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A sus plantas rendido un leon

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A sus plantas rendido un leon
Название: A sus plantas rendido un leon
Автор: Soriano Osvaldo
Дата добавления: 16 январь 2020
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A sus plantas rendido un leon - читать бесплатно онлайн , автор Soriano Osvaldo

Bongwutsi: un pa?s africano ·que ni siquiera figura en el mapa·. All? vive un argentino usurpando la condici?n de c?nsul de su pa?s, hundido en la pobreza y enardecido de entusiasmo por el reciente estallido de la guerra de las Malvinas, en disputa permanente con el embajador ingl?s, inexplicablemente entrampado en una trama donde se suceden conspiraciones con enviados de las grandes potencias mundiales, una interrumpida relaci?n amorosa, los sue?os de liberaci?n y grandeza del inhallable- y ubicuo- Bongwutsi, la entrada triunfal al pa?s de un ej?rcito de monos…el v?rtigo narrativo no se interrumpe, la invenci?n y la verdad se al?an en el desborde de una fantas?a indeclinable. El ?mpetu narrativo de Osvaldo Soriano llega a su punto m?ximo en este relato fascinante.

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20

– Yo los llevo adonde quieran y cuando quieran- dijo el sultán a medianoche. Empezaba a trabársele la lengua y la voz le salía empastada. La luz hacía relumbrar la piedra del turbante y costaba seguirle la mirada.

– ¿Pero el avión es suyo?

– Personal. Con ruleta y pase inglés a bordo. Hágame servir otra copa, por favor… ¿Cómo me dijo que le llaman a esto?

– Tzelvita, pero enseguida la gente lo confunde con el whisky.

– Yo no noto la diferencia. Si pudiéramos inscribirla como bebida sin alcohol reventamos a Coca-Cola.

– ¿Dónde está el piloto? -preguntó Quomo.

– El piloto soy yo. Ochenta y seis horas de vuelo. Estoy tomando un curso para emergencias aquí en París. No sabía que le interesara la aviación.

– Es que tengo que llevar la destiladora a Bongwutsi y no quisiera pasar por la aduana. ¿Prueba el de anís?

– ¿De anís también hay? -se sorprendió El Katar-. ¿Usted sabe el negocio que tiene en sus manos?

– Sí, pero necesito un piloto que pueda aterrizar en cualquier parte. ¡Chemir, el de anís!

– Usted dice evitar el aeropuerto.

– El aeropuerto, la luz del día, las miradas indiscretas. Un avión se consigue en cualquier parte, pero ya no hay verdaderos pilotos; son computadoras, robots incapaces de hacer volar un barrilete. Lo mío es una revolución en materia de bebidas y no se lo puedo confiar a cualquiera.

– Adonde quiera y cuando quiera -repitió el sultán y terminó el vaso.

Chemir repartió copas y sirvió de una jarra blanca. Había cerrado las puertas del bistrot y cada tanto apartaba la cortina para echar una mirada a la calle. Llevaba puesta una chaqueta de camarero y cuando se movía entre el mostrador y la mesa arrastraba la pierna con cierta elegancia. Quomo lo miró e hizo un gesto de compasión.

– Vea cómo quedó. En un tiempo fue el mejor baterista de Nueva Orleans y acompañaba a Count Basie en las giras. Con las piernas quebradas liquidó a los tres judíos que vinieron a rematarnos después de la caída. Yo estaba ciego y escuchaba los gritos de los soldados que se nos acercaban. Me había quemado los ojos y desde entonces sólo puedo ver en línea recta, por eso me perdonará que lo mire tan fijo. En eso siento que Chemir me arráncala ametralladora de la correa y empieza a tirar. El fuselaje del avión se estaba quemando y hacía un calor de infierno, así que nos dieron por muertos. Estuvimos dos días achicharrándonos en el Sinaí hasta que llegaron los jordanos a rescatarnos.

– ¿El avión lo piloteaba usted?

– Un Mirage de descarte. Chemir lo reacondicionó en Teherán.

El rengo fingía leer el diario al otro lado de la barra. En el tocadiscos giraba un disco de Armstrong.

– Sin mala intención le pregunto, Mister Nakuto -dijo el sultán y encendió un cigarrillo egipcio-, ¿qué hacía un negro allí? Cada vez que el árabe prendía un fósforo y lo acercaba a la copa, Lauri sentía un ligero estremecimiento.

– Espíritu aventurero. Agarré el avión y me fui a pelear contra el sionismo. Hicimos dieciocho salidas antes de caer.

– Diecinueve -acotó Chemir sin levantar la vista del diario.

– ¡Maldita sea, dieciocho, sólo dieciocho, lo hemos discutido mil veces! -gritó Quomo y arrastró la silla hacia atrás. Mariè-Christine dormitaba con la cartera entre las manos.

