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El lejano pais de los estanques

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El lejano pais de los estanques
Название: El lejano pais de los estanques
Автор: Silva Lorenzo
Дата добавления: 16 январь 2020
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El lejano pais de los estanques - читать бесплатно онлайн , автор Silva Lorenzo

En mitad de un t?rrido agosto mesetario, el sargento Bevilacqua, que pese a la sonoridad ex?tica de su nombre lo es de la Guardia Civil, recibe la orden de investigar la muerte de una extranjera cuyo cad?ver ha aparecido en una urbanizaci?n mallorquina. Su compa?era ser? la inexperta agente Chamorro, y con ella deber? sumergirse de inc?gnito en un ambiente de clubes nocturnos, playas nudistas, trapicheos dudosos y promiscuidades diversas. Poco a poco, el sargento y su ayudante desvelar?n los misterios que rodean el asesinato de la irresistible y remota Eva, descubriendo el oscuro mundo que se oculta bajo la dulce desidia del paisaje estival.

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Llegamos hasta el final de la playa y volvimos, sin hallar ni rastro de los italianos. Eran casi las cinco y temí que hubieran decidido prescindir de la playa aquella tarde. Regresamos a nuestro sitio y nos tumbamos al sol. El de las gafas reflectantes, desprovisto de su defensa, me escrutó con rencor y yo le hice una higa. Entonces se levantó apresuradamente y se fue, con una sonrisa misteriosa. Por no volver a hablar de él, apuntaré ahora que cuando esa tarde, antes de marcharnos, hurgué en el bolso de playa, comprobé que mi reloj había desaparecido. Denuncié el caso a Perelló y tardaron poco más de doce horas en localizar al individuo y él poco más de doce minutos en confesar dónde había tirado el reloj. Lloriqueó algo acerca de unas gafas rotas, pero le aconsejaron que si no tenía pruebas se ahorrara poner una denuncia y que la próxima vez probara a darme una hostia en caliente. Que quién sabe, a lo mejor me podía.

Chamorro y yo nos tumbamos boca abajo, ella cruzando las piernas con bastante poca naturalidad, por aquello de los atisbos. Al cabo de un rato de sostenernos sobre los antebrazos y desde esa postura espiar lo que sucedía en la playa, sugerí que descansáramos un poco. A mí me dolían los codos y a nuestros vecinos podía empezar a molestarles nuestra vigilancia. Así que dejé caer mi cara sobre la esterilla y cerré los ojos. Relajé los músculos, aflojé la tensión mental y me adormilé. Hacía calor y el sol picaba, pero aquel abandono sobre la tierra y la desnudez tenía algo de placentero. Perdí la noción del tiempo y pronto no oí más que mi propia respiración y al fondo, como un rumor muy lejano, las voces de los bañistas y el batir de las olas.

De pronto, un chorro de agua helada en mi espalda me arrancó de mi letargo. Di un salto. Cuando estaba a punto de recordarle desabridamente a Chamorro el lado malo de la mili agrediendo la memoria de todos sus muertos, fijé la vista y vi a Andrea, que escurría su media melena mojada sobre mí. A decir verdad, lo primero que vi de ella y por orden sucesivo fueron partes de su cuerpo que no me habían sido presentadas antes. En cualquier caso, si por ahí no la podía reconocer, el hecho de que tal visión se me ofreciera, con el grado de inminencia con que se me ofreció, me inducía por sí solo a aguardar antes de formular una queja.

– Qué sorpresa encontrarte -celebró, divertida.

– Tú lo dudabas. Yo no -me rehice sobre la marcha.

– Y has traído a María. Hola, María.

Chamorro se había erguido y soportaba a duras penas la atención que Enzo, que acababa de aparecer y la saludaba con la mano, consagraba de paso a su trasero. Por cierto que Chamorro tenía un trasero más bien respingón, ciertamente provocativo, aunque dudo que mi subordinada excusara por tal razón el interés del italiano.

– ¿Cómo estás? -se las arregló para responder a Andrea.

– Sobre eso dejo que opinen los demás -replicó Andrea-. En mi trabajo siempre estoy rodeada de mujeres espectaculares, así como tú. De manera que he decidido no obsesionarme. ¿Qué opinas tú, Luigi?

Acepté su doble sentido:

– Opino que estás bien.

– Ya te dije que este chico me había gustado mucho, Enzo. ¿Sabes, Luigi? Enzo creía que no ibas a venir a verme. Yo le he dicho que o no conocía nada a los hombres o Luigi no se conformaba con quedarse a medias. ¿Tengo o no tengo razón?

La verdad es que sin estar borracho, el tipo de juego al que Andrea me invitaba me resultaba un tanto más laborioso y bastante menos ameno. Pero no podía aflojar.

