Llamadas Telefonicas
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Llamadas telef?nicas, libro por el que obtuvo el Premio Municipal de Santiago, 1998, es el primer conjunto de relatos publicado por Bola?o. Son catorce cuentos divididos en tres segmentos tem?ticos. Muchos de estos cuentos aluden a experiencias vividas por el escritor en su juventud.
Tras su publicaci?n, el diario El Pa?s de Espa?a coment?: `un pu?ado de piezas a menudo magistrales en las que con gravedad y humor a la vez, con la complicidad de una cultura descre?da pero en absoluto resignada, las diversas tonalidades de un talento m?ltiple suman un acorde decididamente seductor` (Fern?ndez Santos, Elsa. `El chileno de la calle del loro`, Paula, (782): 86-89, agosto, 1998).
NUNCA SABR? CON EXACTITUD qu? pas? con tal o cual personaje. Dif?cil ser?a dilucidar la bruma que se cierne en la ?ltima l?nea o determinar a ratos si es el narrador o el mismo Bola?o quien habla. Y no es que las catorce historias que conforman este libro dejen vac?os insalvables. Al contrario, su calidad de relatos abiertos otorga intensidad a la obra. El enigma de uno se renueva en el otro como si aquello que se desea contar abarcase todo, y no s?lo Llamadas Telef?nicas, sino el resto de su obra. Numerosos gui?os que se reiteran, abundantes llamadas por descubrir. Lo que queda en la superficie es consistente porque significa algo, algo que est? ah? o que vendr? luego, algo que intuye quien lee y que a veces espanta. Como Ch?jov, que entrev? el sentimiento que prevalecer? en los relatos y pregunta antes de comenzar la lectura: ?Qui?n puede comprender mi terror mejor que usted? Pero acaso ?Quiere usted comprenderlo? ?Puede sufrirlo? Dice uno de los narradores: Un poeta lo puede soportar todo. Lo que equivale a decir que un hombre lo puede soportar todo. Pero no es verdad: son pocas las cosas que un hombre puede soportar. Soportar de verdad. Un poeta, en cambio, lo puede soportar todo. Con esta convicci?n crecimos. El primer enunciado es cierto, pero conduce a la ruina, a la locura, a la muerte (`Enrique Martin`). Y Bola?o ?Lo sufre porque lo ha vivido, por que lo ha so?ado en alguna historia o porque quiso encarnarlo en sus personajes? Si los cuentos de este libro poseen tal intensidad, sorpresa y misterio no es s?lo porque la ficci?n est? imitando a la realidad, sino porque la primera, adem?s, est? reproduciendo la imitaci?n que hace de ella la segunda: dijo que incluso hab?a serpientes que se tragaban enteras y que si uno ve?a a una serpiente en el acto de autotragarse m?s val?a salir corriendo pues al final siempre ocurr?a algo malo, como una explosi?n de la realidad (`El Gusano`).
Pero el terror al que aludo dista mucho de narraciones sanguinarias o viejos cuentos para amedrentar ni?os. Se trata del horror frente al paso del tiempo, frente a lo m?s profundo del hombre, es el miedo a lo cotidiano, lo de siempre y lo de nunca, el horror frente al otro, ese que anda por ah? y que puede llegar a ser el impensado: uno mismo. Y entonces surgen los personajes: Sensini, viejo exiliado que muere con la angustia de no haber encontrado a su hijo, Enrique Martin, quien huye de algo que s?lo ?l sabe, la ex actriz porno que cuenta desde un hospital su relaci?n con un antiguo amante, ya fallecido, o los polic?as chilenos, en teor?a de izquierda, que refieren su encuentro en la comisar?a con un antiguo amigo, ahora reo: Hasta que un d?a (…) decidi? mirarse al espejo (…) y vio a otra persona (…) Le dije: mira, me voy a mirar yo en el espejo, y cuando yo me mire t? me vas a mirar a m? (…) y te vas a dar cuenta de que soy el mismo, que la culpa es de este espejo sucio (…) y me mir? y vi a alguien con los ojos muy abiertos, como si estuviera cagado de miedo, y detr?s de esa persona vi a un tipo de unos veinte a?os que nos miraba por encima de mi hombro (…) vi a dos antiguos condisc?pulos, un tira de veinte a?os, y el otro sucio, con el pelo largo, barbudo, en los huesos, y me dije: joder, ya la hemos cagado, Contreras, ya la hemos cagado. Despu?s cog? a Belano por los hombros y me lo llev? de vuelta al gimnasio. Cuando lo tuve en la puerta me pas? por la cabeza la idea de sacar la pistola y pegarle un tiro all? mismo (…) Despu?s hubiera podido explicar cualquier cosa. Pero por supuesto no lo hice /Claro que no lo hiciste. Nosotros no hacemos esas cosas, compadre /No, nosotros no hacemos esas cosas (`Detectives`)
