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El Gaucho Insufrible

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El Gaucho Insufrible
Название: El Gaucho Insufrible
Автор: Bola?o Roberto
Дата добавления: 16 январь 2020
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El Gaucho Insufrible - читать бесплатно онлайн , автор Bola?o Roberto

Roberto Bola?o, ese escritor que, como ha escrito Vila-Matas, «abre brechas por las que habr?n de circular las nuevas corrientes literarias del pr?ximo milenio», ha reunido en este libro cinco cuentos y dos conferencias. Entre los cuentos, todo ellos imprescindibles, encontramos El gaucho insufrible, es decir, la aventura de H?ctor Pereda, un ejemplar abogado argentino que se reconvirti? en gaucho de las pampas, o El polic?a de las ratas, las andanzas de Pepe el Tira, sobrino de la m?tica Josefina la Cantora, y detective en un mundo de alcantarillas. De las dos conferencias, Literatura + enfermedad = enfermedad, es un espl?ndido entramado de humor e inteligencia, y en Los mitos de Chtulu, con una iron?a a veces muy sutil y otras bastante sanguinaria, Bola?o hace rodar unas cuantas cabezas de la escena literaria.

`Busco lo extraordinario para decirlo con palabras comunes y corrientes.` En boca de Jim, protagonista del breve relato hom?nimo que abre El gaucho insufrible, esta declaraci?n de principios se ajusta al pie de la letra a la b?squeda de su creador, Roberto Bola?o (1953-2003). Una b?squeda que, truncada prematuramente por un mal hep?tico que por desgracia no tuvo remedio -W. G. Sebald (1944-2001), otro autor muerto en plena posesi?n de sus facultades narrativas, es una dolorosa referencia inmediata-, dej? como legado una docena de libros, escritos en su mayor?a a partir de la d?cada de los noventa (Amberes data de 1980, Monsieur Pain, de 1982), que han venido a ventilar el paisaje un tanto estancado de la literatura en nuestro idioma. Una b?squeda que arranc? de un centro -el exilio como la condici?n sine qua non del hombre moderno- para luego desplazarse hacia el margen de la mano de seres n?madas, desterrados del mundo y de s? mismos, al igual que el Wakefield hawthorneano, que vagan por `carreteras solitarias que [parecen] carreteras posnucleares y que [ponen] los pelos de punta`. Una b?squeda que, p?sele a quien le pese, se alej? de esa generaci?n de la clase media a la que s?lo le interesa `el ?xito, el dinero, la respetabilidad`, y aplic? el consejo de Baudelaire de lanzarse `al fondo de lo ignoto, para encontrar lo nuevo`. (Curioso que haya quienes sostengan, como Guillermo Samperio en Nexos, que Bola?o `es un narrador con recursos m?s bien limitados con los que aborda temas que reflejan sus preocupaciones y obsesiones`, cabr?a preguntar si existe alg?n escritor que aborde temas que no le preocupen o le obsesionen. Samperio va m?s all? al decir que siempre esper? que Bola?o madurara, `pero la malaria de la simple soberbia, esa salteadora rapaz, se lo impidi?`. Por fortuna, soberbia simple o compleja aparte, hay autores de la talla de Susan Sontag, para nada amigos de Bola?o, que han opinado con entusiasmo de su obra, en un art?culo publicado en The New York Times Magazine, Francisco Goldman, que tampoco conoci? al chileno, se?ala que ?ste `escribi? de alg?n modo en la forma que Martin Amis llama la `autobiograf?a superior`: con el electrizante ingenio en primera persona de un Saul Bellow y una visi?n propia, extrema y subversiva`. Nada de malaria: fue un h?gado en p?simas condiciones lo que impidi? que Bola?o continuara madurando la indomable subversi?n patente en sus libros.)

