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Es un libro bello, largo y complejo. Consta de cinco partes que tienen ritmos y temas diferentes, pero que armonizan y convergen para conformar un todo inmenso, un relato multifac?tico que presenta la realidad social y la realidad individual en el siglo XX y el enigm?tico comienzo del XXI.
Podr?a decirse que el protagonista es un escritor alem?n que tiene un proceso de desarrollo singular?simo, dram?tico y c?mico a la vez, que, careciendo de educaci?n y capacidades comunicativas, escribe por puro talento y debe ocultar su identidad para protegerse del caos del nazismo, mientras que sus cr?ticos lo buscan sin ?xito por todo el mundo, todo lo cual conforma un relato que mantiene al lector en suspenso, de sorpresa en sorpresa. Pero eso no ser?a exacto. Tambi?n podr?a decirse, y tal vez ser?a m?s cierto, que el protagonista de la novela es la maldad misma y la sinraz?n del ser humano en el siglo XX, desde el noroeste de M?xico hasta Europa Oriental, desde la vida liviana de unos cr?ticos de literatura hasta las masacres de una aristocracia mafiosa en los pueblos del tercer mundo, pasando por la Segunda Guerra Mundial, el mundo del periodismo, el deporte (boxeo), la descomposici?n familiar y los establecimientos siqui?tricos. El singular escritor alem?n encarna, tal vez, la bondad y la autenticidad que resplandecen en medio de tanta maldad.
Cada una de las cinco partes es una peque?a novela. Una serie de estupendos personajes secundarios dan vida a cinco cuentos que se entrelazan de forma insospechada. No obstante, es el conjunto el que presenta el cuadro fabuloso que el autor quiere comunicar.
El estilo es sobrio, preciso, estricto, bello. El suspenso mantiene el inter?s del lector. Un verdadero ejemplo de literatura.
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Son las palabras que la modelo que vivía en San Diego le dijo a Loya. Pero nada de vídeos porno, de eso nada. Después Kelly dejó de contar con las modelos y ya no las llamó más. Según Loya, probablemente la decisión surgió de la misma Kelly puesto que las modelos tenían una tarifa alta y las putitas de Santa Teresa cobraban poco y Kelly no andaba con la economía muy saneada. Los primeros viajes los hizo a cuenta de Salazar Crespo, pero mediante éste conoció a gente importante de la zona y era posible que también hubiera organizado fiestas para un tal Sigfrido Catalán, que tenía una flota de camiones de basura y se decía que trabajaba en franquicia con la mayoría de las maquiladoras de Santa Teresa, y para Conrado Padilla, un empresario con intereses en Sonora, Sinaloa y Jalisco. Tanto Salazar Crespo como Sigfrido Catalán y Padilla, según Loya, tenían conexiones con el cártel de Santa Teresa, es decir con Estanislao Campuzano, que en algunas ocasiones, no muchas, a decir verdad, había asistido a esas fiestas. Pruebas, lo que cualquier tribunal civilizado consideraría pruebas, pues no las había, pero Loya durante el tiempo que trabajó para mí reunió una cantidad enorme de testimonios, pláticas de burdel o de borrachos, en las que se decía que Campuzano no iba pero a veces sí iba. En cualquier caso, narcotraficantes no faltaban en las orgías de Kelly, sobre todo dos de ellos, considerados lugartenientes de Campuzano, uno que se llamaba Muñoz Otero, Sergio Muñoz Otero, y que era el jefe de los narcos de Nogales, y un tal Fabio Izquierdo, que durante un tiempo fue el jefe de los narcos de Hermosillo y que luego había trabajado abriendo rutas para los transportes de droga desde Sinaloa a Santa Teresa o desde Oaxaca o desde Michoacán e incluso desde Tamaulipas que era territorio del cártel de Ciudad Juárez. La presencia en algunas fiestas de Kelly de Muñoz Otero y Fabio Izquierdo, Loya la daba por segura. Así que allí está Kelly, sin modelos, trabajando con muchachas de extracción social baja o ya de plano con putas, en narcorranchos abandonados a la buena de Dios, y en sus fiestas tenemos a un banquero, Salazar Crespo, a un empresario, el tal Catalán, a un millonario, el tal Padilla, y si no a Campuzano, al menos a dos de sus hombres más notorios, Fabio Izquierdo y Muñoz Otero, además de otras personalidades de la sociedad, del crimen y de la política. Una colección de próceres. Y una mañana o una noche mi amiga se desvanece en el aire.
Durante unos días, desde la redacción de El Independiente de Phoenix, Mary-Sue intentó ponerse en contacto con el periodita del DF que había entrevistado a Daniel Uribe. Éste casi nunca paraba en su periódico y la gente con la que hablaba se negaba a proporcionarle su número de celular. Cuando por fin pudo hablar con él, el periodista, que tenía voz de borracho y de mala persona, pensó Mary-Sue, o al menos de arrogante, no quiso darle el teléfono de Daniel Uribe pretextando que debía proteger la intimidad de sus fuentes. En un mal momento Mary-Sue le recordó que eran colegas, que ambos trabajaban para la prensa, y el tipo del DF le dijo que ni que hubieran sido amantes. De Josué Hernández Mercado, el periodista desaparecido de La Raza, nada se sabía. Una noche Mary-Sue se puso a rebuscar en el archivo que tenía sobre el caso Haas hasta dar con la crónica que Hernández Mercado escribió después de la no muy concurrida rueda de prensa en el penal de Santa Teresa.
