Dafne desvanecida
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El cubano (La Habana, 1959) Jos? Carlos Somoza qued? finalista del Nadal del 2.000 con esta complicada novela donde se plantea el conflicto entre el mundo `real` y el literario. La sociedad que imagina Somoza, aunque no necesariamente ut?pica ni ucr?nica (transcurre en un Madrid reconocible y en tiempos contempor?neos), es la de la preponderancia de lo literario, de lo narrativo. Hay una macroeditorial, SALMACIS, omnipotente que adem?s es s?lo la terminal ib?rica de una todav?a mayor multinacional. En esta sociedad donde `todo el mundo escribe`, un escritor de fama, Juan Cobo, ha sufrido un accidente de autom?vil y ha quedado amn?sico. Recuerda vagamente haber entrevisto a una dama misteriosa de la que cree haberse enamorado y cuya pista sigue. Por aqu? aparecen cosas bizarras como un restaurante `literario` donde los comensales, mientras restauran sus fuerzas, escriben en unos folios que les facilitan los siempre sol?citos camareros. Alg?n d?a estos fragmentos ser?n editados. Tambi?n aparece un curioso detective literario que se dedica, entre otras cosas, a detectar plagios e intertextualizaciones varias.
Seg?n explica el flamante propietario de SALMACIS, la novela del siglo XIX presenci? el predominio del personaje (Madame Bovary v.g.), el XX contempl? el ascenso y la dictadura del autor, pero el XXI es el tiempo del editor. Ser? -?es?- el editor quien conciba el libro y luego le de forma, recurriendo al autor como uno m?s dentro de la industria editorial (junto a correctores, `negros`, ilustradores, maquetadores, etc.), y sus preferencias van por la gran novela coral. Como una que aparece en `Dafne Desvanecida`, en la que se afanan docenas de an?nimos escritores a sueldo, plasmando la cotidianidad de un d?a en la vida de Madrid. La obsesi?n del editor por las descripciones literales de la realidad no es, en todo caso, casual, ya que ?l es ciego y, como le gusta recalcar, s?lo conoce las cosas a trav?s de la lectura (en su caso no dice si Braille o en voz alta por otra persona).
En este mundo los libros alcanzan su relieve m?s por la solapa que por el interior. Lo importante, recalca el detective Neirs, es la solapa. Ella nos explica c?mo hay que leer el libro. La cuesti?n no es balad?, y ?l lo explica. No es igual leer la Biblia como la verdad revelada de un dios omnipotente que leerla como lo que es, una colecci?n de chascarrillos folkl?ricos de un pueblo de pastores del Sina?. Pensemos, nos aconseja, en que si las `Mil Y Una Noches` se hubiera interpretado como la Palabra de Dios (es decir, si la `solapa` mantuviera tal), `muchos devotos hubieran muerto por Aladino, o habr?an sido torturados por negar a Scherezade…`.
Existen tambi?n los `modelos literarios`, algunas bell?simas como esa Musa Gabbler Ochoa que se ofrece, voluptuosa, a Juan Cobo, invit?ndole a que la maltrate, como acaba de contarle que hac?a su padre cuando era ni?a. Pero Cobo descubre en el apartamento de la Musa a un `voyeur`, no un voyeur sexual, sino literario, que emboscado tras unos biombos toma nota febrilmente de la escena. Despu?s se dar? cuenta de que la Gabbler se gana as? la vida y le ha metido como involuntario `modelo literario` en su vida, notando c?mo les sigue otro aparente `voyeur` que garrapatea subrepticiamente desde los portales y esquinas…
Pero nada es lo que parece. Cobos, en su b?squeda de la bella desconocida, a la que crey? entrever antes de su accidente en el restaurante literario (y que NO es la Gabbler), ser? sometido a un enga?o y a un chantaje. Se le hace creer que un escritor zumbado la tiene secuestrada y que va a matarla entre torturas, como pura experiencia literaria. Mientras haga esto, ir? publicando unos textos donde la mujer real va desapareciendo como mero personaje literario. ?l debe hacer lo contrario, contra reloj, darle caracter?sticas reales, sin miedo a caer en el prosa?smo (la pinta vulgar, casi fea, aunque con un remoto brillo de belleza en los ojos). Cobos, como un loco, apremiado por el detective, lo har?. Para descubrir luego, de boca del editor de SALMACIS, que todo es mentira, que ha sido inducido a ello para obligarle a escribir. Pero incluso su accidente es falso y la amnesia fue provocada ?Con su consentimiento! (seg?n demuestra un contrato que ?l firm? antes de la intervenci?n).
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– Juan, quería decirte… quería que supieras que…
Titubeó, como si la confesión que iba a hacerme fuera especialmente vergonzosa.