Pero vayamos al grano, o como leemos en `Literatura + enfermedad = enfermedad`, una de las dos demoledoras conferencias incluidas en El gaucho insufrible, `acerqu?monos por un instante a ese grano solitario que el viento o el azar ha dejado justo en medio de una enorme mesa vac?a`. No es f?cil hablar de un t?tulo p?stumo, menos a?n si el autor de dicho t?tulo acaba de fallecer, la muerte da a esas p?ginas un aura inconclusa, una sensaci?n de lo-que-pudo-haber-sido, que tardar? un tiempo en despejarse. Queda claro, sin embargo, lo que El gaucho insufrible es: otra prueba de la habilidad de Bola?o, ese solitario que se gan? a pulso un sitio de honor en la mesa de la narrativa iberoamericana y que, parad?jica, venturosamente, siempre estuvo bien acompa?ado por sus lecturas m?ltiples y obsesivas, palpables en los ep?grafes que pueblan su obra. Aunque no s?lo en los ep?grafes, Kafka, por ejemplo, inaugura El gaucho…, pero su presencia ben?fica se extiende a uno de los cinco cuentos (`El polic?a de las ratas`, f?bula kafkiana donde las haya) y al cierre de `Literatura + enfermedad = enfermedad`. Sigamos: Borges, Di Benedetto y Bianco, gran tr?ada argentina unida por la B que comparte Bola?o, sobrevuelan el relato que bautiza el volumen, Juan Dahlmann, el alter ego borgesiano de `El sur`, reencarna en H?ctor Pereda, el abogado que en un arranque digno de Paul Gauguin opta por renunciar a la civilizaci?n. (Mientras que Di Benedetto aparece aludido en una l?nea, Bianco, otro observador del universo de los roedores como demuestra su novela Las ratas, se convierte en el caballo de Pereda: un antihomenaje delicioso que ilustra el humor bola?iano.) En `Dos cuentos cat?licos`, el encuentro entre un joven que aspira a ser sacerdote y un asesino en pos de la santidad, trasunto del torturado San Vicente, recupera el flujo policiaco que nutre otros libros de Bola?o. En `El viaje de ?lvaro Rousselot`, los ecos de El ta?ido de una flauta, de Sergio Pitol, se suman a una cr?tica sagaz del c?rculo cultural que cristaliza en una frase: `Las promesas m?s rutilantes de cualquier literatura, ya se sabe, son flores de un d?a, y aunque el d?a sea breve y estricto o se alargue durante m?s de diez o veinte a?os, finalmente se acaba.`

Fieles, por supuesto, a las preocupaciones y obsesiones que refleja la obra de Bola?o -entre otras, la realidad como un tel?n lleno de rasgaduras ominosas que pueden ser un tragafuegos del df, unos conejos feroces, unas camas de manicomio o un elevador con una camilla vac?a-, los textos de El gaucho insufrible constituyen en s? mismos una cr?tica a ciertos modos narrativos a los que se les da una saludable vuelta de tuerca. Una cr?tica que, aunque trasladada a veces al orbe de los sue?os -otro rasgo caracter?stico del chileno: una lluvia de sillones incendiados sobre Buenos Aires, un extra?o virus que infecta las ratas, un Pen Club repleto de clones de un autor-, est? firmemente plantada en este mundo merced a una iron?a filosa como la guillotina de `Los mitos de Chtulhu`, la conferencia que clausura el volumen, con la que ruedan las cabezas de varios landmarks literarios de Espa?a y Latinoam?rica. Si, seg?n leemos, `para viajar de verdad los viajeros no deben tener nada que perder`, Roberto Bola?o fue entonces un viajero cabal: un n?mada que, pese a ser proclive a los rituales del sedentarismo, no dud? en tomar la mano de Baudelaire para perderse en territorios desconocidos -incluso inc?modos- a ver qu? hallaba, a ver qu? suced?a. Un viajero insomne que, desde su estudio en Blanes, en tanto los dem?s dorm?amos, atendi? el llamado de su propia, inconfundible odisea: `Mientras buscamos el ant?doto o la medicina para curarnos, lo nuevo, aquello que s?lo se puede encontrar en lo ignoto, hay que seguir transitando por el sexo, los libros y los viajes, aun a sabiendas de que nos llevan al abismo, que es, casualmente, el ?nico sitio donde uno puede encontrar el ant?doto.~`

