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Llamadas Telefonicas

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Llamadas Telefonicas
Название: Llamadas Telefonicas
Автор: Bola?o Roberto
Дата добавления: 16 январь 2020
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Llamadas Telefonicas - читать бесплатно онлайн , автор Bola?o Roberto

Llamadas telef?nicas, libro por el que obtuvo el Premio Municipal de Santiago, 1998, es el primer conjunto de relatos publicado por Bola?o. Son catorce cuentos divididos en tres segmentos tem?ticos. Muchos de estos cuentos aluden a experiencias vividas por el escritor en su juventud.

Tras su publicaci?n, el diario El Pa?s de Espa?a coment?: `un pu?ado de piezas a menudo magistrales en las que con gravedad y humor a la vez, con la complicidad de una cultura descre?da pero en absoluto resignada, las diversas tonalidades de un talento m?ltiple suman un acorde decididamente seductor` (Fern?ndez Santos, Elsa. `El chileno de la calle del loro`, Paula, (782): 86-89, agosto, 1998).

NUNCA SABR? CON EXACTITUD qu? pas? con tal o cual personaje. Dif?cil ser?a dilucidar la bruma que se cierne en la ?ltima l?nea o determinar a ratos si es el narrador o el mismo Bola?o quien habla. Y no es que las catorce historias que conforman este libro dejen vac?os insalvables. Al contrario, su calidad de relatos abiertos otorga intensidad a la obra. El enigma de uno se renueva en el otro como si aquello que se desea contar abarcase todo, y no s?lo Llamadas Telef?nicas, sino el resto de su obra. Numerosos gui?os que se reiteran, abundantes llamadas por descubrir. Lo que queda en la superficie es consistente porque significa algo, algo que est? ah? o que vendr? luego, algo que intuye quien lee y que a veces espanta. Como Ch?jov, que entrev? el sentimiento que prevalecer? en los relatos y pregunta antes de comenzar la lectura: ?Qui?n puede comprender mi terror mejor que usted? Pero acaso ?Quiere usted comprenderlo? ?Puede sufrirlo? Dice uno de los narradores: Un poeta lo puede soportar todo. Lo que equivale a decir que un hombre lo puede soportar todo. Pero no es verdad: son pocas las cosas que un hombre puede soportar. Soportar de verdad. Un poeta, en cambio, lo puede soportar todo. Con esta convicci?n crecimos. El primer enunciado es cierto, pero conduce a la ruina, a la locura, a la muerte (`Enrique Martin`). Y Bola?o ?Lo sufre porque lo ha vivido, por que lo ha so?ado en alguna historia o porque quiso encarnarlo en sus personajes? Si los cuentos de este libro poseen tal intensidad, sorpresa y misterio no es s?lo porque la ficci?n est? imitando a la realidad, sino porque la primera, adem?s, est? reproduciendo la imitaci?n que hace de ella la segunda: dijo que incluso hab?a serpientes que se tragaban enteras y que si uno ve?a a una serpiente en el acto de autotragarse m?s val?a salir corriendo pues al final siempre ocurr?a algo malo, como una explosi?n de la realidad (`El Gusano`).

Pero el terror al que aludo dista mucho de narraciones sanguinarias o viejos cuentos para amedrentar ni?os. Se trata del horror frente al paso del tiempo, frente a lo m?s profundo del hombre, es el miedo a lo cotidiano, lo de siempre y lo de nunca, el horror frente al otro, ese que anda por ah? y que puede llegar a ser el impensado: uno mismo. Y entonces surgen los personajes: Sensini, viejo exiliado que muere con la angustia de no haber encontrado a su hijo, Enrique Martin, quien huye de algo que s?lo ?l sabe, la ex actriz porno que cuenta desde un hospital su relaci?n con un antiguo amante, ya fallecido, o los polic?as chilenos, en teor?a de izquierda, que refieren su encuentro en la comisar?a con un antiguo amigo, ahora reo: Hasta que un d?a (…) decidi? mirarse al espejo (…) y vio a otra persona (…) Le dije: mira, me voy a mirar yo en el espejo, y cuando yo me mire t? me vas a mirar a m? (…) y te vas a dar cuenta de que soy el mismo, que la culpa es de este espejo sucio (…) y me mir? y vi a alguien con los ojos muy abiertos, como si estuviera cagado de miedo, y detr?s de esa persona vi a un tipo de unos veinte a?os que nos miraba por encima de mi hombro (…) vi a dos antiguos condisc?pulos, un tira de veinte a?os, y el otro sucio, con el pelo largo, barbudo, en los huesos, y me dije: joder, ya la hemos cagado, Contreras, ya la hemos cagado. Despu?s cog? a Belano por los hombros y me lo llev? de vuelta al gimnasio. Cuando lo tuve en la puerta me pas? por la cabeza la idea de sacar la pistola y pegarle un tiro all? mismo (…) Despu?s hubiera podido explicar cualquier cosa. Pero por supuesto no lo hice /Claro que no lo hiciste. Nosotros no hacemos esas cosas, compadre /No, nosotros no hacemos esas cosas (`Detectives`)

