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Estrella Distante

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Estrella Distante
Название: Estrella Distante
Автор: Bola?o Roberto
Дата добавления: 16 январь 2020
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Estrella Distante - читать бесплатно онлайн , автор Bola?o Roberto

Roberto Bola?o en la primera p?gina de Estrella distante explica la g?nesis de esta novela: `En el ?ltimo cap?tulo de mi novela La literatura nazi en Am?rica se narraba tal vez demasiado esquem?ticamente (no pasaba de las veinte p?ginas) la historia del teniente Ram?rez Hoffman, de la FACH. Esta historia me la cont? mi compatriota Arturo B., veterano de las guerras floridas y suicida en ?frica, quien no qued? satisfecho del resultado final. El ?ltimo cap?tulo de La literatura nazi en Am?rica serv?a como contrapunto, acaso como anticl?max del grotesco literario que lo preced?a, y Arturo deseaba una historia m?s larga, no espejo ni explosi?n de otras historias sino espejo y explosi?n en s? misma. As?, pues nos encerramos durante un mes y medio en mi casa de Blanes y con el ?ltimo cap?tulo en mano y al dictado de sus sue?os y pesadillas compusimos la novela que el lector tiene ahora ante s?. Mi funci?n se redujo a preparar bebidas, consultar libros, y discutir, con ?l y con el fantasma cada d?a m?s vivo de Pierre Menard, la validez de muchos p?rrafos repetidos`.

La trama de Estrella distante se desarrolla en 1971 ? 1972, cuando Salvador Allende a?n era presidente de Chile. El protagonista es un joven, cuyo nombre era Ruiz-Tagle, que participa de un taller literario de la Universidad de Concepci?n. Una nada ejemplar f?bula protagonizada por un impostor, por un hombre sin otra moral que la est?tica, un dandy del horror, un artista b?rbaro disfrazado de poeta en el Chile de Allende que reaparece con su verdadero rostro despu?s del Golpe, el rostro sanguinario de quien escrib?a vers?culos de la Biblia con la estela de su avi?n de la Segunda Guerra Mundial y que fue responsable de la desaparici?n en los estadios de personas queridas por el narrador

La quinta novela del chileno Roberto Bola?o, afincado en Espa?a, se alinea de forma muy personal en el g?nero tem?tico de las pesquisas en torno a la personalidad de un personaje carism?tico, envuelto en brumas legendarias. M?s exactamente, pertenece al subg?nero de la indagaci?n en la obra o en la vida de un escritor desaparecido o misterioso, que con distintas intenciones han frecuentado entre otros Henry James o Borges. Estrella distante investiga la figura de Carlos Wieder, aviador y supuesto poeta que adquiere tenebrosa celebridad escribiendo amenazadoras proclamas de tono b?blico con el humo de su avi?n en el firmamento de Santiago de Chile y exponiendo las fotos tomadas a quienes tortur? y ejecut? durante el golpe de Pinochet en un alarde de action-art.

Tras convertirse en miembro destacado e infernal de la vanguardia est?tica chilena, Wieder desaparece y el narrador y otros personajes que le conocieron rastrean su b?rbara y destructiva estela a trav?s de una enredada madeja de grupos y revistas literarias clandestinas americanas y europeas. La pesquisa de Bola?o, literaria y detectivesca a la vez, examina los destinos y propuestas de una heter?clita hueste de creadores, algunos reales, la mayor?a imaginarios, marcados por la desmesura grotesca, la burla marginal, la destructividad nihilista o el sue?o post-surrealista de convertir la literatura en vida y la vida en literatura. Esta pesquisa no es neutra, est? dirigida por un ir?nico y persistente ?nimo cr?tico.

Bola?o se desenvuelve de modo divertido, inteligente y sarc?stico en esa vertiente literaria que es juego de espejos entre verdad y mixtificaci?n, entre realidad e ilusi?n, entre hechos y conjeturas, entre personajes ap?crifos e hist?ricos. Pero nunca pierde de vista que hay juegos po?ticos y juegos criminales. Ampliaci?n del ?ltimo cap?tulo de su anterior novela, significativamente titulada La literatura nazi en Am?rica, en Estrella distante hay constantes indicios de la referida discriminaci?n. Juan Stein y Diego Soto, directores de los dos talleres literarios de Santiago de Chile est?n en las ant?podas del cerril Nicasio Ibacache, ciegamente fascinado por la obra (sic) de Wieder. Lorenzo, la acr?bata ermita?a, es un gran artista aunque escribe y pinta con los pies porque perdi? sus brazos en un accidente y nada tiene que ver con la pintora ultraderechista Rebeca Vivar Vivanco. Tambi?n hay diferencias entre los rasgos de humor y las torpezas descabelladas que mezclan las revistas y fanzines en los que aparece y vuelve a perderse la pista de Wieder.

