La reina sin espejo
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Esta es la cuarta entrega de la serie de novelas protagonizadas por la pareja de la Guardia Civil: el sargento Bevilacqua y la cabo Chamorro. Bevilacqua comienza a acusar el paso de los a?os, incluso tambi?n su ayudante la cabo Chamorro, han crecido ambos en dimensi?n personal y literaria pero contin?an siendo seres normales con sus virtudes y sus defectos pero bien alejados de los estereotipos habituales relacionados con la Guardia Civil.
La aparici?n de una mujer apu?alada en un pueblo de Zaragoza podr?a ser un trabajo m?s para el sargento Bevilacqua y la cabo Chamorro, pero ?ste es un caso fuera de lo com?n, la v?ctima es Neus Barutell, una c?lebre periodista casada con un consagrado escritor catal?n, lo que atrae a la prensa m?s sensacionalista y somete a los investigadores de la Guardia Civil a una dosis suplementaria de presi?n. En estas peculiares circunstancias, Bevilacqua y su compa?era deber?n remover con sigilo las entra?as de una vida p?blica m?s all? de las apariencias y sumergirse en las flaquezas e inseguridades que se escond?an tras la imagen solvente e impecable de la v?ctima. Tambi?n ser? necesario rastrear con detalle sus ?ltimos trabajos period?sticos. Las pesquisas llevan a nuestros protagonistas a Barcelona y las primeras pistas apuntan a un crimen pasional en un mundo de vanidades, lleno de tapujos y secretos y con ramificaciones hasta los s?rdidos bajos fondos de la ciudad.
Esta novela incorpora elementos fundamentales vinculados a una gran urbe como Barcelona: emerge con fuerza la sociedad de los ?ltimos a?os, con nuevos delitos como la prostituci?n nacida de la explotaci?n del inmigrante, y por supuesto con nuevos medios, como es el uso de los chats de Internet, y las muchas posibilidades que los m?viles han dado a la investigaci?n criminal. Hay una sensibilidad respecto a las nuevas realidades sociales que la Guardia Civil de 2005 tiene entre las manos, la cuesti?n catalana, y las rivalidades de Guardia Civil, Mossos d`Esquadra, polic?a nacional, etc., meti?ndose en la boca del lobo de la nueva situaci?n pol?tica, que ha tenido que lidiar muchas refriegas fronterizas porque las competencias cedidas han dibujado otro escenario para la propia Guardia Civil. La novela trata el asunto con cuidado exquisito, pero no deja nada sin decir respecto a todos los problemas de esta nueva situaci?n plagada de conflictos nuevos y de cambios.
La reina sin espejo nos sumerge en una indagaci?n compleja y fascinante en la que los guardias civiles deber?n, entre otras muchas cosas, dilucidar enigmas literarios de Alicia a trav?s del espejo, desentra?ar relaciones cibern?ticas y colaborar con la polic?a auton?mica catalana para llegar a la resoluci?n de un caso espinoso y dif?cil.
Lorenzo Silva trasciende con esta novela el g?nero polic?aco en un texto colmado de intrigas, bajas pasiones e iron?a y lo conjuga con su prosa m?s conseguida y acertada hasta el momento.
En palabras recogidas en una entrevista al autor:?Me gustar?a que esta historia, aparte de para entretener, sirviera para reflexionar sobre esta extra?a civilizaci?n que estamos construyendo en los albores del siglo XXI. Donde la gente, de puro hipercomunicada, est? m?s sola que nunca, y donde aquellos que consiguen sus metas se sienten a menudo fracasados?
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– Todavía me lo sigo preguntando -asintió Cantero, mondándose.
– La putada es que soy vocacional. Mi abuelo materno, el único al que conocí, era guardia. Ya ves, yo soñaba con esto desde chico.
– Es jodido, desde luego, tu problema de identidad.
Por lo menos, y aunque fuera a costa del teniente, aquello sirvió para ir aglutinando el grupo y para limar las tensiones que siempre se producen entre desconocidos, por más que compartan, como era el caso, un empeño común. Si tenía que juzgar sobre las dotes para el mando de Cantero (aunque fuera un vano pasatiempo, porque en la empresa en la que trabajaba no cabía esperar a corto plazo que se nos pidiera a los subordinados evaluar a los jefes) le ponía una buena nota. Con el inevitable suplemento de mezquindad, solemnidad y cálculo que le proporcionarían los años, no era improbable que se convirtiera en un candidato idóneo para desempeñar altas responsabilidades.
Nos disolvimos al filo de la medianoche. Chamorro y Tena se retiraron a la habitación doble que compartían, y Rubio y yo, privilegio de suboficiales, nos dirigimos cada uno a nuestro alojamiento individual. Me lavé los dientes en seguida, con ánimo de meterme sin más demora en la cama y desenchufarme lo antes posible. Algo me hacía sospechar que estaba en la disposición óptima para enredarme en cavilaciones que no me convenían, y mis temores se confirmaron en cuanto me introduje entre las sábanas y me vi dando vueltas sin poder conciliar el sueño. No era el asesinato de Neus Barutell, ni tampoco la perspectiva de tener que dirigir un equipo heterogéneo y problemático para esclarecerlo, lo que me impedía dormir. Se trataba de algo mucho más vago e insoluble, la pasta espesa de la que están hechas las noches de un hombre a partir del instante en que empieza a percibir que ha vivido y errado más de lo que le gustaría. Varían los recuerdos que acuden en cada momento para formar el ingrato mejunje, a veces ni siquiera se trata de recuerdos precisos, pero la mezcla siempre sabe a decepción y su color tiende a ser más turbio de lo deseable. Creo con convicción que ésa es la sustancia más letal que transportamos en nuestras alforjas, y que en la hora nocturna en que suele desbordarse conocemos el apogeo de nuestra vulnerabilidad. No debe extrañar que sea la hora a la que estadísticamente sucumben más enfermos terminales en los centros hospitalarios. La pesadumbre, el miedo, la culpa, la conciencia de la propia insignificancia, que en la madrugada se nos presentan en toda su crudeza y potencia, se suman a la enfermedad y se hacen demasiado onerosas para quien tiene ya las fuerzas disminuidas.
