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Es un libro bello, largo y complejo. Consta de cinco partes que tienen ritmos y temas diferentes, pero que armonizan y convergen para conformar un todo inmenso, un relato multifac?tico que presenta la realidad social y la realidad individual en el siglo XX y el enigm?tico comienzo del XXI.
Podr?a decirse que el protagonista es un escritor alem?n que tiene un proceso de desarrollo singular?simo, dram?tico y c?mico a la vez, que, careciendo de educaci?n y capacidades comunicativas, escribe por puro talento y debe ocultar su identidad para protegerse del caos del nazismo, mientras que sus cr?ticos lo buscan sin ?xito por todo el mundo, todo lo cual conforma un relato que mantiene al lector en suspenso, de sorpresa en sorpresa. Pero eso no ser?a exacto. Tambi?n podr?a decirse, y tal vez ser?a m?s cierto, que el protagonista de la novela es la maldad misma y la sinraz?n del ser humano en el siglo XX, desde el noroeste de M?xico hasta Europa Oriental, desde la vida liviana de unos cr?ticos de literatura hasta las masacres de una aristocracia mafiosa en los pueblos del tercer mundo, pasando por la Segunda Guerra Mundial, el mundo del periodismo, el deporte (boxeo), la descomposici?n familiar y los establecimientos siqui?tricos. El singular escritor alem?n encarna, tal vez, la bondad y la autenticidad que resplandecen en medio de tanta maldad.
Cada una de las cinco partes es una peque?a novela. Una serie de estupendos personajes secundarios dan vida a cinco cuentos que se entrelazan de forma insospechada. No obstante, es el conjunto el que presenta el cuadro fabuloso que el autor quiere comunicar.
El estilo es sobrio, preciso, estricto, bello. El suspenso mantiene el inter?s del lector. Un verdadero ejemplo de literatura.
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Algunas tropas se instalaron cerca de la frontera con la Unión Soviética, otras cerca de la nueva frontera con Hungría.
El batallón de Hans quedó instalado en los Cárpatos. El cuartel de la división, que ya no pertenecía al décimo cuerpo, sino a uno nuevo, el 49, que acababa de formarse y que por el momento sólo tenía a su mando una división, se situó en Bucarest, aunque de vez en cuando el general Kruger, nuevo jefe del cuerpo, acompañado por el antiguo coronel Von Berenberg, ahora general Von Berenberg, nuevo jefe de la 79, visitaba a las tropas y se interesaba por su grado de preparación.
Ahora Reiter vivía lejos del mar, entre montañas, y abandonó por el momento cualquier idea de deserción. Durante las primeras semanas de su estancia en Rumanía no vio más que a soldados de su propio batallón. Después vio campesinos, los cuales se movían constantemente, como si tuvieran hormigas en las piernas y en la espalda, que iban de un lado a otro con hatillos en donde guardaban sus pertenencias y que sólo hablaban con sus niños que los seguían como ovejas o como cabritos.
Los atardeceres de los Cárpatos eran interminables, pero el cielo daba la impresión de estar demasiado bajo, sólo unos metros por encima de sus cabezas, lo que contribuía a proporcionar una sensación de asfixia en los soldados o de inquietud. La cotidianidad, pese a todo, volvía a ser apacible, imperceptible.
Una noche levantaron a algunos soldados de su batallón antes de que amaneciera y tras montar en dos camiones partieron hacia las montañas.
Los soldados, no bien se instalaron en los bancos de madera de la parte posterior del camión, volvieron a conciliar el sueño.
Reiter no pudo. Sentado justo al lado de la salida, apartó la lona que hacía las veces de techo y se dedicó a contemplar el paisaje. Sus ojos de nictálope, permanentemente enrojecidos pese a las gotas que se ponía cada mañana, vislumbraron una serie de pequeños valles oscuros entre dos cadenas montañosas.
De tanto en tanto los camiones pasaban junto a pinares enormes, que se acercaban al camino de forma amenazante. A lo lejos, en una montaña más baja, descubrió la silueta de un castillo o de una fortaleza. Al amanecer se dio cuenta de que sólo era un bosque. Vio cerros o formaciones rocosas que parecían barcos a punto de hundirse, con la proa levantada, como un caballo enfurecido y casi vertical. Vio sendas oscuras, entre montañas, que no llevaban a ninguna parte, pero que sobrevolaban a gran altura unos pájaros negros que no podían ser sino aves carroñeras.
A mitad de la mañana llegaron a un castillo. En el castillo sólo encontraron a tres rumanos y a un oficial de las SS que hacía las veces de mayordomo y que los puso a trabajar enseguida, después de darles a desayunar un vaso de leche fría y un mendrugo de pan que algunos soldados dejaron de lado con gestos de asco. Las armas, salvo cuatro de ellos que montaron guardia, uno de los cuales fue Reiter, a quien el oficial de las SS juzgó poco apto para las labores de adecentamiento del castillo, las dejaron en la cocina y se pusieron a barrer, a fregar, a quitar el polvo de las lámparas, a poner sábanas limpias en las habitaciones.