Despu?s de cinco a?os de la primera edici?n de Llamadas Telef?nicas, y con la aparici?n de otras como Los Detectives Salvajes (1998) y Putas Asesinas (2001), resulta interesante volver a leer sus p?ginas puesto que ?sta se yergue como obra fundacional de las citadas. Ac? se encuentran numerosos antecedentes que se repetir?n a lo largo de la obra de Bola?o, cuya funci?n ser? continuar la historia nunca acabada, generada, retrocedida y adelantada en cada una de sus publicaciones. La saga de aventuras de Arturo Belano, cuya figura se funde a veces con la del mismo autor, encuentra su informe primo: el Belano quincea?ero, aquel del que nada se supo en Los Detectives Salvajes, obra dedicada pr?cticamente a ?l y que siguiendo el estilo de Bola?o, utiliza personajes de menor importancia para referir los sucesos del que interesa. Lo mismo en Llamadas Telef?nicas: relatos que remiten a otros relatos, breves pero importante noticias dentro de una historia m?s grande, personajes que s?lo importan por lo que deben contar, testimonios o?dos en un bar o alguna reuni?n y la siempre presente figura del indagador, el receptor que luego nos referir? algo, el cazador de cuentos, el detective: ?A qui?n busca este hombre? ?A un fantasma? Yo de fantasmas s? mucho, le dije la segunda tarde, la ?ltima que vino a visitarme, y ?l compuso una sonrisa de rata vieja, rata vieja que asiente sin entusiasmo, rata vieja inveros?milmente educada (…) le di trato de detective, tal vez mencion? la soledad y la inteligencia y aunque ?l se apresur? a decir no soy detective madame Silvestri, yo not? que le hab?a gustado que se lo dijera, lo mir? a los ojos cuando se lo dije y aunque aparentemente ni se inmut? yo not? el aleteo, como si un p?jaro hubiera pasado por su cabeza (`Joanna Silvestri`). Pero esta certera identificaci?n de narradores y/o personajes no sucede a menudo: gran parte de los relatos no poseen firma. La identidad del hablante permanece cuidadosamente oculta aunque a punto de revelarse por los datos, m?s o menos semejantes, que de s? mismo entrega en cada relaci?n. Es el chileno que ha errado por M?xico y Espa?a, que ha vuelto a Chile para volver a irse, el que recuerda con nostalgia, quien se encuentra en los lugares m?s ins?litos con alg?n compatriota hostil, el lector compulsivo y escritor fracasado ?Acaso una versi?n alterada del autor? ?Del Bola?o exiliado en Espa?a desde 1977?

Lo cierto es que ninguno de sus libros debe apartarse de su producci?n literaria. Individualizar uno de ellos (?o uno, uno solo de sus cuentos!) es funcional, pero insuficiente. La ?ltima l?nea de Llamadas Telef?nicas o de cualquiera de sus libros, nada dice de finales. Lo que genera este continuo movimiento dentro de sus obras es la captaci?n de que Bola?o no s?lo trata sus libros como parte de su vida, sino que se trata a s? mismo como parte de ellos. Esta inserci?n genera complejas encrucijadas y toma trabajo dilucidar si habla el personaje, el narrador, el autor, o incluso la conciencia inalcanzable del lector: As? supe algunas cosas que acaso hubiera preferido no saber, episodios que en nada contribu?an a mi serenidad, historias de las que un ego?sta debe protegerse siempre (`Clara`).

El tratamiento literario de Bola?o estrecha la relaci?n entre lector y lectura. Imposible leerlo sin implicarse, dif?cil saltarse un cuento y apurar la lectura. Dif?cil soportar su verdad, f?cil no pensarla. Pero el compromiso esta ah?, de uno depende encararlo, de uno evadirlo.