– Juan, la mujer de tu párrafo soy yo.
VIII EL AMOR ES UN LABERINTO
La revelación me dejó asombrado.
Sí, habíamos coincidido la noche del 13 de abril en La Floresta Invisible. Ella había llegado antes y me había visto entrar. Me recordaba perfectamente, porque, debido a su trabajo, conocía a casi todos los escritores profesionales. Moño y vestido eran los mismos que llevaba aquella mañana en las oficinas de Neirs. La única diferencia: no se había sentado en la mesa 15. Pero desde mi sitio era perfectamente posible ver su espalda, de modo que no era erróneo afirmar que ella ocupaba «una mesa solitaria frente a la mía». Qué coincidencia. Las coincidencias son como el amor y la literatura, igual de absurdas y desatinadas. Las coincidencias son la novela de Dios, que también es escritor, como todo el mundo.
Se había enterado de mi caso a través de Neirs. El detective, a quien ella visitaba regularmente para obtener nombres de futuros clientes, había notado mi asombro al verla al fondo del pasillo. Cuando me marché, le comentó mi problema. Neirs sabía que Musa, debido a su profesión, frecuentaba lugares como La Floresta. «Ya tenemos solapa, Musa: eres tú», le había dicho. Lo único que restaba por aclarar eran los detalles literarios: la repetición de frases, los párrafos posiblemente enmendados, etcétera, pero Neirs sospechaba que todo esto tendría una explicación muy fácil. Le había pedido a la modelo que no me dijera nada todavía, pero ella había decidido quebrantar su voto de silencio.
– ¿Por qué? -pregunté.
Entornó los párpados, jaspeados de tonos ocres.
– Porque leí lo que escribiste sobre mí.
Neirs le había mostrado el párrafo de la libreta. Ya podía imaginarme, dijo, ¡había leído tantas cosas sobre su persona!… Estaba acostumbrada a su propia descripción. Pero la sencillez, la espontaneidad de aquellas tranquilas frases -Me he enamorado de una mujer desconocida-, aún la fascinaba. No recordaba haber despertado jamás una pasión tan repentina. Y mientras decía esto, su cabeza de cabellos lacados asentía, y sus ojos se licuaban de admiración, y de amor, y de literatura, y de coincidencias.
Yo la escuchaba emocionado. Mi corazón latió voluptuosamente durante los 10 minutos que duró su confesión. Un detalle me agobiaba, sin embargo. Musa parecía considerar el párrafo como una declaración sincera procedente de un alma arrobada. Yo no estaba tan seguro. Quiero decir que era lógico pensar que el 13 de abril yo había sufrido un flechazo al contemplar aquella silueta con olor a perfumería, ojos abovedados de azul grisáceo, busto cimero y voz con matices de alfombra o abrigo de pieles. Un testigo imparcial hubiera elegido a Musa entre mil como protagonista indiscutible de «Me he enamorado de una mujer desconocida». Pero en aquel momento, en aquel preciso momento del café de Ópera, los ecos de mi presunta pasión habían desaparecido. Juro que me esforzaba por volver a experimentarla, por reconocer que el amor no es amnésico y ha de persistir -como la cicatriz de una quemadura- en algún repliegue del alma. Pero, a bote pronto, sólo lograba identificar una erección. Miraba a Musa, escuchaba a Musa, suspiraba y sonreía en simetría con Musa, pensaba: «¡Es ELLA! ¡Por fin!», pero lo único que percibía era que mi pene (que no tiene ojos y no sabe lo que es la literatura) tensaba peligrosamente la bragueta.
Y no podía olvidar a Don Cara Fofa, que seguía mirándome y deslizando la pluma sobre el cuaderno. «Quizá es este tipo quien me impide emocionarme», razoné. Porque él había organizado aquella cita (aunque Musa insistía en que me habría llamado de todas formas), y eso, naturalmente, restaba espontaneidad a la situación. Por si fuera poco, ignoraba si la modelo era sincera. Sin ir más lejos, aquella misma tarde la había visto improvisar una escena de magreos invisibles para un japonés. «Quizá haya recibido instrucciones para mirarme así -pensaba-, o para ejecutar este simple gesto que acaba de hacer ahora con la mano Hasta puede que haya memorizado un guión.» La angustia empezaba a resultarme insoportable. No podía saber si lo que ella me había dicho ya estaba escrito.
– ¿Te pica la nariz? -preguntó de repente.
– No. -Detuve mi tic-. Es que estaba pensando.
– ¿En qué?
– Me molesta un poco la presencia de ese hombre -dije en voz baja-. ¿No podríamos irnos a otro sitio?