Despu?s de cinco a?os de la primera edici?n de Llamadas Telef?nicas, y con la aparici?n de otras como Los Detectives Salvajes (1998) y Putas Asesinas (2001), resulta interesante volver a leer sus p?ginas puesto que ?sta se yergue como obra fundacional de las citadas. Ac? se encuentran numerosos antecedentes que se repetir?n a lo largo de la obra de Bola?o, cuya funci?n ser? continuar la historia nunca acabada, generada, retrocedida y adelantada en cada una de sus publicaciones. La saga de aventuras de Arturo Belano, cuya figura se funde a veces con la del mismo autor, encuentra su informe primo: el Belano quincea?ero, aquel del que nada se supo en Los Detectives Salvajes, obra dedicada pr?cticamente a ?l y que siguiendo el estilo de Bola?o, utiliza personajes de menor importancia para referir los sucesos del que interesa. Lo mismo en Llamadas Telef?nicas: relatos que remiten a otros relatos, breves pero importante noticias dentro de una historia m?s grande, personajes que s?lo importan por lo que deben contar, testimonios o?dos en un bar o alguna reuni?n y la siempre presente figura del indagador, el receptor que luego nos referir? algo, el cazador de cuentos, el detective: ?A qui?n busca este hombre? ?A un fantasma? Yo de fantasmas s? mucho, le dije la segunda tarde, la ?ltima que vino a visitarme, y ?l compuso una sonrisa de rata vieja, rata vieja que asiente sin entusiasmo, rata vieja inveros?milmente educada (…) le di trato de detective, tal vez mencion? la soledad y la inteligencia y aunque ?l se apresur? a decir no soy detective madame Silvestri, yo not? que le hab?a gustado que se lo dijera, lo mir? a los ojos cuando se lo dije y aunque aparentemente ni se inmut? yo not? el aleteo, como si un p?jaro hubiera pasado por su cabeza (`Joanna Silvestri`). Pero esta certera identificaci?n de narradores y/o personajes no sucede a menudo: gran parte de los relatos no poseen firma. La identidad del hablante permanece cuidadosamente oculta aunque a punto de revelarse por los datos, m?s o menos semejantes, que de s? mismo entrega en cada relaci?n. Es el chileno que ha errado por M?xico y Espa?a, que ha vuelto a Chile para volver a irse, el que recuerda con nostalgia, quien se encuentra en los lugares m?s ins?litos con alg?n compatriota hostil, el lector compulsivo y escritor fracasado ?Acaso una versi?n alterada del autor? ?Del Bola?o exiliado en Espa?a desde 1977?
Lo cierto es que ninguno de sus libros debe apartarse de su producci?n literaria. Individualizar uno de ellos (?o uno, uno solo de sus cuentos!) es funcional, pero insuficiente. La ?ltima l?nea de Llamadas Telef?nicas o de cualquiera de sus libros, nada dice de finales. Lo que genera este continuo movimiento dentro de sus obras es la captaci?n de que Bola?o no s?lo trata sus libros como parte de su vida, sino que se trata a s? mismo como parte de ellos. Esta inserci?n genera complejas encrucijadas y toma trabajo dilucidar si habla el personaje, el narrador, el autor, o incluso la conciencia inalcanzable del lector: As? supe algunas cosas que acaso hubiera preferido no saber, episodios que en nada contribu?an a mi serenidad, historias de las que un ego?sta debe protegerse siempre (`Clara`).
El tratamiento literario de Bola?o estrecha la relaci?n entre lector y lectura. Imposible leerlo sin implicarse, dif?cil saltarse un cuento y apurar la lectura. Dif?cil soportar su verdad, f?cil no pensarla. Pero el compromiso esta ah?, de uno depende encararlo, de uno evadirlo.