– Mis respetos, señores -la lengua del sultán empezaba a trabarse y la voz le salía empastada-: el Islam tiene una deuda de honor con ustedes. No sé qué decir… este anís marea un poco… ¿Cómo se siente, Mariè-Christine?

La muchacha se despabiló con la gracia de una muñeca de porcelana.

– Naufrago, Monsieur… -dijo y se humedeció los labios con la lengua.

– Mañana temprano llame a Orly para que preparen el avión. ¿Usted tiene los papeles en regla para ser mi copiloto, Mister Nakuto?

– Ese es el problema: los perdí en el incendio.

– Consígale lo necesario, Mariè-Christine.

– ¿Qué equipo tripulamos, sultán?

– De lo más clásico: 727 B.

– Mañana es demasiado pronto. Necesito unos días para preparar el equipo.

– Cuando usted diga -dijo el sultán y se puso de pie apoyándose en Marie-Christine. ¿Así que a Bongwutsf? ¿Y somos muchos?

– Los que estamos aquí. Yo estoy parando en el Georges V, ¿y usted?

– Yo también, el servicio ya no es lo que era.

Quomo pasó un brazo sobre el hombro del árabe y lo acompañó hasta la salida.

– ¿Cuántas horas de vuelo me dijo que tenía, sultán?

– Ochenta y seis. Ya vine dos veces a Europa.

– ¿Y cómo va ese curso para emergencias?

– Hice tormentas y otras alteraciones climáticas. ¿Qué?, ¿no me tiene confianza?

– Por supuesto que sí. En cuanto al desalcoholizado le ruego estricta reserva porque todavía no hemos patentado el sistema. Ya le voy a mostrar cómo la tribu de los Dnimitas extrae el alcohol con plantas de mangú. ¿Conoce la selva?

– En mi vida he visto más de dos árboles juntos. Me gustaría ver una buena lluvia tropical. Dicen que no hay nada más romántico si uno está bien acompañado.

– Le han dicho la verdad.

El Katar intentó abrir la puerta del Rolls pero no acertó con la cerradura y el llavero se le resbaló entre los dedos. Quomo se agachó, lo recogió de un charco y lo secó con un pañuelo. El Katar, apoyado en el capó, movía los brazos como si dirigiera el tránsito. Quomo abrió la puerta y lo llevó de un brazo hasta el asiento. No bien se acomodó, el sultán empezó a roncar con un silbido entrecortado. Quomo hizo una seña a Marie-Christine y fue a su encuentro. La lluvia empezaba a ensuciar los anteojos de la muchacha. Quomo se los sacó con un gesto suave, casi paternal, y enjugó lentamente los vidrios con un papel de quinientos francos.

– Usted me cae simpático -dijo ella y se -guardó el billete-, avíseme cuando necesite una secretaria.

– Con mucho gusto. Llámeme mañana y cuénteme si durmieron bien.

El Rolls arrancó sin ruido y rodeó la Place des Vosges. Quomo miró la calle desierta y volvió al bistrot donde lo esperaban los otros.

21

Con las partituras en la mano, absorto, el cónsul se paseó por su despacho y trató de recordar cuántas cartas le había escrito a Daisy en esos meses. Varias veces le había pedido que las quemara, pero en verdad se sentía orgulloso de que ella las guardara y las releyera cuando se sentía sola, a la hora de la siesta, mientras Mister Burnett se encerraba en su atelier a armar los barriletes que copiaba del Kite Magazine.

Pensó en lo que podía ocurrir cuando el embajador británico las hallara en el cajón de algún armario y se le hizo un nudo en el estómago: lo más probable, supuso, sería que atacara el consulado con el pretexto de toma de represalias por la reconquista de las Malvinas.

Entró al baño, abstraído en sus conjeturas, y encontró a O'Connell que dormía en la bañadera, con un braza bajo la nuca y los pies apoyados contra los azulejos. Tenía la boca muy abierta y la barba aplastada contra elpecho. Una gotera caía desde la ducha y corría hacia el desagüe formando un hilo delgado y movedizo. Cada vez que se le acercaba un mosquito, el irlandés levantaba una mano y se golpeaba la cabeza como si acabara de acordase de algo importante. Había dejado la pistola en la jabonera y el panamá colgaba de una canilla, junto a la camisa recién lavada.

Cuando Bertoldi se acercó al inodoro, O'Connell manoteó la pistola y se sentó, rígido, con la mirada atravesada.

– Me robaron la plata -anunció el cónsul-. Esos negros de mierda…

– ¿No me diga? ¿Lo golpearon?

– Seguro, si me desperté tirado en una vereda.

– ¡Muy bien! Yo no esperaba tanto.

– ¿Qué es lo que le parece muy bien?

– Que estén acumulando fuerzas. ¿No tiene idea de quién los manda?

– Qué sé yo. Son unos muertos de hambre.

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