La palabra
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En las ruinas de Ostia Antica, el profesor Augusto Monti descubre un papiro del siglo I d.C. que resulta ser el m?s grande y trascendental descubrimiento arqueol?gico de todos los tiempos. Es el Documento Q, el evangelio escrito por Santiago, hermano menor de Jes?s, y ofrece al mundo moderno a un nuevo Jesucristo, desvela los secretos de sus a?os desconocidos y contradice los relatos existentes sobre su vida. Te?logos, impresores, ling?istas, traductores, crist?logos y otros profesionales de todo el mundo forman un ?nico grupo de trabajo, conocido en clave como Resurrecci?n Dos, que publicar? y explotar? la nueva versi?n de la Palabra, una empresa comercial de tal magnitud que ning?n rastro de falsedad deber?a ensombrecerla.
Steven Randall dirige la agencia de relaciones p?blicas que lanzar? la nueva Biblia al mercado mundial. Pero desde el momento en que decide investigar acerca del nuevo Evangelio, cae preso de una red de intrigas que pone a prueba la autenticidad del descubrimiento. Sin que ning?n miembro de Resurrecci?n Dos consiga detenerlo, Randall conseguir? llegar hasta la ?nica persona que conoce la verdad.
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– Ciertamente la tienen -dijo Randall, tratando de dominar la virulencia que había en el tono de su voz.
– Ahora, con todo resuelto, con una dinamo como De Vroome al frente del Consejo Mundial -prosiguió Wheeler- y con el apoyo eclesiástico del Nuevo Testamento Internacional, estamos seguros de lograr el mayor retorno a la religión y la más importante renovación de la fe desde la Edad Media. El próximo siglo se conocerá como el Siglo de la Paz, así como aquel otro se llamó el de las Tinieblas.
Ocultando su disgusto, Randall se enderezó en su silla.
– Muy bien, George, magnífica labor. Sólo quisiera que me explicara usted una cosa. Yo he hablado con De Vroome. Yo sé cuáles son sus convicciones… cuáles eran sus convicciones. Sólo dígame cómo un reformista radical como él se las arregló para comprometer todo lo que representaba con tal de unirse a ustedes y su ortodoxia conservadora.
Wheeler pareció lastimado.
– Tiene usted una opinión equivocada de nosotros. Somos cualquier cosa excepto fundamentalistas dogmáticos. Siempre hemos estado dispuestos a acomodarnos a los cambios y modificaciones indispensables para satisfacer las necesidades espirituales y terrenales de la Humanidad. Ése es el milagro del Hombre de Galilea. Él era flexible, comprensivo, transigente. Y nosotros somos Sus hijos. Nosotros también somos flexibles, a efecto de servir mejor al bien común. Steven, sabemos que la avenencia nunca es unilateral. Cuando De Vroome aceptó nuestro descubrimiento y se dispuso a terminar con su rebeldía y su oposición, nosotros accedimos a llevarlo a la dirección del Consejo Mundial. Ello significa que estábamos dispuestos a aceptar cierto grado de reformas, no sólo en cuanto a la interpretación de las Escrituras, de la liturgia, sino también en las esferas de la reforma social y en los esfuerzos para hacer que la Iglesia responda más a las necesidades humanas. Como resultado de esa transacción, de ese remedio a un cisma peligroso, seguiremos adelante no sólo con una nueva Biblia, sino también con una nueva y dinámica Iglesia mundial.
Randall estaba quieto y callado, mirando fijamente a aquel santurrón de dos caras.
«Es un club feliz y despiadado -pensó Randall-. El club del poder.» Como un gigantesco oso hormiguero, con un hocico llamado transacción, cediendo un poco para llevarse mucho, acababa a lamidas con toda resistencia… Era invencible. Como Cosmos Enterprises. Como los monopolios de armamentos. O los grandes Gobiernos. Como la banda internacional. Como una fe ortodoxa cantada de oído. Al fin veía claramente cómo se había producido esta última amalgama. Él, Randall, había sido el involuntario catalizador. Él había descubierto el arma para aniquilar lo que era verdaderamente cínico y contrario a la gente, el arma que pondría fin a Resurrección Dos. Él se la había confiado a Maertin de Vroome. Con esta arma, De Vroome tenía el instrumento y la palanca que forzaría a los dirigentes de Resurrección Dos a transigir. Reconózcanme y los reconoceré. Opónganme resistencia, y con el arma de Randall los combatiré y al final los destruiré. Y en definitiva, De Vroome había preferido no extender la guerra civil para lograr una victoria total, sino transar al momento para lograr una victoria parcial instantánea. Una vez instalado en su puesto de secretario general del Consejo Mundial, sería el Judas que llevaría a la grey de los fieles hacia el redil de Wheeler.
Y Randall se daba cuenta de que en ese gran esquema de cosas, sólo una persona había quedado aislada: él mismo.
El punto estaba claro. Uno solo no podía resistir. Unirse a los demás, o quedarse solo. Con los demás, únicamente padecería el alma. Quedarse solo, sería la muerte.