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WILLIAM BURNS

William Burns, de Ventura, California del Sur, le contó esta historia a mi amigo Pancho Monge, policía de Santa Teresa, Sonora, que a su vez me la refirió a mí. Según Monge, el norteamericano era un tipo tranquilo, que jamás perdía los nervios, afirmación que parece contradecirse con el desarrollo del siguiente relato. Habla Burns:

Era una época triste de mi vida. El trabajo pasaba por una mala racha. Me aburría soberanamente, yo, que antes nunca me aburría. Salía con dos mujeres. Eso sí que lo recuerdo con claridad. Una era más bien veterana, de mi edad, y la otra casi una niña. Aunque a veces parecían dos viejas enfermas y llenas de rencor, y a veces parecían dos niñas a las que sólo les gustaba jugar. La diferencia de edades no era tan grande como para que se las confundiera con madre e hija, pero casi. En fin, ésas son cosas que un hombre sólo puede suponer, nunca se sabe. El caso es que estas mujeres tenían dos perros, uno grande y otro pequeño. Y yo nunca supe cuál perro era de cuál mujer. Por aquellos días compartían una casa en las afueras de un pueblo de montaña, un lugar de veraneantes. Cuando comenté con alguien, un amigo o un conocido, que me iba a ir a pasar una temporada allí, éste me recomendó que llevara mi caña de pescar. Pero yo no tengo caña de pescar. Otro me habló de almacenes y de cabañas, una vida regalada, un descanso para la mente. Sin embargo yo no fui con ellas de vacaciones, estaba allí para cuidarlas. ¿Por qué me pidieron que las cuidara? Según dijeron, había un tipo que quería hacerles daño. Ellas lo llamaban el asesino. Cuando les pregunté el motivo, no supieron qué decir o acaso prefirieron que sobre eso yo no supiera nada. Así que me hice una idea del asunto. Ellas tenían miedo, ellas creían que estaban en peligro, todo posiblemente era una falsa alarma. Pero yo no soy quién para desmentir a nadie, menos cuando se trata de mi trabajo, y pensé que al cabo de una semana ellas solas llegarían a esa conclusión. Así que me fui con ellas y con sus perros a la montaña y nos instalamos en una casita de madera y de piedra llena de ventanas, posiblemente la casa con más ventanas que he visto en mi vida, todas de distinto tamaño, distribuidas de forma arbitraria. Vista desde fuera, a juzgar por las ventanas, la casa parecía tener tres plantas cuando en realidad eran sólo dos. Desde dentro, sobre todo desde la sala y algunas habitaciones del primer piso, la sensación que producía era de mareo, de exaltación, de locura. En la habitación que me asignaron sólo había dos, y no muy grandes, pero una encima de la otra, la superior hasta casi tocar el cielorraso, la inferior a menos de cuarenta centímetros del suelo. La vida, sin embargo, era agradable. La mujer más vieja escribía todas las mañanas, pero no encerrada como dicen que es habitual en los escritores sino en la mesa de la sala, sobre la que armaba su computadora portátil. La mujer más joven se dedicaba a la jardinería y a jugar con los perros y a conversar conmigo. Generalmente era yo el que preparaba la comida y aunque no soy un cocinero excelente ellas alababan los platos que les ponía. Hubiera podido vivir así el resto de mi vida. Un día, sin embargo, los perros se perdieron y salí a buscarlos. Recuerdo que recorrí, armado sólo con una linterna, un bosque que quedaba cerca, y que me asomé a los jardines de casas deshabitadas. No los encontré en ningún sitio. Cuando volví a la casa las mujeres me miraron como si yo fuera el responsable de la desaparición de los perros. Entonces dijeron un nombre, el nombre del asesino. Fueron ellas quienes lo llamaron así desde el principio. No les creí, pero escuché todo lo que tenían que decirme. Las mujeres hablaron de amores escolares, problemas económicos, rencor acumulado. No me cabía en la cabeza cómo ambas pudieron tener relaciones en la escuela con un mismo hombre dada la diferencia de edades que existía entre ellas. Pero más no quisieron decirme. Esa noche, pese a las recriminaciones, una de ellas vino a mi habitación. No encendió la luz, yo estaba medio dormido, al final no supe quién era. Cuando desperté, con las primeras luces de la