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ENFERMEDAD Y DOCUMENTAL

Una de las imágenes más vividas que recuerdo de la enfermedad es la de un tipo cuyo nombre he olvidado, un artista neoyorquino que se movía entre la mendicidad y la vanguardia, entre los practicantes del fist-fucking y los eremitas modernos. Una noche, hace años, cuando ya nadie ve la televisión, lo vi en un documental. El tipo era un masoquista extremo y de su inclinación o destino o vicio incurable extraía la materia prima de su arte. El tipo es mitad actor, mitad pintor. Según recuerdo, no es muy grande y se está quedando calvo. Filma sus experiencias. Estas son escenas o escenificaciones de dolor. Un dolor cada vez mayor, que en ocasiones pone al artista al borde de la muerte. Un día, tras una visita de rutina al hospital, le comunican que padece una enfermedad mortal. La noticia, al principio, lo sorprende. Pero la sorpresa no dura mucho. El tipo, de inmediato, comienza a filmar su última performance, que, al contrario que las anteriores, al menos la primera parte, resulta de una contención narrativa notable. Durante estas escenas se le ve sereno y, sobre todo, discreto, como si hubiera dejado de creer en la efectividad de los gestos abruptos, de la sobreactuación. Aparece, por ejemplo, montado en una bicicleta, pedaleando por una especie de Paseo Marítimo, debe de ser Coney Island, y después sentado en la escollera recordando escenas inconexas de su infancia y adolescencia, mientras mira el mar y de vez en cuando, de reojo, a la cámara. Su voz y sus gestos no son fríos ni cálidos. No es la voz de un extraterrestre ni la voz de un desesperado que se esconde debajo de la cama y cierra los ojos. Tal vez es la voz, y los gestos, de un ciego, pero si así fuera, de eso no cabe duda, es la voz de un ciego que se dirige a otros ciegos. Yo no diría que está en paz con su destino ni que se dispone a luchar a brazo partido con su destino, sino más bien diría que se trata de un hombre a quien su destino deja completamente indiferente. Las últimas escenas transcurren en el hospital. El tipo sabe que ya no podrá salir, sabe que lo único que le queda es morirse, pero aún mira a la cámara cuya función es servir de documento en esta última performance. Justo en este momento el espectador insomne se da cuenta, sólo entonces, de que hay dos cámaras, de que hay dos películas, la del documentalista, la que él está viendo por la tele, una producción francesa o alemana, y el documental que registra la performance y que va a acompañar al tipo cuyo nombre he olvidado o nunca supe, hasta el final de su agonía, el documental que él, con mano de hierro o con mirada de hierro dirige desde su lecho de Procusto. Y así es. Una voz, la del narrador francés o alemán, se despide del neoyorquino y luego, cuando la escena se funde en negro, dice la fecha de su muerte, pocas semanas después. El documental del artista del dolor, por el contrario, sigue paso a paso su agonía, pero eso ya no lo vemos, sólo podemos imaginarlo, o fundir la imagen en negro y leer la aséptica fecha de su muerte, porque si lo viéramos seríamos incapaces de soportarlo.

ENFERMEDAD Y POESÍA

Entre los inmensos desiertos de aburrimiento y los no tan escasos oasis de horror, sin embargo, existe una tercera opción, acaso una entelequia, que Baudelaire versifica de esta manera:

Deseamos, tanto puede la lumbre que nos quema,
Caer en el abismo, Cielo, Infierno, ¿qué importa?,
Al fondo de lo ignoto, para encontrar lo nuevo.

