cintura para abajo` eran `exactamente igual que la gente de derecha que en aquel tiempo se ense?oreaba en Chile`. Encontrar? otra violencia m?s tangible transformada en ineludible destino.

«?ltimos atardeceres en la tierra» narra una peripecia vacacional padre ` hijo, y el mundo que, trasuntado en infierno, los divide en `unas horas que B llamar?a aburrimiento, pero que ahora llamar?a desastre, un desastre peculiar, un desastre que por encima de todo aleja a B de su padre`.

En «D?as de 1978» se habla del rencor y de la suerte que corren los amores secretos en medio de una desgracia inminente. `Aqu? deber?a acabar el relato`, se?ala el protagonista `pero la vida es un poco m?s dura que la literatura.`

Por otro lado «Vagabundo en Francia y B?lgica», – a m? parecer el cuento m?s logrado-, mezcla literatura y vida, en el sentido que los fetichismos que provoca en algunos la primera pueden revestir de pretextos la segunda y enmascarar as? intenciones inconfesables. Tal vez se trate de deseos oscuros y del empecinamiento con que, en ocasiones, nos hacen ver lo que queremos, como la correspondencia en el objeto que los ocasiona. ?Marchar? B de Par?s a Bruselas motivado por una publicaci?n erudita o por una se?al que andaba esperando? `?Una se?al de qu?? Lo ignora. Una se?al terrible en todo caso.`

«Prefiguraci?n de Lalo Cura» recuerda la excelente pel?cula La virgen de los sicarios, no tanto por su tratamiento, aqu? edulcorado con un humor corrosivo, sino por la realidad retratada, la del negocio del sexo y la droga en la Colombia de los c?rteles.

«Buba» es un cuento sobre el absurdo en `la ciudad del sentido com?n`, sobre el humor resultante de esta paradoja. Y as? como «Funes el memorioso», seg?n Borges, `es una larga met?fora sobre el insomnio`, «Fotos» lo es sobre la inutilidad de la informaci?n despojada de formaci?n.

Putas asesinas deja un sabor extra?o, agridulce, m?ltiples im?genes de ciudades, un c?mulo de sensaciones y la vaga idea de que los cuentos se parecen entre s?, tanto como a los cuentos de Ram?rez, personaje de «Dentista» y especie de prodigio literario: `el argumento daba un giro y se pulverizaba a s? mismo, el cuento se convert?a en una historia sobre el fantasma de un pedagogo encerrado en una botella, y tambi?n en una historia sobre la libertad individual y aparec?an otros personajes, dos merolicos m?s bien canallas, una veintea?era drogadicta, un coche in?til abandonado en la carretera que serv?a de casa a un tipo que le?a un libro de Sade. Y todo en un cuento`.

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La verdad es que en mi fuero interno esperaba una noche tranquila.

Durante unos instantes volví a sentir el mareo de los primeros minutos de fantasma mientras los seguía con cierta timidez e inseguridad por las inhóspitas hileras de coches. Luego metieron mi cadáver en el maletero de un Renault gris, con la carrocería llena de pequeñas abolladuras, y salimos del vientre de aquel edificio, que ya empezaba a considerar mi casa, hacia la noche libérrima de París.

No recuerdo ya por qué avenidas y calles transitamos. Los camilleros iban drogados, según pude colegir tras un vistazo más concienzudo, y hablaban de gente que estaba muy por encima de sus posibilidades sociales. No tardé en confirmar mi primera impresión: eran unos pobres diablos, y sin embargo algo en su actitud, que por momentos parecía esperanza y por momentos inocencia, hizo que me sintiera próximo a ellos. En el fondo, nos parecíamos, no ahora ni en los momentos previos a mi muerte, sino en la imagen que guardaba de mí mismo a los veintidós años o a los veinticinco, cuando aún estudiaba y creía que el mundo algún día se iba a rendir a mis pies.

El Renault se detuvo junto a una mansión en uno de los barrios más exclusivos de París. Eso, al menos, fue lo que creí. Uno de los seudoartistas se bajó del coche y tocó un timbre. Al cabo de un rato una voz que surgió de la oscuridad le ordenó, no, le sugirió que se pusiera un poco más a la derecha y que levantara la barbilla. El camillero siguió las instrucciones y levantó la cabeza. El otro se asomó a la ventanilla del coche y saludó con la mano en dirección a una cámara de televisión que nos observaba desde lo alto de la verja. La voz carraspeó (en ese momento supe que iba a conocer dentro de poco a un hombre retraído en grado extremo) y dijo que podíamos pasar.

Al instante la verja se abrió con un ligero chirrido y el coche se internó por un camino pavimentado que caracoleaba por un jardín lleno de árboles y plantas cuyo insinuado descuido correspondía más a un capricho que a dejadez. Nos detuvimos en uno de los laterales de la casa. Mientras los camilleros bajaban mi cuerpo del maletero la contemplé con desaliento y admiración. Nunca en toda mi vida había estado en una casa como aquélla. Parecía antigua. Sin duda debía de valer una fortuna. Poco más es lo que sé de arquitectura.