mañana, estaba solo. Aquel día decidí ir al pueblo y visitar al hombre que ellas temían. Les pedí la dirección, les dije que se encerraran en la casa y que no se movieran de allí hasta mi regreso. Bajé en la furgoneta de la más vieja. Justo antes de entrar en el pueblo, en los terrenos baldíos de una antigua fábrica de conservas, vi a los perros y los llamé. Éstos se acercaron con expresión humilde y moviendo la cola. Los metí en el interior de la furgoneta y riéndome de los temores que había experimentado la noche anterior me dediqué a dar una vuelta por el pueblo. Inevitablemente, me acerqué a la dirección que las mujeres me proporcionaron. Digamos que el tipo se llamaba Bedloe. Tenía un almacén en el centro, un almacén para turistas en donde vendía desde cañas de pescar hasta camisas a cuadros y chocolatinas. Durante un rato me dediqué a curiosear entre las estanterías. El hombre parecía un actor de cine, no debía de tener más de treintaicinco años, fuerte, de pelo negro, y leía el periódico sobre el mostrador. Iba vestido con pantalones de lona y camiseta. El almacén sin duda era un buen negocio, está en una calle céntrica transitada indistintamente por coches y tranvías. Los precios de los artículos son elevados. Durante un rato me dediqué a examinar precios y mercaderías. Al marcharme, no sé por qué, sentí que el pobre tipo estaba perdido. No había recorrido más de diez metros cuando me percaté de que su perro me seguía. Hasta ese momento no me di cuenta de su presencia en el almacén, era un perro grande, negro, posiblemente una mezcla de pastor alemán y otra raza. Nunca he tenido perro, no sé qué demonios los mueve a hacer una cosa u otra, pero lo cierto es que el perro de Bedloe me siguió. Por supuesto, intenté que el perro volviera al almacén, pero no me hizo caso. Así que me puse a caminar de vuelta a la furgoneta, con el perro a mi lado, y entonces sentí el silbido. A mis espaldas, el almacenero silbaba llamando a su perro. No volví la vista atrás, pero sé que salió y que nos buscó. Mi reacción fue automática, irreflexiva: intenté que no me viera, que no nos viera. Recuerdo que me oculté, el perro pegado a mis piernas, tras un tranvía de color rojo oscuro, como sangre seca. Cuando más protegido me sentía el tranvía se puso en movimiento y desde la otra acera el almacenero me vio o vio al perro y me hizo señas con las manos, algo que podía significar que cogiera al perro o que ahorcara al perro o que no me moviera de allí hasta que él cruzara la calle. Que fue exactamente lo que no hice, le di la espalda y me perdí entre la multitud, mientras él gritaba algo así como deténgase, mi perro, amigo, mi perro. ¿Por qué me comporté de esa manera? No lo sé. Lo cierto es que el perro del almacenero me siguió dócilmente hasta donde tenía aparcada la furgoneta y apenas abrí la puerta, sin darme tiempo a reaccionar, se metió dentro y no hubo manera de sacarlo. Cuando me vieron llegar con tres perros las mujeres no dijeron nada y se dedicaron a jugar con los animales. El perro del almacenero parecía conocerlas desde siempre. Esa tarde hablamos de muchas cosas. Empecé por contarles todo lo que me había sucedido en el pueblo, luego ellas hablaron de su pasado, de sus trabajos, una fue maestra, la otra peluquera, ambas renunciaron a esas ocupaciones aunque de vez en cuando, dijeron, cuidaban niños con problemas. En un momento indeterminado me descubrí diciendo algo sobre la necesidad de vigilar permanentemente la casa. Las mujeres me miraron y asintieron con una sonrisa. Lamenté haber hablado de esa manera. Después comimos. Aquella noche yo no preparé la comida. La conversación languideció hasta llegar a un silencio sólo interrumpido por nuestras mandíbulas, por nuestros dientes, por las carreras de los perros afuera, alrededor de la casa. Más tarde nos pusimos a beber. Una de las mujeres, no recuerdo cuál, habló sobre la redondez de la Tierra, sobre preservación, sobre voces de médicos. Yo pensaba en otras cosas y no le presté atención. Supongo que se refería a los indios que antaño habitaron en las laderas de estas montañas. No pude soportarlo más y me levanté, recogí la mesa y me encerré en la cocina a lavar los platos, pero incluso