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Sangre y Hielo

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Sangre y Hielo
Название: Sangre y Hielo
Автор: Masello Robert
Дата добавления: 16 январь 2020
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Sangre y Hielo - читать бесплатно онлайн , автор Masello Robert

Un thriller sobrecogedor que comienza en la guerra de crimea y culmina en medio de la belleza letal de la Ant?rtida, donde duerme una verdad: la necesidad nos convierte en monstruos.

En 1856 un barco se pierde en los confines del mundo, en las estribaciones de la Ant?rtida: a bordo, una pareja con una extra?a enfermedad que aterroriza a la tripulaci?n.

En nuestros d?as, Michael Wilde, un fot?grafo de naturaleza, atormentado por el accidente que hizo que su prometida quedara en coma irreversible, acepta participar en una misi?n cient?fica al Polo Sur.

En el transcurso de una inmersi?n Michael descubre a una mujer atrapada en el hielo de un iceberg, tal vez acompa?ada por otra persona. Todos est?n de acuerdo en subir a la superficie el sorprendente descubrimiento… sin recordar que algunos pasados nunca mueren, y que las maldiciones eligen momentos insospechadamente oportunos para volver a la vida, y despiertan con la misma sed de sangre, una sed insaciable desde la batalla de Balaclava.

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Se dirigió hacia la ventana y abrió las cortinas con adornos florales. Se veían todavía unas cuantas luces en los edificios cercanos. Pasó un camión de la limpieza. ¿Cómo iba a poder contarle todo lo que necesitaba saber? No era sólo al hielo a lo que tenía que temer… sino también al contacto humano. Al contacto humano muy íntimo.

¿Cómo iba a contarle que aunque su sed ya no existiera, la enfermedad sí? ¿Que podía ser una amenaza para cualquiera a quien deseara abrazar?

Y ya que estábamos, ¿podría decirse eso a sí mismo?

Cuando el zumbido del coche de la limpieza se alejó en la distancia, regresó a la puerta del baño y se pasó allí la siguiente media hora intentando aliviar su sensibilidad herida. Eleanor estaba tan disgustada por lo corto y lo liviano de su vestido que no salió de allí hasta que él no le juró repetidas veces que ahora esa era la última moda y que todo el mundo iba vestido de la misma manera.

– La mayor parte del tiempo, incluso llevan menos ropa -afirmó, preguntándose qué pensaría de la primera patinadora en biquini que se encontrara. Cuando finalmente consintió, salió del cuarto de baño furiosamente ruborizada y le dejó sin aliento.

Incluso a esa hora tan temprana, Ocean Drive estaba colapsado por el tráfico y Eleanor se asustó de los autobuses que pasaban como si fueran dragones escupiendo fuego. Se le colgó del brazo como si fuera un salvavidas, ante los coches, el clamor y las luces del tráfico. Pero fuera cual fuese la calidez que hubiera absorbido en el baño, desaparecía con toda rapidez; tenía la mano helada, como notó él.

En Point Adélie, ella le había confesado que lo que más deseaba en el mundo era sentir el calor del sol sobre el rostro y él estaba deseando poder mostrarle la salida del sol sobre el océano. Acababan de pararse en un cruce de la calle, donde se les emparejó un vendedor callejero que empujaba un carrito de helados italianos, casi el único peatón que vieron a esa hora y que les lanzó una mirada esperanzada.

Michael reaccionó como si el hombre llevara dinamita, a juzgar por el modo en que apartó a Eleanor del carro. El vendedor se le quedó mirando como si se hubiera vuelto loco, pero Michael se sabía las reglas y era consciente también de que nunca iba a poder bajar la guardia. Siempre tendría que estar alerta, y cuando viniera el momento en que pudiera contarle a ella el resto del secreto, igualmente tendría que mantener la discreción ante los demás. Pero, ¿por qué molestarla, en ese extraño momento en que ella iba a volver a experimentar la felicidad, con algo que él podía cargar a solas?

Cuando cruzaron la calle y después las dunas cubiertas de maleza, el cielo parecía variar del intenso color púrpura como la tinta a un resplandor rosado. Michael la llevó hasta las altísimas palmeras, a disfrutar de la brisa del mar, y después hacia las olas. Mientras al sol subía por el horizonte, se sentaron en la arena blanca y simplemente contemplaron el paisaje. Observaron cómo ascendía el sol, convirtiendo el océano en un espejo plateado, barnizando las nubes con un matiz rubí. Los ojos verdes de Eleanor relumbraron a la luz de la mañana y cuando un águila pescadora barrió la superficie del agua, la siguió con la mirada. Fue entonces cuando él descubrió su sonrisa atribulada.

– ¿Qué te pasa? -inquirió.

– Estaba pensando en algo -repuso ella, con su largo pelo castaño, aún húmedo por el baño, cayéndole sobre los hombros-, en una cancioncilla de una revista de variedades de otra época.

– ¿Qué decía? -Él percibió cómo sus dedos se deslizaban dentro de su mano. Expuestos al sol de la mañana, habían adquirido algo más de calor. El águila se precipitó sobre las olas.

– Y algún día iremos a la orilla del mar -recitó ella con voz cantarina-, donde hay cocoteros tan altos como San Pablo y la arena es tan blanca como la tiza de Dover.

Su mirada se deslizó por el brillante horizonte, la amplia playa blanca, Michael percibió algo parecido a la alegría bailoteando en sus ojos.

– Y así es -continuó ella, aún sosteniendo su mano-, aquí estamos.

Roberto Masello

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