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El laberinto griego

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El laberinto griego
Название: El laberinto griego
Дата добавления: 16 январь 2020
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El laberinto griego - читать бесплатно онлайн , автор Montalban Manuel V?zquez

Pepe Carvalho, investigador privado, recibe de una extra?a pareja francesa, Claire y Lebrun, el encargo de hallar el paradero de Alekos, el marido griego de Claire. Mientras recorren los antiguos barrios industriales de la Barcelona preol?mpica en busca del oscuro personaje, el coraz?n de Carvalho sucumbir? ante la belleza inalcanzable de Claire.

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Volvió a callejear, ganando tiempo y distancia entre cabina telefónica y cabina telefónica y esta vez la llamada la dirigió a la Oficina Olímpica, al coronel Parra. Estaba reunido, reunidísimo, insistió la secretaria, con el alcalde, dijo al final ante la presión de Carvalho.

– Al alcalde le queda casi un año de mandato, señorita. En cambio mi asunto es de vida o muerte.

Por fin un alterado y razonablemente molesto ex coronel Parra se puso al teléfono.

– Necesito saber si el francés aquel del que te hablé, el de la ORTF, Georges Lebrun, sigue en Barcelona o ya ha terminado el asunto que os ocupaba.

– ¿Eso es todo?

– Es bastante, te lo juro.

– ¿Justifica que me hayas levantado de una reunión nada menos que con el señor alcalde?

– A Pascual le conoces de toda la vida.

– No va en broma.

– Es asunto de vida o muerte, coronel. Va en serio.

Carraspeó Parra contenido por el tratamiento que le convocaba parte de su mejor memoria y telegrameó la información.

– En efecto, Georges Lebrun sigue en Barcelona porque me han ratificado una entrevista con él mañana.

– ¿No ha dejado dirección?

– No. Tengo una cita a las diez y media. Eso es todo.

Y le colgó. Cría cuervos. En otros tiempos no había horas suficientes de conversación sobre la acumulación de capital o sobre el tránsito de la cantidad o la cualidad según los esquemas del materialismo dialéctico. Y Franco. Y Lumumba. Y la madre que les parió. Ahora se molestaba porque Carvalho se convertía en un ruido en la conversación con el excelentísimo señor alcalde. Pero tenía otros dolores cerebrales más urgentes, por ejemplo el que le causaba la necesidad de proteger a Claire, de encontrarla antes que Contreras, y para llegar a Claire sólo tenía la referencia de Lebrun y el punto remoto de la cita de mañana.

Demasiado tarde. Biscuter le esperaba con un bocadillo de pescado frito, berenjenas, pimientos y pan con tomate. Era el bocadillo "Señora Paca" que Carvalho había perfeccionado en homenaje a su abuela, y junto con el bocadillo la propuesta de la compra.

– Tengo una receta de puta madre, jefe, un tumbet a la mallorquina y morcillo cocido con salsa verde. Dietético. Bajas calorías.

– ¿Dónde buscarías a un hombre extraño acompañado de un hermoso adolescente griego y tal vez de una mujer distraída, falsamente distraída?

– ¿Qué preguntas, jefe? ¿El hombre extraño y el adolescente se entienden?

– No lo sé. Es demasiado extraño.

– Busque por la vida golfa.

Pero tiene muchas horas por delante. Ésos salen como los caracoles, al anochecer. ¿Y qué va hacer con el señor Brando? No para de llamar.

El señor y la ex señora Brando, el ex atleta, el hijo, la hija, la madre. Se inventó una excusa para Biscuter, pero la entendió como si se la dirigiera a sí mismo.

– No sé cómo dar la cara en ese asunto, Biscuter. He cometido todas las torpezas posibles.

– Ha pasado malos días, jefe.

– No parece que los próximos vayan a ser mejores. ¿Te gustaría dejar el delantal durante unos días y coger la lupa?

Había quedado ante Beba en la peor de las posiciones estratégicas. Si la seguía a cuerpo abierto ella le reconocería y si la abordaba proseguiría una relación no exactamente clasificable dentro del género de la corrupción de menores, sino más bien de la corrupción de adultos. Si de su propia corrupción ensayaba el marcaje a distancia durante dos o tres días, aquella diosa adolescente tenía alas y una conciencia dispersa que la llevaba de norte a sur, de la tierra al agua, del aire al fuego como si todo la atrajera y la cansara al mismo tiempo. Biscuter se emocionó cuando Carvalho le dijo que lo necesitaba para algo más que hacerle la comida, contestar al teléfono y quejársele porque no había cumplido su promesa de enviarle a París a seguir un curso sobre alta cocina.

Primer curso dedicado a sopas, sólo a sopas.

– Síguela, Biscuter. Pero cuidado si se mete por el Barrio Chino, tú ya me entiendes, porque si hay una redada tú tienes cara de pescadito frito.

– ¿Ya empezamos a faltar, jefe?