A eso de las tres de la tarde llegaron los invitados. Uno de ellos era el general Von Berenberg, el jefe de la división. Junto a él venía el escritor del Reich Herman Hoensch y dos oficiales del estado mayor de la 79. En el otro coche venía el general rumano Eugenio Entrescu, que entonces tenía treintaicinco años y era la estrella ascendente del ejército de su país, acompañado del joven erudito Pablo Popescu, de veintitrés años, y de la baronesa Von Zumpe, a quien los rumanos acababan de conocer la noche anterior en una recepción en la embajada alemana y que en principio debía haber viajado en el coche del general Von Berenberg, pero que ante las galanterías de Entrescu y el carácter divertido y jocoso de Popescu finalmente había terminado por claudicar ante el ofrecimiento de éstos, que se basaba razonablemente en el mayor espacio de que dispondría la baronesa en el coche rumano, con menos pasajeros que el coche alemán.
La sorpresa de Reiter, cuando vio descender a la baronesa Von Zumpe, fue mayúscula. Pero lo más extraño de todo fue que esta vez la joven baronesa se detuvo delante de él y le preguntó, auténticamente interesada, si la conocía, porque el rostro de él, dijo la baronesa, le resultaba familiar. Reiter (sin abandonar la posición de firmes, manteniendo una expresión estólida y mirando hacia el horizonte en actitud marcial o tal vez mirando hacia ninguna parte) le contestó que por supuesto él la conocía pues había servido en casa de su padre, el barón, desde temprana edad, lo mismo que su madre, la señora Reiter, a quien tal vez la baronesa recordara.
– Es verdad -dijo la baronesa, y se echó a reír-, tú eras el niño larguirucho que andaba por todas partes.
– Ése era yo -dijo Reiter.
– El confidente de mi primo -dijo la baronesa.
– Amigo de su primo -dijo Reiter-, el señor Hugo Halder.
– ¿Y qué haces aquí, en el castillo de Drácula? -dijo la baronesa.
– Sirvo al Reich -dijo Reiter, y por primera vez la miró.
Le pareció hermosísima, mucho más que cuando la conoció.
A unos pasos de ellos, esperando, estaban el general Entrescu, que no podía dejar de sonreír, y el joven erudito Popescu, que en varias ocasiones había exclamado: fantástico, fantástico, la espada del destino le corta una vez más la cabeza a la hidra del azar.
Los invitados hicieron una comida ligera y luego salieron a explorar los alrededores del castillo. El general Von Berenberg, inicialmente entusiasta de esta exploración, pronto se sintió cansado y se retiró, por lo que el paseo de allí en adelante fue encabezado por el general Entrescu, que marchaba con la baronesa del brazo y con el joven erudito Popescu a la izquierda, quien se ocupaba en desgranar y pesar un cúmulo de informaciones la mayor parte de las veces contradictorias. Junto a Popescu iba el oficial de las SS, y más rezagados el escritor del Reich Hoensch y los dos oficiales de estado mayor. Cerrando la marcha iba Reiter, a quien la baronesa insistió en tener a su lado alegando que antes de servir al Reich había servido a su familia, petición que Von Berenberg concedió de inmediato.
Pronto llegaron a una cripta excavada en la roca. Una puerta de barrotes de hierro, con un escudo de armas roído por el tiempo, impedía la entrada. El oficial de las SS, que parecía comportarse como si fuera el dueño de la propiedad, extrajo una llave de uno de sus bolsillos y franqueó la entrada. Después encendió una linterna y todos procedieron a introducirse en la cripta, menos Reiter, a quien uno de los oficiales le indicó por señas que permaneciera de guardia en la puerta.
Así que Reiter se quedó allí plantado, contemplando la escalinata de piedra que descendía hacia la oscuridad y el jardín yermo por el que habían llegado y las torres del castillo que desde allí se veían y que se asemejaban a dos velas grises en un altar abandonado. Después extrajo un cigarrillo de su guerrera, lo encendió y se puso a mirar el cielo gris, los valles lejanos, y también se puso a pensar en el rostro de la baronesa Von Zumpe mientras la ceniza del cigarrillo caía al suelo y él, reclinado sobre la piedra, poco a poco se iba durmiendo. Entonces soñó con el interior de la cripta. La escalinata bajaba hacia un anfiteatro que la linterna del oficial de las SS iluminaba sólo en parte. Soñó que los visitantes se reían. Todos, menos uno de los oficiales de estado mayor, que buscaba sin dejar de llorar un sitio donde esconderse. Soñó que Hoensch recitaba un poema de Wolfram von Eschenbach y que luego escupía sangre. Soñó que entre todos se disponían a comerse a la baronesa Von Zumpe.
Despertó sobresaltado y a punto estuvo de echar a correr escalinata abajo para comprobar con sus propios ojos que nada de lo soñado era real.