En las secuencias finales, se alude a Bruno Schultz, el autor polaco asesinado por un nazi, en quien se intuye la personalidad inversa de un Wieder siempre «due?o de s? mismo». El narrador afirma «para m? Carlos Wieder era un criminal, no un poeta» y acto seguido colabora en el descubrimiento y desenlace del fugitivo. Pues bien, a pesar de estos reveladores indicios, alg?n cr?tico ha quedado prendado, no de Bola?o, sino de su destructivo y genial poeta inventado, apoy?ndose en una de las opiniones del personaje: «(…) nadie, absolutamente nadie, puede erigirse en juez de esa literatura menor que nace en la mofa, que se desarrolla en la mofa, que muere en la mofa». Pero, Wieder no tiene intenci?n burlesca alguna, su disgresi?n est?tica es el mero pretexto de un fr?o asesino que se cree en el derecho de serlo impunemente y por eso el autor dicta sentencia y la ejecuta de forma inexorable. Hacer pivotar el libro de Bola?o sobre la dudosa luz de la citada frase, equivale a tergiversar obtusamente su intenci?n frontalmente opuesta a quienes se atrincheran en la injustificable pretensi?n de otorgar a la excentricidad literaria (?por qu? s?lo a ella?) el derecho de eludir cualquier enjuiciamiento est?tico o/y ?tico.

Freixas saca un desigual partido a la mezcla de materiales especulativos y sus pesares, y concluye con una postura positiva pero matizada: Miriam, en su conformable marco, cerca de su hija reci?n nacida, se siente feliz, pero advierte un encogimiento, un miedo y no cabe explicar el fondo de tristeza que la asedia, como aquella Laura barojiana de la soledad sin remedio. Tan es as? que se pregunta: «?Miedo, en plena felicidad?». La respuesta contiene un restringido vitalismo: miedo a perderla y no saber gozarla plenamente.

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Explíqueme el enigma de las películas pornográficas, dije. ¿No notó nada raro, fuera de lo normal, algo que le llamara la atención?, preguntó Romero. Por su expresión me di cuenta que las películas, las revistas, todo, excepto tal vez su proyectado regreso familiar a Chile, le importaba un carajo. Lo único reseñable es que cada día estoy más obsesionado con el cabrón de Wieder, dije. ¿Y eso es bueno o es malo? No bromee, Romero, dije. Bueno, le voy a contar una historia, dijo Romero, el teniente está en todas esas películas, sólo que detrás de la cámara. ¿Wieder es el director de esas películas? No, dijo Romero, es el fotógrafo.

Después me explicó la historia de un grupo que hacía cine porno en una villa del Golfo de Tarento. Una mañana, de esto haría un par de años, aparecieron todos muertos. En total, seis personas, tres actrices, dos actores y el cámara. Se sospechó del director y productor y se le detuvo. También detuvieron al dueño de la villa, un abogado de Corigliano relacionado con el hard-core criminal, es decir con las películas porno con crímenes no simulados. Todos tenían coartada y se les dejó en libertad. Al cabo de un tiempo el caso se archivó. ¿En dónde entraba Carlos Wieder en este asunto? Había otro cámara. Un tal R. P. English. Y a éste la policía italiana no lo pudo localizar nunca.