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No era un tipo curioso aunque pocas cosas se le pasaban por alto. Una vez miró los libros que yo llevaba, uno por uno, como si le costara leer o como si no supiera. Después nunca más volvió a interesarse por mis libros aunque cada mañana yo aparecía con uno nuevo. A veces, tal vez porque de alguna manera me consideraba un paisano, hablábamos de Sonora, que yo apenas conocía: sólo había ido una vez, para el funeral de mi abuelo. Nombraba pueblos como Nacozari, Bacoache, Fronteras, Villa Hidalgo, Bacerac, Bavispe, Agua Prieta, Naco, que para mí tenían las mismas cualidades del oro. Nombraba aldeas perdidas en los departamentos de Nacori Chico y Bacadéhuachi, cerca de la frontera con el estado de Chihuahua, y entonces, no sé por qué, se tapaba la boca como si fuera a estornudar o a bostezar. Parecía haber caminado y dormido en todas las sierras: la de Las Palomas y La Cieneguita, la sierra Guijas y la sierra La Madera, la sierra San Antonio y la sierra Cibuta, la sierra Tumacacori y la sierra Sierrita bien entrado en el territorio de Arizona, la sierra Cuevas y la sierra Ochitahueca en el noreste junto a Chihuahua, la sierra La Pola y la sierra Las Tablas en el sur, camino de Sinaloa, la sierra La Gloría y la sierra El Pinacate en dirección noroeste, como quien va a Baja California. Conocía toda Sonora, desde Huatabampo y Empalme, en la costa del Golfo de California, hasta los villorrios perdidos en el desierto. Sabía hablar la lengua yaqui y la pápago (que circulaba libremente entre los lindes de Sonora y Arizona) y podía entender la seri, la pima, la mayo y la inglesa. Su español era seco, en ocasiones con un ligero aire impostado que sus ojos contradecían. He dado vueltas por las tierras de tu abuelo, que en paz descanse, como una sombra sin asidero, me dijo una vez.
Cada mañana nos encontrábamos. A veces intentaba hacerme el distraído, tal vez reanudar mis paseos solitarios, mis sesiones de cine matinales, pero él siempre estaba allí, sentado en el mismo banco de la Alameda, muy quieto, con el Bali colgándole de los labios y el sombrero de paja tapándole la mitad de la frente (su frente de gusano blanco) y era inevitable que yo, sumergido entre las estanterías de la Librería de Cristal, lo viera, me quedara un rato contemplándolo y al final acudiera a sentarme a su lado.
No tardé en descubrir que iba siempre armado. Al principio pensé que tal vez fuera policía o que lo perseguía alguien, pero resultaba evidente que no era policía (o que al menos ya no lo era) y pocas veces he visto a nadie con una actitud más despreocupada con respecto a la gente: nunca miraba hacia atrás, nunca miraba hacia los lados, raras veces miraba el suelo. Cuando le pregunté por qué iba armado el Gusano me contestó que por costumbre y yo le creí de inmediato. Llevaba el arma en la espalda, entre el espinazo y el pantalón. ¿La has usado muchas veces?, le pregunté. Sí, muchas veces, dijo como en sueños. Durante algunos días el arma del Gusano me obsesionó. A veces la sacaba, le quitaba el cargador y me la pasaba para que la examinara. Parecía vieja y pesada. Generalmente yo se la devolvía al cabo de pocos segundos, rogándole que la guardara. A veces me daba reparo estar sentado en un banco de la Alameda conversando (o monologando) con un hombre armado, no por lo que él pudiera hacerme pues desde el primer instante supe que el Gusano y yo siempre seríamos amigos, sino por temor a que nos viera la policía del D.F., por miedo a que nos cachearan y descubrieran el arma del Gusano y termináramos los dos en algún oscuro calabozo.
