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La palabra

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La palabra
Название: La palabra
Автор: Wallace Irving
Дата добавления: 16 январь 2020
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La palabra - читать бесплатно онлайн , автор Wallace Irving

En las ruinas de Ostia Antica, el profesor Augusto Monti descubre un papiro del siglo I d.C. que resulta ser el m?s grande y trascendental descubrimiento arqueol?gico de todos los tiempos. Es el Documento Q, el evangelio escrito por Santiago, hermano menor de Jes?s, y ofrece al mundo moderno a un nuevo Jesucristo, desvela los secretos de sus a?os desconocidos y contradice los relatos existentes sobre su vida. Te?logos, impresores, ling?istas, traductores, crist?logos y otros profesionales de todo el mundo forman un ?nico grupo de trabajo, conocido en clave como Resurrecci?n Dos, que publicar? y explotar? la nueva versi?n de la Palabra, una empresa comercial de tal magnitud que ning?n rastro de falsedad deber?a ensombrecerla.

Steven Randall dirige la agencia de relaciones p?blicas que lanzar? la nueva Biblia al mercado mundial. Pero desde el momento en que decide investigar acerca del nuevo Evangelio, cae preso de una red de intrigas que pone a prueba la autenticidad del descubrimiento. Sin que ning?n miembro de Resurrecci?n Dos consiga detenerlo, Randall conseguir? llegar hasta la ?nica persona que conoce la verdad.

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– Pero, ¿cómo pudo siquiera ocurrírsele la posibilidad de engañar a los estudiosos y a los teólogos? -quiso saber Randall-. Puedo comprender que usted llegara a aprender suficiente griego, pero me han dicho que el arameo es verdaderamente difícil, además de ser una lengua extinta…

– No del todo extinta -dijo Lebrun con una sonrisa-. Una cierta forma de arameo se habla aún hoy día entre musulmanes y cristianos en una zona fronteriza de Kurdistán. En cuanto a que el arameo sea, como usted dice, verdaderamente difícil… pues lo es, lo era, pero consagré cuatro décadas de mi vida a estudiarlo, mucho más tiempo del que jamás dediqué a aprender los refinamientos de mi natal francés. Estudiaba las publicaciones académicas de filología, etimología y lingüística, en las cuales aparecían artículos técnicos escritos por las principales autoridades, desde el abad Petropoulos, de Simopetra, hasta el doctor Jeffries, de Oxford. Estudié libros de texto, como el del alemán Franz Rosenthal, Gramática del arameo bíblico, que encontré en Wiesbaden. Y lo más importante de todo es que conseguí y estudié, en reproducciones (habiéndolas copiado a mano cientos de veces para que pudiera yo escribir el lenguaje con facilidad) los antiguos manuscritos arameos del Libro de Enoch, el Testamento de Levi y los Apócrifos del Génesis, todos los cuales existen hoy en día. Es una lengua difícil, en verdad, pero con aplicación la dominé.

Impresionado, Randall quería saber más.

– Monsieur Lebrun, la autenticidad del papiro es lo que más me intriga. ¿Cómo pudo usted manufacturar papiro que pudiera pasar nuestras complicadas pruebas científicas?

– No intentando manufacturarlo -dijo Lebrun simplemente-. Tratar de reproducir papel antiguo habría sido temerario. En realidad, el papiro y también el pergamino fueron los elementos menos dificultosos de la falsificación. Quizá los más peligrosos, pero los más sencillos. Como usted sabe, señor Randall, yo había sido no sólo falsificador sino también ladrón. Mis amigos del bajo mundo eran criminales y ladrones. Juntos, durante un lapso de dos años, adquirimos los antiguos materiales para escritura. A través de mis estudios, yo conocía la ubicación de todos los rollos y los códices catalogados del siglo i, al igual que la de los descubrimientos que todavía estaban fuera de catálogo. Conocía los museos privados y públicos donde se guardaban o exhibían, y conocía también a los millonarios coleccionistas privados. Muchos rollos están en blanco al principio o al final, así como muchos códices tienen hojas sin usar, y eso fue lo que yo robé.

La audacia del hombre asombraba a Randall.

– ¿Puede usted ser más específico? Quiero decir, ¿cuáles colecciones… dónde?

Lebrun sacudió la cabeza.

– Prefiero no decirle a usted los sitios exactos de los cuales sustraje el papiro y la vitela, pero no tengo inconveniente en hablarle de las colecciones que nosotros… examinamos, algunas de las cuales eventualmente visitamos de nuevo con intenciones más serias. Fuimos a la Biblioteca del Vaticano y al Museo de Turín, en Italia; a la Bibliothèque Nationale, en Francia; a la Oesterreichische Nationalbibliothek, en Austria; a la Biblioteca Bodmer, cerca de Ginebra, en Suiza; y a numerosos repositorios en la Gran Bretaña. Entre estos últimos estaban la Colección Beatty, en Dublín; la Biblioteca Rylands, en Manchester; y el Museo Británico, en Londres.

– ¿En realidad cometió usted robos en esos lugares?