El estilo de Hernández Mercado era efectista y pobre casi en el mismo grado. La crónica estaba plagada de lugares comunes, inexactitudes, afirmaciones temerarias, exageraciones y mentiras flagrantes. En ocasiones Hernández Mercado pintaba a Haas como el chivo expiatorio de una conjura de ricos sonorenses y en ocasiones Haas aparecía como el ángel de la venganza o como un detective encerrado en una celda, pero en modo alguno derrotado, que poco a poco iba arrinconando a sus verdugos gracias únicamente a su inteligencia. A las dos de la mañana, mientras bebía su último café antes de abandonar el periódico, Mary-Sue pensó que nadie con dos dedos de frente se podía haber tomado la molestia de matar y luego hacer desaparecer el cadáver de una persona por haber escrito una bazofia así. ¿Pero entonces qué le ocurrió a Hernández Mercado? Su jefe de redacción, que también trabajaba hasta tarde, le dio varias posibles respuestas. Se cansó y se largó. Se volvió loco y se largó. Se largó sin más. Una semana más tarde la llamó el periodista adolescente que la había acompañado hasta Sonoita.
Quería saber cómo estaba la crónica que Mary-Sue iba a escribir sobre Hernández Mercado. No voy a escribir nada, le dijo ella. El periodista adolescente quiso saber por qué. Porque no hay misterio, dijo Mary-Sue. Hernández debe de estar viviendo y trabajando en California. No lo creo, dijo el periodista adolescente.
A Mary-Sue le pareció que el muchacho había gritado.
De fondo escuchó el ruido de un camión o de varios camiones, como si la llamada la hiciera desde el patio de una empresa de transporte. ¿Por qué no lo quieres creer?, dijo. Porque he estado en su casa, dijo el muchacho. Yo también he estado en su casa, y no vi nada que me hiciera pensar que lo habían levantado. Se fue porque quiso irse. No, oyó que decía el muchacho. Si se hubiera ido por voluntad propia, se hubiera llevado sus libros. Los libros pesan, dijo Mary-Sue, y además uno siempre puede volver a comprarlos. En California hay más librerías que en Sonoita, dijo queriendo hacer un chiste, pero en el acto se dio cuenta de que aquella aseveración carecía de todo sentido del humor. No, no me refiero a esos libros sino a los suyos, dijo el muchacho. ¿A qué libros suyos?, dijo Mary-Sue.
A los que él escribió y publicó. Ésos no los hubiera abandonado ni aunque se acabara el mundo. Durante un rato Mary-Sue estuvo intentando recordar la casa de Hernández Mercado. En la sala había algunos libros, también en la habitación. Todos juntos no sumaban más de cien ejemplares. No era una gran biblioteca, pero para un tipo como el periodista bracero tal vez era suficiente y más que suficiente. No se le ocurrió pensar que entre aquellos volúmenes podían estar los que Hernández Mercado había escrito. ¿Y tú crees que no se hubiera ido sin ellos?
De ninguna manera, pues, dijo el muchacho, si eran como sus hijos. Mary-Sue pensó que los libros firmados por Hernández Mercado no debían de pesar mucho y que en modo alguno hubiera podido éste volver a comprarlos en California.
El diecinueve de diciembre, en unos terrenos cercanos a la colonia Kino, a pocos kilómetros del ejido Gavilanes del Norte, se encontraron dentro de una bolsa de plástico los restos de una mujer. Según declaración de la policía, se trataba de otra víctima de la banda de los Bisontes. Según los forenses, la víctima tenía entre quince y diecisiete años de edad, medía entre metro cincuentaicinco y metro sesenta de estatura y el asesinato se había cometido aproximadamente hacía un año. Dentro de la bolsa se encontró un pantalón azul marino, barato, como los que usan las mujeres de las maquiladoras para ir a trabajar, una camiseta y un cinturón de plástico de color negro, con hebilla grande también de plástico, de aquellos cinturones llamados de fantasía. El caso lo llevó el judicial Marcos Arana, recién trasladado de Hermosillo, en donde estaba adscrito a la brigada de narcóticos, pero el primer día aparecieron por el lugar del hallazgo los judiciales Ángel Fernández y Juan de Dios Martínez.
Este último, cuando le informaron de que dejara el caso en manos de Arana, a quien querían foguear, se dio una vuelta a pie por los alrededores hasta llegar a las puertas del ejido Gavilanes del Norte. La casa principal conservaba el techo y las ventanas, pero las otras edificaciones daban un aspecto de lugar arrasado por un huracán. Durante un rato, Juan de Dios estuvo dando vueltas por el ejido fantasma, a ver si encontraba por lo menos a un campesino o a un niño o siquiera a un perro, pero ya ni perros quedaban allí.