– Quiero decir que si te ve un "madero" te mete en la tocinera.

Tu aspecto es de no tener ni siquiera abogado de oficio.

– Vaya día tiene, jefe. Me pondré el traje de los domingos.

Peor, pensó Carvalho al imaginarse a aquel fetillo disfrazado de domingo, pero no se lo dijo para no reincidir en el menosprecio.

Colocada la familia Brando bajo la protección de Biscuter, Carvalho podía volver a obsesionarse con Claire.

– Jefe. Tendrá que darme para mis gastos. Cuando se sigue a una persona siempre hay que dar propinas y tomar cosas para disimular.

A veces hay que meterse en librerías y hasta comprar libros, o revistas. No voy a sacarlo de lo que usted me da para la compra y para los gastos del despacho.

– Ojo con los libros que compras, Biscuter.

– Todo el mundo habla de uno de un tal Terenci Moix que se llama "El peso de la paja".

– ¿A qué paja se refiere?

– A las dos, jefe.

– Sólo te falta a ti un libro sobre pajas. ¿Quién es ese Terenci?

– Es como Victor Mature pero en pequeñito y con más cejas. ¿No se acuerda usted de Victor Mature?

Le dio cinco mil pesetas extras a Biscuter invadiendo su cubil privado. Le sorprendió poniéndose desodorante en dos sobaquillos en los que apenas cabía la punta de la barra. Biscuter retiró el desodorante con precipitación, molesto por la invasión de Carvalho. También se había puesto gomina sobre los pelos rubios que en los parietales recordaban una vegetación víctima de alguna tragedia ecológica. Las dos paletillas de Biscuter parecían desgajadas del cuerpo, como dos alitas de hueso contenidas por una camiseta sin mangas, vieja, pero limpísima. Biscuter tenía espaldas de tuberculoso años cuarenta o de aquellos enfermos de la "la pleura" ¿Aún quedaban enfermos de "la pleura"?

– Abrígate, Biscuter.

Dejó al fetillo desconcertado porque aquel otoño era especialmente caluroso y se fue a la calle refunfuñando contra quien hubiera dicho que el mejor plan es no tener plan. Dio varias vueltas por el Barrio Chino, se coló por todos los pasajes y callejas que encontró por si le seguía alguno de los chicos de Contreras. No podía perder tanto tiempo. Se fue al Palace en un taxi al que hizo cambiar varias veces de objetivo. Finalmente en el Palace, el conserje le ratificó cuanto le había dicho por teléfono.

– ¿Se marcharon juntos?

– Juntos y con todas las maletas. Fue una decisión precipitada porque en principio habían apalabrado la habitación durante quince días.

– ¿Se marcharon en el mismo taxi? ¿Qué dirección dieron?

– Hable con el portero.

Se habían marchado en el mismo taxi y la despedida tenía aires de aeropuerto. Aunque no me lo digan.

– Yo distingo cuando se van al aeropuerto de cuando se van a otro sitio. No sé por qué, ni cómo.

Pero es una manera de mirar el equipaje, de sentarse en el taxi.

– ¿Era un taxista habitual del hotel?

– No tenemos taxistas habituales. Pero le conozco. Y a veces ronda por aquí o se pone en la parada de taxis del cruce de Gran Vía con rambla de Cataluña. Se llama Lorenzo, aunque a veces lleva el taxi su sobrino. También se dedica al transporte de prensa en furgoneta.

– ¿Qué prensa?

– "Avui", creo, ese diario en catalán.

La hora de comer le dio en un reloj invisible de su cerebro cuando había llegado a la conclusión de que Lorenzo tenía día de taxi y no de repartidor de prensa. Era su sobrino el que había hecho el reparto aquella mañana y nadie sabía o quería decirle dónde vivía. A lo sumo descubrió dónde estaba aparcada la furgoneta en un pequeño almacén de la calle Parlamento, pero las furgonetas no hablan y la licencia fiscal no aparecía en ninguno de los cristales. No tenía tiempo de volver al despacho para saborear el menú de Biscuter y se dedicó a tapear por la zona, en una deprimente comprobación de que las tapas ya no eran lo que habían sido o quizá él se había vuelto más exigente. La modorra de sobremesa le pilló desorientado, en plena acera del Paralelo. Tal vez si se dejara llevar por su impulso adolescente y llegaba hasta la desembocadura de las Ramblas, en el puerto, allí encontraría a la mujer soñada, esa que estaba esperando desde que había empezado a soñar con mujeres. Pero no se concedió el vencimiento sentimental y volvió al Palace, como quien vuelve al origen de su desorientación, por si desde allí partía algún camino oculto.

– Ha pasado Lorenzo.

Anunció el portero escuetamente, sin perder de vista el movimiento de las manos de Carvalho en busca de la cartera y el cálculo de los dedos dudando entre un billete de quinientas pesetas y otro de mil.

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