Lebrun se compuso la ropa.

– Sí, lo hicimos; en algunos, no en todos… porque no todos… porque no todos poseían papiros y pergaminos que dataran precisamente del siglo i. El Museo Británico fue particularmente fructífero. Una de las fuentes más tentadoras, ya que ofrecía un rollo de papiros del siglo i con superficies blancas; un papiro de Samaria con una porción de regular tamaño en blanco. Y lo mejor de todo fue que una gran cantidad de los papiros del Museo Británico, también con muchas zonas en blanco, estaba desorganizada y sin catalogar, debido a la falta de personal y de fondos de mantenimiento, y por lo tanto estaba relativamente mal protegida. Luego, naturalmente, había verdaderos tesoros en mi París natal, en la Bibliothèque Nationale. La biblioteca ha acumulado miles de esos manuscritos en sus bodegas, sin traducir, sin publicar, sin catalogar. Qué lástima, semejante desperdicio. Así que me hice de unas cuantas hojas en blanco de pergamino del siglo i, y les di un buen uso. ¿Me comprende usted, Monsieur?

– Ciertamente -dijo Randall-. Pero, por Dios, ¿cómo se las arregló usted para sacarlas?

– Simplemente haciéndolo -dijo Lebrun ingenuamente-. Procediendo audazmente pero con cautela. A algunos museos entraba yo mucho antes del amanecer, y en otros me ocultaba adentro hasta después de la hora de cerrar. En todos los casos, una vez que había inutilizado los sistemas de alarma, llevaba a cabo mis robos. En los museos más ampliamente protegidos, recurría yo a colegas que tenían más práctica y a quienes les pagaba bien. En dos casos logré negociar. Esos pobres guardianes de los museos y las bibliotecas están miserablemente pagados, usted lo sabe. Algunos tienen familias; muchas bocas que alimentar. Los sobornos modestos abren muchas puertas. No, señor Randall, no me fue difícil allegarme la pequeña cantidad de papiro y pergamino que yo necesitaba. Y tenga usted en cuenta que todas las piezas eran auténticas; los pergaminos no eran anteriores al año 5 a. de J., y los papiros no eran posteriores al año 90 A. D. Para la tinta empleé una fórmula usada entre los años 30 y 62 A. D., que reproduje con un ingrediente envejecedor especial añadido a negro de humo y resina vegetal, la misma usada por los escribanos del siglo i.

– Pero el contenido de su informe de Petronio y su evangelio de Santiago -dijo Randall-, ¿cómo es que pudo imaginar que semejantes documentos serían aceptables para los teólogos y los estudiosos más doctos del mundo?

La boca de Lebrun dibujó una gran sonrisa.

– Primero, porque había una desesperada necesidad de ambos documentos. Había, dentro de la religión, hombres ambiciosos de dinero o de poder que deseaban que se realizara tal hallazgo. Los dirigentes religiosos estaban preparados para aceptarlo. Lo deseaban. El clima y los tiempos estaban maduros para un Jesús resucitado. Además, porque ni una sola idea o acción de las que asenté en nombre de Petronio y de Santiago fue completamente inventada por mí. Casi todo lo que utilicé había sido sugerido ya, cuando menos una vez, por los padres de la Iglesia o por los historiadores o por otros antiguos evangelistas en los años posteriores al siglo i. Todo estaba allí, convirtiéndose en polvo, abandonado y completamente ignorado, excepto por los teóricos contemporáneos.

– ¿Qué es lo que estaba allí? -inquirió Randall-. ¿Puede usted darme algunos ejemplos? Tomemos el Pergamino de Petronio. ¿Existió realmente una persona llamada Petronio?

– El Evangelio Perdido de San Pedro dice que existió. -¿El Evangelio Perdido de San Pedro? Nunca había oído hablar de eso.

– Pues existe -dijo Lebrun-. Fue encontrado en una sepultura antigua cerca del pueblo de Akhmim, la antigua Panópolis, en el Alto Nilo, en Egipto, durante 1886, por unos arqueólogos franceses. El evangelio de Pedro es un códice en pergamino que fue escrito hacia el año 130 A. D. Difiere de los evangelios canónicos en veintinueve aspectos. Dice que Herodes (no los judíos ni Pilatos, sino Herodes) fue el responsable de la ejecución de Jesús. Dice además que el capitán que encabezaba a los cien soldados que estuvieron a cargo de Jesús se llamaba Petronio.

– ¡Maldita sea! -dijo Randall-. ¿Quiere usted decir que el evangelio de Pedro es verdadero?

– No solamente es verdadero, sino que Justino Mártir (quien se convirtió al cristianismo en el año 130 A. D.) nos dice que en su tiempo, cuando era leído, el evangelio de Pedro era más respetado que los cuatro evangelios actuales. Sin embargo, cuando el Nuevo Testamento fue integrado en el siglo iv, ese evangelio de Pedro no fue incluido, sino que lo desecharon, lo relegaron a los Apócrifos… es decir, a los escritos de autoridad dudosa o que están fuera del canon católico.

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