Pero también abrigo una convicción de signo opuesto, y es que mientras uno no ha rodado por tierra, y por fea que pinte la partida, siempre hay algo que ganar si se planta cara a la adversidad, en vez de encenagarse en ella. Era ya el segundo desfallecimiento del día (o el tercero), y me pareció llegado el momento de tomar medidas drásticas. Más me valía salir por cualquier sitio, antes que dejarme atraer al fondo del pozo. No le di muchas vueltas. Me puse en pie, volví a vestirme y fui a buscar el coche. A la una y media crucé por el control de la comandancia, y unos minutos después conducía a buena velocidad por una autopista desierta, camino de Barcelona. Durante unos minutos dejé que sonara en la radio uno de esos programas de madrugada en los que la gente hace públicas sus miserias y sus fantasías más íntimas, pero no era eso lo que me hacía falta oír en aquel momento. Le di al botón que ponía en marcha el reproductor de discos compactos. Allí seguía el disco de Marea. Su sonido rítmico e impetuoso me pareció apropiado para la situación. También lo que cantaban:
Es posible que impulsado por aquella música le diera al acelerador más de lo que la prudencia aconsejaba. Es posible, también, que en alguna curva no calculase bien y tuviera que corregir con un sobresalto la dirección o la velocidad. Pero pronto me concentré en resolver los problemas concretos que implica la conducción: un modo inmejorable de relajarse cuando uno anda con la cabeza demasiado emponzoñada de problemas abstractos. Me apliqué a exprimir la potencia del motor, absorto en las líneas y las señales de la carretera, mientras los de Marea seguían a lo suyo, sin perder ocasión de dejar claro quiénes eran los villanos estelares de su mitología particular:
La vida, que es paradójica y un punto gamberra, le ponía aquella música a la cabalgada sin rumbo de un guardia civil que, despojado de la apariencia de orden que le protegía durante el día, se volvía tan fugitivo y marginal como el protagonista de la canción (al que, dicho sea de paso, no tenía el más mínimo interés en perseguir). En momentos así, a uno le da la impresión de que todo es un inmenso malentendido, del que formamos parte sin poderlo aclarar nunca.
No tardé mucho en llegar a los límites de Barcelona. A partir de ahí levanté el pie del acelerador. Quería ver mejor las luces de la ciudad, saborear el aire a través de las ventanillas bajadas mientras avanzaba hacia mi destino. Porque a esas alturas ya sabía adónde me dirigía, sin que ello le diera propiamente un sentido a aquel viaje. Cuando tomé la Gran Vía y me envolvió el paisaje urbano que en otro tiempo me había sido cotidiano y familiar, sentí erizarse mi piel y un estremecimiento me recorrió de pies a cabeza. Barcelona, de madrugada, seguía siendo la ciudad quieta, despoblada y silenciosa, tan distinta del siempre bullicioso Madrid y tan propicia para conocer a fondo la propia soledad. Apenas algún que otro taxi recorría la avenida y, aparte del parpadeo casi inútil de las luces de los semáforos, poca actividad se ofrecía a mi contemplación. Siempre me había gustado aquella ciudad: cómo estaba construida, cómo se organizaba la vida en torno a las plazuelas achaflanadas del Ensanche. Y siempre, sin embargo, me había producido una especie de desasosiego: en los primeros tiempos porque me daba la sensación de que no me haría a ella, y al final de mi estancia por lo contrario, porque sabía que había dejado para siempre jirones de mi alma enganchados en sus esquinas, de las que pronto iba a separarme y a las que nunca podría regresar, o no del mismo modo.
Allí estaba, ahora, diez años después. No había vuelto ni una sola vez en todo aquel tiempo. No había tenido necesidad, y tampoco había buscado la ocasión. Tal vez había sido mejor así: hay cosas que uno debe dejar que sucedan cuando y sólo si han de suceder. Me acercaba a la plaza de España. En el primer hueco que vi, aparqué el coche.
Caminé sin prisa hacia el Paralelo. Lo que buscaba, acaso como un exorcismo, era volver a sentir la desnudez extrema de la plaza. Todas las singularidades arquitectónicas que la rodeaban (el coso taurino, el hotel, las torres de la Exposición Universal con el Palacio Nacional y Montjuic al fondo), lejos de otorgarle alguna personalidad, hacían de ella un espacio vacío y destartalado. Si era capaz de enfrentarme a aquel sitio, podría con todo lo demás. Comprendí la razón por la que me había deslizado hasta allí en mitad de la noche, como un proscrito. Aquel rito de reencuentro era algo que tenía que cumplir a solas. No podía regresar acompañado por otros y rebajar la emoción con una indiferencia mal fingida o con una charla circunstancial.