¿English era Wieder? Cuando Romero comenzó su investigación así lo creía y durante un tiempo recorrió Italia buscando gente que hubiera conocido a English a las que mostraba una vieja foto de Wieder (aquella en la que Wieder posa junto a su avión), pero no encontró a nadie que recordara al cámara, como si éste no hubiera existido o no tuviera rostro para ser recordado. Finalmente, en una clínica de Nimes encontró a una actriz que había trabajado con English y que se acordaba de cómo era. La actriz se llamaba Joanna Silvestri y era una preciosidad, dijo Romero, la mujer más bonita, se lo prometo, que he visto en mi vida. ¿Más bonita que su mujer?, le pregunté para picarlo un poco. Hombre, mi señora ya está un poco veterana y no cuenta, dijo Romero. Yo también, añadió casi de inmediato. El caso es que ésta era la mujer más bonita que había visto. Hablando con propiedad: la más buena moza. Una mujer ante la que había que sacarse el sombrero, créame. Le pregunté cómo era. Rubia, alta, con una mirada que lo devolvía a uno a la infancia. Mirada de terciopelo, con destellos de tristeza y decisión. Además tenía huesos magníficos y piel muy blanca, con ese matiz oliváceo que se da en abundancia en el Mediterráneo. Una mujer para soñar despierto, pero también para vivir y para compartir apuros y malos ratos. Lo certificaban, dijo Romero, sus huesos, su piel, su mirada sabia. Nunca la vi levantada, pero me imagino que debía ser como una reina. La clínica no era de lujo, sin embargo tenía un pequeño jardín que por las tardes se llenaba de pacientes, la mayoría franceses e italianos. La última vez, cuando más tiempo estuvimos juntos, la invité a bajar (tal vez por miedo a que se aburriera conmigo, a solas en la habitación). Me dijo que no podía. Hablábamos en francés pero de vez en cuando intercalaba expresiones en italiano. Eso lo dijo en italiano, mi amigo, mirándome a la cara y yo me sentí el hombre más impotente o jodido o desgraciado del mundo. No sé explicarlo: me hubiera puesto a llorar ahí mismo. Pero me controlé y traté de seguir conversando acerca de cosas relacionadas con el asunto que me traía entre manos. A ella le hacía gracia que yo fuera chileno y que anduviera buscando al tal English. El detective chileno, me decía con una sonrisa. Parecía una gata, en la cama, con los brazos cruzados y varios almohadones a la espalda. El relieve de sus piernas debajo de las mantas ya era como un milagro: pero no uno de esos milagros que lo dejan a uno confuso, sino de esos que pasan como el aire dejándote tranquilo, más tranquilo que antes, quiero decir. Por la flauta, qué linda era, dijo Romero de pronto. ¿Estaba enferma? Se estaba muriendo, dijo Romero, y estaba más sola que una perra, al menos a esa horrible conclusión llegué yo las dos tardes que pasé en la clínica, y pese a todo se mantenía serena y lúcida. Le gustaba hablar, se notaba que la animaban las visitas (no debía de tener muchas, aunque en realidad yo qué sé), siempre estaba leyendo o escribiendo cartas o viendo la televisión con los auriculares puestos. Leía revistas de actualidad, revistas de mujeres. Su habitación estaba muy ordenada y olía bien. Ella y la habitación. Supongo que se pasaba el cepillo por el pelo y se echaba colonia o perfume en el cuello y en las manos antes de recibir a las visitas. Yo eso sólo puedo imaginármelo. La última vez que la vi, antes de despedirnos, encendió la tele y buscó un canal italiano en el que daban no sé qué cosa. Temí que fuera una película suya. Le juro que entonces sí que no habría sabido qué hacer y mi vida entera hubiera dado un vuelco. Pero se trataba de un programa de entrevistas en donde aparecía un antiguo amigo suyo. Le di la mano y me marché. Al llegar a la puerta no pude evitarlo y me volví a mirarla. Ya se había puesto los auriculares en las orejas y tenía, fíjese qué curioso, un aire marcial, no sé de qué otra manera calificarlo, como si la habitación de enferma fuera la sala de mandos de una nave espacial y ella la capitaneara con mano segura. ¿Al final qué pasó?, pregunté ya sin ganas de burlarme de Romero. No pasó nada, recordaba a English y me lo describió bastante bien, pero con esa descripción debe haber miles de personas en Europa, y no pudo reconocerlo en la vieja foto de aviador, claro, ya son más de veinte años, mi amigo. No, dije, qué pasó con Joanna Silvestri. Se murió, dijo Romero. ¿Cuándo? Unos meses después de que yo la viera, leí la noticia estando en París, en la necrológica del Libération. ¿Y nunca ha visto una película de ella?, pregunté. ¿De Joanna Silvestri?, no, hombre, cómo se le ocurre, nunca. ¿Ni siquiera por curiosidad? Ni por ésas, soy un hombre casado y ya mayorcito, dijo Romero.

Esa noche fui yo quien lo invitó a cenar. Comimos en la calle Riera, en un restaurante barato y familiar y después nos pusimos a caminar a la ventura por el barrio. Al pasar junto a un videoclub abierto le dije a Romero que me siguiera. No pensará alquilar un vídeo de ella, oí su voz a mis espaldas. No me fío de su descripción, le dije, quiero ver qué cara tenía. Las películas porno ocupaban tres estanterías en el fondo del local. Creo que sólo una vez antes había entrado en un video-club. Hacía tiempo que no me sentía tan bien, aunque por dentro estaba ardiendo. Romero buscó durante un rato. Lo veía pasar sus manos, unas manos oscuras y sarmentosas, por las carátulas y sólo eso ya me hacía sentir bien. Es ésta, dijo. Tenía razón, era una mujer muy hermosa. Cuando salimos me di cuenta de que el videoclub era la única tienda del barrio que permanecía abierta.

Al día siguiente, cuando Romero pasó por mi casa, le dije que creía tener identificado a Carlos Wieder. ¿Si lo volviera a ver, podría reconocerlo? No lo sé, contesté.

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