– ¿Qué quiere usted de mí, George? -preguntó calmadamente-. Quiere que yo sea como De Vroome, ¿no es eso?
– Quiero que afronte los hechos, como lo hizo De Vroome. Los hechos y nada más. Usted se ha entregado a sus juegos descabellados, persiguiendo sospechas tontas, juntándose con delincuentes y chiflados excéntricos, y lo único que ha conseguido es dar mayor fuerza al Nuevo Testamento Internacional… y crearse a sí mismo un montón de problemas. Reconozca ahora que estaba equivocado, Steven.
– Y si lo reconozco, ¿qué?
– Entonces tal vez podríamos salvarlo -dijo Wheeler cautelosamente-. En el tribunal está usted en graves problemas. Estoy seguro de que el juez le aplicará el código. Irá a parar a la Bastille por quién sabe cuánto tiempo, y en desgracia, y no habrá ganado nada. El mercado para los mártires disidentes va a ser muy pobre en el futuro próximo. Cuando vuelva usted a la sala para escuchar el veredicto y la sentencia, pida hacer una declaración final. Nosotros nos encargaremos de que se le permita hacerla. Monsieur Fontaine tiene gran influencia aquí, y nuestro proyecto goza de mucho respeto.
– ¿Qué declaración debo hacer, George?
– Una declaración sencilla, hecha franca y humildemente, retractándose de su testimonio anterior. Diga que usted había oído que en Roma habían descubierto una parte que faltaba en el documento de Santiago, un fragmento auténtico de papiro y que, como miembro devoto de Resurrección Dos, usted se dispuso a recobrarlo para devolvérselo a su legítimo propietario. En Roma, halló el fragmento en poder de un criminal empedernido, Robert Lebrun, que se lo había robado al profesor Monti. Usted compró a Lebrun por una bagatela, sin tener idea de que el Gobierno italiano se opondría a que sacara el fragmento de Italia. Usted simplemente lo consideró como una parte faltante de los papiros de Santiago que estaban en Amsterdam, y se lo trajo a Francia con toda naturalidad para someterlo a una prueba rutinaria de autenticidad. Usted no tenía intención alguna de introducirlo de contrabando, así que cuando se lo encontraron, perdió la cabeza. No sabía que hubiera quebrantada ninguna ley, y se asustó, fingiendo que el fragmento era una falsificación que carecía de valor, meramente para probar que no llevaba usted encima un tesoro nacional, e inventando ese cuento para protegerse a sí mismo. Fue un error propiciado por su ignorancia de la Ley y por un exagerado entusiasmo por nuestro proyecto. Diga usted que está arrepentido, y pida que la corte lo perdone. Eso es todo lo que tiene que decir.
– Y si lo hago, ¿qué dirá el juez?
– Consultará con nosotros cinco y con el representante del Gobierno italiano, y ya no habrá problema. El magistrado aceptará nuestra recomendación. Le reducirá a usted la multa y le suspenderá la sentencia, y podrá salir de aquí en calidad de hombre libre, con la cabeza alta, y reunirse nuevamente con nosotros para la presentación del gran espectáculo que ofreceremos a la Prensa y el inolvidable drama histórico que se desarrollará pasado mañana por la mañana, desde el palacio real de Amsterdam.
– Suena interesante, debo admitirlo. Sin embargo, ¿qué si me rehusó a retractarme?
La sonrisa desapareció del rostro de Wheeler.
– Nos lavamos las manos en lo que a usted toca. Lo dejamos a merced del tribunal. No podremos ocultar su comportamiento, ni siquiera a Ogden Towery y Cosmos Enterprises esperó un momento-. ¿Qué dice, Steven?
Randall se encogió de hombros.
– No sé.
– Después de todo esto, ¿no lo sabe usted?
– Es que no sé qué decir.
Wheeler frunció el ceño y miró su áureo reloj de pulsera.
– Tiene usted diez minutos para decidirse -dijo austeramente-. Tal vez sea mejor que pase esos diez minutos con alguien que tenga más influencia sobre usted -se dirigió hacia la puerta-. Tal vez a ella sí sepa qué decirle -abrió la puerta, hizo una seña a alguien que estaba fuera y miró de nuevo a Randall-. Es su última oportunidad, Steven. Aprovéchela.
Wheeler salió, y un momento después entraba Ángela Monti, titubeante, cerrando la puerta tras de sí.
Randall se puso en pie lentamente. Le parecía que no la había visto hacía toda una vida. Ángela se veía desconcertantemente igual al día cuando él la miró por primera vez (siglos atrás, según el calendario de la pasión) en Milán. Llevaba una blusa de seda, lo bastante delgada como para revelar su sostén de media copa de encaje blanco, un ancho cinturón de ante y una corta faldita veraniega. Ángela se quitó los lentes oscuros de sol, y sus verdes ojos almendrados examinaron a Randall con inquietud, en espera de una palabra de bienvenida.