Una mañana se enfermó y me habló de Villaviciosa. Lo vi desde la Librería de Cristal y me pareció igual que siempre, pero al acercarme a él observé que la camisa estaba arrugada, como si hubiera dormido con ella puesta. Al sentarme a su lado noté que temblaba. Poco después los temblores fueron en aumento. Tienes fiebre, dije, tienes que meterte en la cama. Lo acompañé, pese a sus protestas, hasta la pensión donde vivía. Acuéstate, le dije. El Gusano se sacó la camisa, puso la pistola debajo de la almohada y pareció quedarse dormido en el acto, aunque con los ojos abiertos fijos en el cielorraso. En la habitación había una cama estrecha, una mesilla de noche, un ropero desvencijado. En el interior del ropero vi tres camisas blancas como la que se acababa de quitar perfectamente dobladas y dos pantalones del mismo color colgados de sendas perchas. Debajo de la cama distinguí una maleta de cuero de excelente calidad, de aquellas que tenían una cerradura como de caja fuerte. No vi ni un solo periódico, ni una sola revista. La habitación olía a desinfectante, igual que las escaleras de la pensión. Dame dinero para ir a una farmacia a comprarte algo, dije. Me dio un fajo de billetes que sacó del bolsillo de su pantalón y volvió a quedarse inmóvil. De vez en cuando un escalofrío lo recorría de la cabeza a los pies como si se fuera a morir. Pero sólo de vez en cuando. Por un momento pensé que tal vez lo mejor sería llamar a un médico, pero comprendí que eso al Gusano no le iba a gustar. Cuando volví, cargado de medicinas y botellas de Coca-Cola, se había dormido. Le di una dosis de caballo de antibióticos y unas pastillas para bajarle la fiebre. Luego hice que se bebiera medio litro de Coca-Cola. También había comprado un pancake, que dejé en el velador por si más tarde tenía hambre. Cuando ya me disponía a irme, él abrió los ojos y se puso a hablar de Villaviciosa.
A su manera, fue pródigo en detalles. Dijo que el pueblo no tenía más de sesenta casas, dos cantinas, una tienda de comestibles. Dijo que las casas eran de adobe y que algunos patios estaban encementados. Dijo que de los patios escapaba un mal olor que a veces resultaba insoportable. Dijo que resultaba insoportable para el alma, incluso para la carencia de alma, incluso para la carencia de sentidos. Dijo que por eso algunos patios estaban encementados. Dijo que el pueblo tenía entre dos mil y tres mil años y que sus naturales trabajaban de asesinos y de vigilantes. Dijo que un asesino no perseguía a un asesino, que cómo iba a perseguirlo, que eso era como si una serpiente se mordiera la cola. Dijo que existían serpientes que se mordían la cola. Dijo que incluso había serpientes que se tragaban enteras y que si uno veía a una serpiente en el acto de autotragarse más valía salir corriendo pues al final siempre ocurría algo malo, como una explosión de la realidad. Dijo que cerca del pueblo pasaba un río llamado Río Negro por el color de sus aguas y que éstas al bordear el cementerio formaban un delta que la tierra seca acababa por chuparse. Dijo que la gente a veces se quedaba largo rato contemplando el horizonte, el sol que desaparecía detrás del cerro El Lagarto, y que el horizonte era de color carne, como la espalda de un moribundo. ¿Y qué esperan que aparezca por allí?, le pregunté. Mi propia voz me espantó. No lo sé, dijo. Luego dijo: una verga. Y luego: el viento y el polvo, tal vez. Después pareció tranquilizarse y al cabo de un rato creí que estaba dormido. Volveré mañana, murmuré, tómate las medicinas y no te levantes.
Me marché en silencio.
A la mañana siguiente, antes de ir a la pensión del Gusano, pasé un rato, como siempre, por la Librería de Cristal. Cuando me disponía a salir, a través de las paredes transparentes, lo vi. Estaba sentado en el mismo banco de siempre, con una camisa blanca holgada y limpia y unos pantalones blancos inmaculados. La mitad de la cara se la tapaba el sombrero de paja y un Bali le colgaba del labio inferior. Miraba al frente, como en él era usual, y parecía sano. Ese mediodía, al separarnos, me alargó con un gesto hosco varios billetes y dijo algo acerca de las molestias que yo había tenido el día anterior. Era mucho dinero. Le dije que no me debía nada, que hubiera hecho lo mismo por cualquier amigo. El Gusano insistió en que cogiera el dinero. Así podrás comprar algunos libros, dijo. Tengo muchos, contesté. Así dejarás de robar libros por algún tiempo, dijo. Al final le quité el dinero de las manos. Ha pasado mucho tiempo, ya no recuerdo la cifra exacta, el peso mexicano se ha devaluado muchas veces, sólo sé que me sirvió para comprarme veinte libros y dos discos de los Doors y que para mí esa cantidad era una fortuna. Al Gusano no le faltaba el dinero.