Consultó la hora en su fina muñeca. «No te preocupes -dijo-. Ya terminó el trabajo.» Y como si la hubiera oído, Don Cara Fofa cerró el cuaderno y bajó del taburete.
– Por favor, Juan, no le digas nada. Ni siquiera lo mires. -Musa hospedó mis manos entre las suyas-. Ya terminó todo. El se marchará y nosotros también. No ha sido tan malo, ¿verdad?
Sí, había sido muy malo, pero no quería decírselo. Con el rabillo del ojo espié a Cara Fofa mientras se iba, y hube de hacer verdaderos esfuerzos para ignorarlo. «En otro momento averiguaré lo que buscas de mí», pensé. Desvié la atención hacia los ojos de Musa y vi pura belleza azul pigmentada por los destellos de la lámpara, como el visitante de un acuario asomado al estanque de peces tropicales. Pero sólo eso: belleza. ¿Hasta qué punto hay sinceridad en tu mirada?, me preguntaba. Cuando el hombre desapareció, nos pusimos en pie. Los zapatos de tacón la elevaban a lo inaccesible; yo llegaba un poco más arriba de sus generosos pechos. Los pezones, punzando la tela del jersey, me miraban como ojos vendados.
– Te invito a tomar la última copa en mi casa -dijo mientras recogía el bolso y el tabaco. Pero en vez de caminar hacia la salida se dirigió al fondo del café, hacia unas cortinas rojas.
– Vivo aquí -comentó. Y apartó las cortinas.
Vislumbré el interior de un portal. Subimos en un ascensor casi instantáneo hasta un brillante pasillo con una sola puerta al fondo, de color violeta. Sus tacones se hundieron en el felpudo de la entrada. El piso olía a perfumes encerrados. Las paredes, de colores chillones, estaban horadadas de nichos con figuras. El sofá parecía la mesa; la mesa, de espumillón rosado, semejaba la almohada. Las cortinas de papel mostraban un dibujo a tinta china de Picasso sobre toros y minotauros. Musa las descorrió electrónicamente. Refulgió bajo la noche el resplandor horizontal de la Plaza de Oriente.
– ¿Te gusta mi guarida? -preguntó.
Asentí. Claro que me gustaba; estaba fascinado.
Abandonó la boquilla en un cenicero que temblaba como un náufrago sobre la balsa rosada de la mesa; se quitó el fular y dejó que planeara hacia el sofá. Entonces se acercó a un mueble de curioso diseño. Era una maqueta del Teatro Real del tamaño de un velador de baja altura. Abrió el techo, y el interior fulguró de bombillas y espejos y expulsó la obertura de Carmen a través de altavoces en miniatura. Se inclinó y sacó una botella de martini, otra de champán y otra de whisky. Volvió a cerrar la tapa y la música cesó. «Un mueble bar precioso», comenté por decir algo. Sonrió y dijo que un decorador alemán lo había diseñado expresamente para ella. Durante un par de minutos contemplé cómo se dedicaba, con gran habilidad, a preparar la bebida. Molió hielo y agitó una coctelera sobre una barra color verde hierba. Abanicos de luz desvelaban, en la pared, la colosal foto de estudio de una mujer desnuda y arrodillada, los brazos envolviendo las rodillas, el rostro oculto entre las piernas, un moño pequeño como un chichón, todo el cuerpo en azul pavo real sobre fondo blanco. Demoré un instante en percatarme: era Musa. La Musa real, de pie frente a la foto, parecía lejana comparada con aquella enorme anatomía.
– A ver si te gusta. -Me entregó el cóctel-. Dicen que lo preparo bien.
El vaso (no podía ser menos) parecía la copa del Grial; su borde estaba repintado de oro. La vi arrellanarse en un diván rojo, cruzar las piernas y dejar caer una guinda en la bebida (hizo «pluc»). Alabé el cóctel sin exagerar. Ella sonrió, y una de sus bellísimas rodillas, al alzarse, imitó la forma y el paisaje de una cremosa cumbre nevada de montaña. ¿Me apetecía cenar? Podía preparar algo en un minuto. No, no, gracias, yo ya había cenado (era mentira; en realidad no sentía hambre, ni siquiera sed). La bebida me mareaba, también la decoración. Pero lo peor era Musa: sus largos muslos revelados por la tensa gruta de la minifalda; su sonrisa cazadora, disparada con puntería hacia mis ojos como un perfecto fogonazo. Me entraron unas ganas enormes de escribir: casi se igualaron a las que tenía de orinar y de satisfacer mis impulsos eróticos. En aquella casa, con aquella mujer, bebiendo aquel filtro, la ficción literaria surgía casi sin esfuerzo. Comencé a mover una pierna en un tic mecanográfico.