– A cualquiera le sería muy difícil dejarte a ti a medias.

– ¿Oyes, Enzo? Es un amor. ¿Todavía no os habéis bañado?

– Sí -se aprestó a informarle Chamorro.

– Pues venga, bañaos otra vez.

– A mí no me apetece todavía -se resistió mi ayudante.

– Bueno, seguro que a Luigi sí. Vamos, y dejamos a Enzo y María para que hablen de sus cosas.

Sabía que le estaba haciendo una canallada a Chamorro, pero el servicio es el servicio. Me levanté y cogí la mano que Andrea me tendía.

– Estás como la leche juzgó al verme en mi humilde y completa desnudez.

– Es el primer día que vengo a la playa. Seguro que tú llevas más de diez.

Andrea estaba intensamente bronceada y lo exhibía con orgullo. Al contrario que Chamorro o yo, más o menos encogidos por nuestra falta de costumbre, ella caminaba con el busto alzado y las caderas sueltas. Con ello también compensaba su medianamente corta estatura. Tiró de mí y me obligó a corretear hasta la orilla, acción durante la que me sentí todo lo grotesco que uno pueda llegar a sentirse en el lapso de quince segundos, los que tardamos en alcanzar el agua y su abrigo.

Nadamos mar adentro. Por un instante me aterró la posibilidad de que sus habilidades anfibias fueran tan sobrehumanas como todos pintaban las de Eva Heydrich. Por fortuna se contentó con nadar unos ochenta metros y regresar en seguida a la zona donde hacíamos pie.

– ¿Sabes lo que me chifla del mar? -gritó, mientras dejaba que el agua le estirara los cabellos.

– No.

– Que no lo puedes acabar nunca.

– No creas. Es redondo, como todo.

– No seas estúpido. Para verlo redondo hay que usar una máquina. A mí no me interesan las cosas para las que necesitas una máquina. Digo así, desnudo y sólo con tus fuerzas.

– Así puesto, no puedes acabarlo, claro.

Andrea hizo una pausa para bucear y dar tres o cuatro volteretas. Tanto dinamismo me abrumaba. Las personas dinámicas, con su conducta, me afean mi pasividad, y es en mi pasividad donde creo haber logrado las pocas cosas por las que me tengo algún respeto.

– Luigi -cambió de asunto a renglón seguido de la última voltereta-. Me parece que a María no le caigo bien.

– No creas. Es un poco tímida. Tarda en coger confianza.

– ¿Tú sabes cómo le suelen gustar?

– ¿El qué?

– ¿Qué va a ser? Las mujeres. Si no le gustan los hombres le gustarán las mujeres, ¿no? ¿O es monja?

Andrea no perdía el tiempo, así que deduje que debía atajarla en su propio terreno y sin hacerle concesiones.

– Si quieres me voy y le pido que venga a explicártelo.

Andrea frunció el entrecejo.

– Oh, no te enfades, bobo. Sólo era curiosidad. ¿Estás celoso?

– ¿De María? Nunca. Ella es mi amiga y tú todavía no.

– Estás enfadado -insistió.

Entonces, sin mediar más palabra, se vino hacia mí y me enlazó por las caderas con sus piernas. Me echó las manos al cuello y clavó en mí sus ojos plateados. Bajo sus pestañas húmedas, eran la segunda cosa más bonita y terrible que había visto en mi vida, justo después de la tormenta que había en el Atlántico cuando volé con mi madre desde Montevideo a Madrid.

– Si quieres que te jure que te quiero para siempre te lo juro -ofreció, conteniéndose la risa.

– ¿Cuántas veces has jurado eso?

– Cuatro, y todas era verdad -y levantó la mano, para respaldar su afirmación-. Nunca he abandonado a nadie. A mí siempre me dejan. Tú me dejarás también, un día.

Andrea hablaba al azar, y sin embargo, si lo sopeso desde aquí, y en cierto sentido quizá involuntario, su pronóstico respecto a mí terminó cumpliéndose con escrupulosa y rara exactitud.

– ¿Y María?

Andrea sacudió un par de veces la cabeza.

– A María creo que no podría quererla como a ti. No suelo querer a la gente que no me quiere. Pero es demasiado guapa para estar segura. No tengas miedo. Puedo querer a más de dos personas a la vez.

– No esperes que María se conforme con eso.

– Quien no se conforma eres tú.

Aquella situación era lo bastante absurda (o subsidiariamente, inédita en mi experiencia) para que no tuviera ni la más mínima idea de cómo procedía que yo reaccionara. Sin embargo, intuí que habría sido contraproducente que Andrea sacara la idea de que era verdad que yo rivalizaba con María por sus favores. Tal vez eso la decepcionaría. Así que rechacé su insinuación:

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