desde allí seguía escuchándolas. Cuando volví a la sala, la más joven estaba tirada en el sofá, a medias cubierta con una manta, y la otra hablaba ahora de una gran ciudad, como si alabara la vida de una gran ciudad, pero en realidad burlándose de ella, eso lo supe porque de tanto en tanto ambas se reían. Nunca comprendí el humor de aquellas mujeres. Me gustaban, las apreciaba, pero su sentido del humor me sonaba a falso, a impostado. La botella de whisky que yo mismo abrí después de la cena estaba medio vacía. Eso me preocupó, no tenía intención de emborracharme, no quería que ellas se emborracharan y me dejaran solo. Así que me senté junto a ellas y les dije que debíamos solucionar algunas cosas. ¿Qué cosas?, dijeron fingiendo una sorpresa que no sentían o tal vez un poco sorprendidas de verdad. La casa tiene demasiados puntos débiles, les dije. Eso hay que solucionarlo. Enuméralos, dijo una de ellas. De acuerdo, dije, y comencé por señalar su lejanía del pueblo, su desamparo, pero pronto me di cuenta de que no me escuchaban. Hacían como que me escuchaban, pero no me escuchaban. Si yo fuera un perro, pensé con rencor, estas mujeres me tendrían un poco más de consideración. Más tarde, cuando comprendí que los tres estábamos desvelados, hablaron de niños y sus voces hicieron que se me encogiera el corazón. Yo he visto horrores, maldades que harían retroceder a tipos duros, pero aquella noche, al escucharlas, el corazón se me encogió hasta casi desaparecer. Quise meter baza, quise saber si rememoraban su infancia o hablaban de niños reales, niños que aún son niños, pero no pude. Tenía la garganta como llena de vendas y algodones esterilizados. De pronto, en medio de la conversación o del monólogo a dos voces, tuve un presentimiento y me acerqué sigilosamente a una de las ventanas de la sala, una ventana pequeña y absurda como ojo de buey, en una esquina, demasiado cerca del ventanal principal como para tener ninguna función. Sé que en el último segundo las mujeres me miraron, se dieron cuenta que ocurría algo, yo sólo alcancé a hacerles la señal de silencio, el índice sobre los labios antes de descorrer la cortina y ver al otro lado la cabeza de Bedloe, la cabeza del asesino. Lo que ocurrió a continuación es confuso. Y es confuso porque el pánico es contagioso. El asesino, lo supe en el acto, se puso a correr alrededor de la casa. Las mujeres y yo nos pusimos a correr por el interior. Dos círculos: él buscando la entrada, evidentemente una ventana que se nos hubiera quedado abierta; las mujeres y yo comprobando las puertas, cerrando las ventanas. Sé que no hice lo que debí hacer: ir a mi habitación, coger mi arma y luego salir al patio y reducir a aquel hombre. En vez de eso me puse a pensar que los perros no estaban en casa, a desear que no les ocurriera nada malo, la perra estaba preñada, eso creo recordar, no estoy seguro, alguien me había dicho algo al respecto. En cualquier caso en ese momento, sin dejar de correr, oí que una de las mujeres decía: Jesús, la perra, la perra, y pensé en la telepatía, pensé en la felicidad, temí que la que había hablado, fuera la que fuera, saliera a buscar a la perra. Por suerte, ninguna de las dos hizo ademán de salir de la casa. Menos mal. Menos mal, pensé. Justo en ese momento (nunca lo podré olvidar) entré en una habitación del primer piso que no conocía. Era alargada y estrecha, oscura, sólo iluminada por la luna y por un resplandor apagado proveniente de las luces del porche. Y en ese momento supe, con una certeza parecida al terror, que era el destino (o el infortunio, para el caso lo mismo) el que me había conducido hasta allí. Al fondo, al otro lado de la ventana, vi la silueta del almacenero. Me agaché dominando a duras penas mis temblores (todo el cuerpo me temblaba, estaba sudando a mares) y esperé. El asesino abrió la ventana con una facilidad que no dejó de sorprenderme y se introdujo silenciosamente en la habitación. Ésta tenía tres camas de madera, estrechas, y sus respectivas mesitas de noche. A pocos centímetros de las cabeceras vi tres estampas enmarcadas. El asesino se detuvo un instante. Lo sentí respirar, el aire entró con un ruido saludable en sus pulmones. Luego caminó