Este último verso, al fondo de lo ignoto, para encontrar lo nuevo, es la pobre bandera del arte que se opone al horror que se suma al horror, sin cambios sustanciales, de la misma forma que si al infinito se le añade más infinito, el infinito sigue siendo el mismo infinito. Una batalla perdida de antemano, como casi todas las batallas de los poetas. Algo a lo que parece oponerse Lautréamont, cuyo viaje es de la periferia a la metrópoli y cuya forma de viajar y de ver permanece aún revestida en el misterio más absoluto, a tal grado que no sabemos si se trataba de un nihilista militante o de un optimista desmesurado o del cerebro en la sombra de la inminente Comuna, y algo que, sin duda, sabía Rimbaud, que se sumergió con idéntico fervor en los libros, en el sexo y en los viajes, sólo para descubrir y comprender, con una lucidez diamantina, que escribir no tiene la más mínima importancia (escribir, obviamente, es lo mismo que leer, y en ciertos momentos se parece bastante a viajar, e incluso, en ocasiones privilegiadas, también se parece al acto de follar, y todo ello, nos dice Rimbaud, es un espejismo, sólo existe el desierto y de vez en cuando las luces lejanas de los oasis que nos envilecen). Y entonces llega Mallarmé, el menos inocente de todos los grandes poetas, y nos dice que hay que viajar, que hay que volver a viajar. Aquí, incluso el lector menos avezado se tiene que decir a sí mismo: Pero, bueno, ¿qué le pasa a Mallarmé?, ¿a qué obedece este entusiasmo?, ¿nos está invitando a viajar o nos está enviando, atados de pies y manos, hacia la muerte?, ¿nos está tomando el pelo o se trata de un puro problema de consonancias? La posibilidad de que Mallarmé no haya leído a Baudelaire está fuera de toda consideración. ¿Qué pretende, entonces? La respuesta creo que es sencillísima. Mallarmé quiere volver a empezar, aun a sabiendas de que el viaje y los viajeros están condenados. Es decir, para el poeta de Igitur no sólo nuestros actos están enfermos sino que también lo está el lenguaje. Pero mientras buscamos el antídoto o la medicina para curarnos, lo nuevo, aquello que sólo se puede encontrar en lo ignoto, hay que seguir transitando por el sexo, los libros y los viajes, aun a sabiendas de que nos llevan al abismo, que es, casualmente, el único sitio donde uno puede encontrar el antídoto.

ENFERMEDAD Y PRUEBAS

Y ya es hora de volver a ese ascensor enorme, el ascensor más grande que he visto en mi vida, un ascensor en donde un pastor hubiera podido meter un reducido rebaño de ovejas y un granjero dos vacas locas y un enfermero dos camillas vacías, y en donde yo me debatía, literalmente, entre la posibilidad de pedirle a aquella doctora de corta estatura, casi una muñeca japonesa, que hiciera el amor conmigo o que al menos lo intentáramos, y la posibilidad cierta de echarme a llorar allí mismo, como Alicia en el País de las Maravillas, e inundar el ascensor no de sangre, como en El resplandor, de Kubrick, sino de lágrimas. Pero los buenos modales, que nunca están de más y que pocas veces estorban, en ocasiones como ésta son un estorbo, y al poco rato la doctora japonesa y yo estábamos encerrados en un cubículo, con una ventana desde la que se veía la parte de atrás del hospital, haciendo unas pruebas rarísimas, que a mí me parecieron exactamente iguales que las pruebas que aparecen en las páginas de pasatiempos de cualquier periódico dominical. Por supuesto, me esmeré mucho en hacerlas bien, como si quisiera demostrarle a ella que mi médico estaba equivocado, vano esfuerzo, pues aunque realizaba las pruebas de forma impecable la pequeña japonesa permanecía impasible, sin dedicarme ni la más mínima sonrisa de aliento. De vez en cuando, mientras ella preparaba una nueva prueba, hablábamos. Le pregunté por las posibilidades de éxito de un trasplante de hígado. Muchas posibilidades, dijo. ¿Qué tanto por ciento?, dije yo. Sesenta por ciento, dijo ella. Joder, dije yo, es muy poco. En política es mayoría absoluta, dijo ella. Una de las pruebas, tal vez la más sencilla, me impresionó mucho. Consistía en mantener durante unos segundos las manos extendidas de forma vertical, vale decir con los dedos hacia arriba, enseñándole a ella las palmas y contemplando yo el dorso. Le pregunté qué demonios significaba ese test. Su respuesta fue que, en un punto más avanzado de mi enfermedad, sería incapaz de mantener los dedos en esa posición. Éstos, inevitablemente, se doblarían hacia ella. Creo que dije: Vaya por Dios. Tal vez me reí. Lo cierto es que a partir de entonces ese test me lo hago cada día, esté donde esté. Pongo las manos delante de mis ojos, con el dorso hacia mí, y observo durante unos segundos mis nudillos, mis uñas, las arrugas que se forman sobre cada falange. El día que los dedos no puedan mantenerse firmes no sé muy bien qué haré, aunque sí sé qué no haré. Mallarmé escribió que un golpe de dados jamás abolirá el azar. Sin embargo, es necesario tirar los dados cada día, así como es necesario realizar el test de los dedos enhiestos cada día.

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