Entramos por una de las puertas de servicio. Pasamos por la cocina, impoluta y fría como la cocina de un restaurante que llevara muchos años cerrado, y recorrimos un pasillo en penumbra al final del cual tomamos un ascensor que nos llevó hasta el sótano. Cuando las puertas del ascensor se abrieron allí estaba Jean-Claude Villeneuve. Lo reconocí de inmediato. El pelo largo y canoso, las gafas de cristales gruesos, la mirada gris que insinuaba a un niño desprotegido, los labios delgados y firmes que delataban, por el contrario, a un hombre que sabía muy bien lo que quería. Iba vestido con pantalones vaqueros y camiseta blanca de manga corta. Su atuendo me resultó chocante pues las fotos que yo había visto de Villeneuve siempre lo mostraban vestido con elegancia. Discreto, sí, pero elegante. El Villeneuve que tenía ante mí, por el contrario, parecía un viejo rockero insomne. Su andar, sin embargo, era inconfundible: se movía con la misma inseguridad que tantas veces había visto en la televisión, cuando al final de sus colecciones de otoño-invierno o de primavera-verano saltaba a la pasarela, se diría que casi por obligación, arrastrado por sus modelos favoritas a recibir el aplauso unánime del público.

Los camilleros pusieron mi cadáver sobre un diván verde oscuro y retrocedieron unos pasos, a la espera del dictamen de Villeneuve. Éste se acercó, me destapó la cara y luego sin decir nada se dirigió a un pequeño escritorio de madera noble (supongo) de donde extrajo un sobre. Los camilleros recibieron el sobre, que con casi toda probabilidad contenía una suma importante de dinero, aunque ninguno de los dos se molestó en contarlo, y luego uno de ellos dijo que pasarían a las siete de la mañana del día siguiente a recogerme y se marcharon. Villeneuve ignoró sus palabras de despedida. Los camilleros desaparecieron por donde habíamos entrado, oí el ruido del ascensor y después silencio. Villeneuve, sin prestarle atención a mi cuerpo, encendió un monitor de televisión. Miré por encima de su hombro. Los seudoartistas estaban junto a la verja, esperando a que Villeneuve les franqueara la salida. Después el coche se perdió por las calles de aquel barrio tan selecto y la puerta metálica se cerró con un chirrido seco.

A partir de ese momento todo en mi nueva vida sobrenatural empezó a cambiar, a acelerarse en fases que se distinguían perfectamente unas de otras pese a la rapidez con que se sucedían. Villeneuve se acercó a un mueble muy parecido a un minibar de un hotel cualquiera y sacó un refresco de manzana. Lo destapó, comenzó a beberlo directamente de la botella y apagó el monitor de vigilancia. Sin dejar de beber puso música. Una música que yo nunca había oído, o tal vez sí, pero entonces la escuché con atención y me pareció que era la primera vez: guitarras eléctricas, un piano, un saxo, algo triste y melancólico pero también fuerte, como si el espíritu del músico no diera su brazo a torcer. Me acerqué al aparato con la esperanza de ver el nombre del músico en la tapa del compact disc pero no vi nada. Sólo el rostro de Villeneuve que en la penumbra me pareció extraño, como si al quedarse solo y beber el refresco de manzana se hubiera acalorado de improviso. Distinguí una gota de sudor en medio de su mejilla. Una gota minúscula que bajaba lentamente hacia el mentón. También creí percibir un ligero estremecimiento.

Después Villeneuve dejó el vaso al lado del aparato de música y se aproximó a mi cuerpo. Durante un rato me estuvo mirando como si no supiera qué hacer, lo cual no era cierto, o como si intentara adivinar qué esperanzas y deseos palpitaron alguna vez en aquel bulto envuelto en una funda de plástico que ahora tenía a su merced. Así permaneció un rato. Yo no sabía, siempre he sido un ingenuo, cuáles eran sus intenciones. Si lo hubiera sabido me habría puesto nervioso. Pero no lo sabía, de manera que me senté en uno de los confortables sillones de cuero que había en la habitación y esperé.

Entonces Villeneuve deshizo con extremo cuidado el envoltorio que contenía mi cuerpo hasta dejar la funda arrugada debajo de mis piernas y luego (tras dos o tres minutos interminables) retiró del todo la funda y dejó mi cadáver desnudo sobre el diván tapizado en cuero verde. Acto seguido se levantó, pues todo lo anterior lo había hecho de rodillas, y se sacó la camiseta e hizo una pausa sin dejar de mirarme, y fue entonces cuando yo me levanté y me acerqué un poco y vi mi cuerpo desnudo, más gordito de lo que hubiera deseado, pero no mucho, los ojos cerrados y una expresión ausente, y vi el torso de Villeneuve, algo que pocos han visto, pues nuestro modisto es famoso entre tantas otras cosas por su discreción y nunca se habían publicado fotos de él en la playa, por ejemplo, y luego busqué la expresión de Villeneuve, para adivinar qué iba a suceder a continuación, pero lo único que vi fue su rostro tímido, más tímido que en las fotos, de hecho infinitamente más tímido que en las fotos que aparecían en las revistas de moda o del corazón.

Villeneuve se despojó de los pantalones y de los calzoncillos y se tumbó junto a mi cuerpo. Ahí sí que lo entendí todo y me quedé mudo de asombro. Lo que sucedió a continuación cualquiera puede imaginárselo pero tampoco fue una bacanal. Villeneuve me abrazó, me acarició, me besó castamente en los labios. Me masajeó el pene y los testículos con una delicadeza similar a la que alguna vez empleó Cecile Lamballe, la mujer de mis sueños, y al cabo de un cuarto de hora de arrumacos en la penumbra comprobé que estaba empalmado. Dios mío, pensé, ahora me va a sodomizar. Pero no fue así. El modisto, para mi sorpresa, se corrió frotándose contra uno de mis muslos. En ese momento hubiera querido cerrar los ojos, pero no pude. Experimenté sensaciones encontradas: disgusto por lo que veía, agradecimiento por no ser sodomizado, sorpresa por ser Villeneuve quien era, rencor contra los camilleros por haber vendido o alquilado mi cuerpo, incluso vanidad por ser involuntariamente el objeto del deseo de uno de los hombres más famosos de Francia.

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