a tientas, entre la pared y los pies de las camas, directamente hacia donde yo lo aguardaba. Supe que no me había visto, me pareció imposible, agradecí interiormente mi buena suerte, cuando llegó junto a mí lo cogí de los pies y lo hice caer. Ya en el suelo lo pateé con la intención de hacerle el mayor daño posible. Está aquí, está aquí, grité, pero las mujeres no me oyeron (en ese momento yo tampoco las oía correr) y la habitación desconocida me pareció como una prefiguración de mi cerebro, la única casa, el único techo. No sé cuánto tiempo permanecí allí, golpeando el cuerpo caído, sólo recuerdo que alguien abrió la puerta tras de mí, palabras cuyo significado no entendí, una mano sobre mi hombro. Después volví a quedarme solo y dejé de golpear. Durante unos instantes no supe qué hacer, me sentía aturdido y cansado. Por fin, reaccioné y arrastré el cuerpo hacia la sala. Allí, sentadas muy juntas en el sofá, casi abrazadas (pero no estaban abrazadas), encontré a las mujeres. No sé por qué, algo en la escena evocó en mí una fiesta de cumpleaños. En sus miradas descubrí inquietud, un rescoldo de miedo, pero no por lo que acababa de ocurrir sino por el estado en que mis golpes dejaron a Bedloe. Y son sus miradas, precisamente, las que hacen que deje caer el cuerpo sobre la alfombra, las que hacen que el cuerpo se me deslice de las manos. El rostro de Bedloe era una máscara ensangrentada que la luz de la sala resaltaba con crudeza. En donde estaba la nariz sólo había una masa sanguinolenta. Le busqué los latidos del corazón. Las mujeres me miraban sin hacer el menor movimiento. Este tipo está muerto, dije. Antes de salir al porche, oí que una de ellas suspiraba. Me fumé un cigarrillo contemplando las estrellas, pensando en la explicación que daría posteriormente a las autoridades del pueblo. Cuando volví a entrar, ellas estaban a cuatro patas desnudando el cadáver y no pude reprimir un grito. Ni siquiera me miraron. Creo que bebí un vaso de whisky y luego volví a salir, creo que me llevé la botella. No sé cuánto tiempo permanecí allí, fumando y bebiendo, dándoles tiempo a las mujeres a terminar su faena. Poco a poco comencé a rebobinar los hechos. Recordé al hombre que miraba tras la ventana, recordé su mirada y ahora reconocí el miedo, recordé cuando perdió a su perro, lo recordé finalmente leyendo el periódico en el fondo del almacén. Recordé, también, la luz del día anterior, y la luz del interior del almacén y la luz del porche vista desde el interior de la habitación en donde yo lo había matado. Después me dediqué a observar a los perros, que tampoco dormían y que corrían de un extremo a otro del patio. La verja de madera estaba rota en algunas partes y alguien, algún día, debería arreglarla, pensé, pero ese alguien no iba a ser yo. Comenzó a amanecer al otro lado de las montañas. Los perros subieron al porche buscando una caricia, tal vez cansados de tanto juego nocturno. Sólo estaban los dos de siempre. Silbé, llamando al otro, pero no apareció. Con el primer temblor de frío me llegó la revelación. El hombre muerto no era ningún asesino. El verdadero, oculto en algún lugar lejano, o más probablemente la fatalidad, nos había engañado. Bedloe no quería matar a nadie, sólo buscaba a su perro. Pobre desgraciado, pensé. Los perros volvieron a perseguirse a lo largo del patio. Abrí la puerta y miré a las mujeres, sin fuerzas para entrar en la sala. El cuerpo de Bedloe otra vez estaba vestido. Incluso mejor vestido que antes. Iba a decirles algo, pero me pareció inútil y volví al porche. Una de las mujeres salió detrás de mí. Ahora tenemos que deshacernos del cadáver, dijo a mis espaldas. Sí, dije yo. Más tarde ayudé a meter a Bedloe en la parte de atrás de la furgoneta. Partimos hacia las montañas. La vida no tiene sentido, dijo la mujer más vieja. Yo no le contesté, yo cavé una fosa. Al volver, mientras ellas se duchaban, limpié la furgoneta y después preparé mis cosas. ¿Qué vas a hacer ahora?, me preguntaron mientras desayunábamos en el porche contemplando las nubes. Voy a volver a la ciudad, les dije, voy a retomar la investigación exactamente en el punto en donde me perdí.

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