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La palabra

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La palabra
Название: La palabra
Автор: Wallace Irving
Дата добавления: 16 январь 2020
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La palabra - читать бесплатно онлайн , автор Wallace Irving

En las ruinas de Ostia Antica, el profesor Augusto Monti descubre un papiro del siglo I d.C. que resulta ser el m?s grande y trascendental descubrimiento arqueol?gico de todos los tiempos. Es el Documento Q, el evangelio escrito por Santiago, hermano menor de Jes?s, y ofrece al mundo moderno a un nuevo Jesucristo, desvela los secretos de sus a?os desconocidos y contradice los relatos existentes sobre su vida. Te?logos, impresores, ling?istas, traductores, crist?logos y otros profesionales de todo el mundo forman un ?nico grupo de trabajo, conocido en clave como Resurrecci?n Dos, que publicar? y explotar? la nueva versi?n de la Palabra, una empresa comercial de tal magnitud que ning?n rastro de falsedad deber?a ensombrecerla.

Steven Randall dirige la agencia de relaciones p?blicas que lanzar? la nueva Biblia al mercado mundial. Pero desde el momento en que decide investigar acerca del nuevo Evangelio, cae preso de una red de intrigas que pone a prueba la autenticidad del descubrimiento. Sin que ning?n miembro de Resurrecci?n Dos consiga detenerlo, Randall conseguir? llegar hasta la ?nica persona que conoce la verdad.

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– Dile a Giuseppe que te deje primero a ti en el «Excelsior» -dijo Ángela-. Después, puede llevarme a mí a casa.

Randall dio instrucciones al chófer y se volvió hacia Ángela una vez más.

– ¿Regresarás a Amsterdam mañana por la mañana?

Ella sonrió pícaramente.

– Mañana por la noche, si mi jefe no me despide. Quisiera ir de compras con mi hermana y llevar a mis sobrinos a los Jardines Borghese, y quizá visitar a algunos amigos. Mañana por la noche tu secretaria regresará, si te parece bien.

– No me parece bien, pero la estaré esperando.

Ella estaba observándolo. Su sonrisa había desaparecido.

– Quiero preguntarte algo, Steven…

– ¿Qué cosa?

– Una vez que estemos de vuelta en Amsterdam, ¿qué te propones hacer?

– Trabajar, por supuesto. Trabajaré afanosamente para terminar con el proyecto. -Él vio la intención de Ángela en su rostro y comprendió-. Oh, quieres decir que… ¿si voy a continuar tratando de averiguar algo más acerca del fragmento del papiro… acerca de la fotografía? No, Ángela. Tu padre fue el último intento. Es un callejón sin salida. Aun cuando quiera continuar, ya no hay ningún sitio adónde ir. Voy a almacenar mi lupa y mi gorro de cazador, junto con mis impulsos de Sherlock Holmes. Ya volví al negocio de las promociones. Me dedicaré por completo a vender la Palabra.

– ¿Aunque tengas dudas?

– Ángela, a eso he venido a Roma. Siempre tendré dudas acerca de los misterios, de la misma manera como siempre tendré un cierto grado de fe. ¿Conoces la oración de Ernesto Renán? «Oh Dios, si existe un Dios, salva mi alma, si tengo un alma.» Ése soy yo ahora.

Ángela se rió.

– ¿Y puedes vivir así?

– Tengo que hacerlo. No hay alternativa -Randall apretó la mano de Ángela-. No te preocupes, seguiré adelante… Ya llegamos al «Excelsior». Está bien, querida, un beso más. Nos veremos mañana.

Después de que se había bajado del «Opel» con su portafolio y había visto alejarse al automóvil, se dirigió hacia el fresco hall del «Hotel Excelsior». Se detuvo brevemente ante la mesa del conserje para recoger su llave y cruzó el vestíbulo hacia los ascensores.

Uno de los ascensores acababa de llegar a la planta baja y de él estaban saliendo los pasajeros. Randall se hizo a un lado hasta que quedó vacío; luego entró al ascensor, dando media vuelta para oprimir el botón del quinto piso. Al hacerlo, se dio cuenta de que alguien más había entrado al ascensor, inmediatamente detrás de él, y ahora extendía el brazo por encima de su hombro para oprimir el botón del cuarto piso. Era un brazo que estaba cubierto por un atuendo clerical.

Cuando las puertas se cerraron tras ellos y el ascensor comenzó a ascender lentamente, Randall se dio la vuelta para mirar a su compañero.

Se quedó sin aliento.

Sobrepasándolo en estatura y envuelto en una sotana negra, el cadavérico rostro le brindó una levísima sonrisa con los ojos. Era el dominee Maertin de Vroome.

– Así que volvemos a encontrarnos, señor Randall -dijo el dominee De Vroome-. Espero que su visita de esta tarde a nuestro profesor Monti haya sido productiva.

Totalmente desconcertado, Randall dijo abruptamente:

– ¿Cómo demonios supo usted que lo vi?

– Usted vino a Roma para verlo, así como yo lo hice antes. Es sencillo. He convertido en uno de mis deberes sagrados el estarlo vigilando a usted, señor Randall. Desde la última ocasión en que estuvimos juntos, he observado cada uno de sus movimientos subsecuentes con creciente interés y con un respeto cada vez mayor. Tal como me lo imaginé desde un principio, usted es un buscador de la verdad, de los cuales no hay muchos. Usted es uno de ellos. Yo soy otro. Me complace saber que nuestras búsquedas son iguales y que nuestros senderos convergen. Tal vez ha llegado la hora de que tengamos, aquí en la Ciudad Eterna, otra charla privada.

Randall se puso rígido.

– ¿Acerca de qué?

– Acerca de la falsificación del Evangelio según Santiago y del Pergamino de Petronio.

– ¿Por qué… por qué demonios está usted tan seguro de que son falsificaciones?

– Porque acabo de ver al falsificador en persona y me he enterado de todos los detalles del fraude… Bien, hemos llegado; éste es mi piso. Confío en que usted también se quedará aquí. ¿O no, señor Randall?

En el esplendor de la amplia y afelpada sala de la suite del dominee De Vroome en el «Hotel Excelsior», Randall se sentó aturdido.

Totalmente estupefacto por las contundentes palabras del clérigo, Randall lo había seguido dócilmente hacia fuera del ascensor, cruzando el pasillo regiamente alfombrado y llegando finalmente hasta la propia suite.

Randall quería creer que ésta era una trampa, un engaño, alguna clase de juego que De Vroome deseaba jugar con él. Aun cuando había estado tan escéptico acerca del proyecto, tan lleno de dudas, Randall quería dudar ahora del enemigo del proyecto. Pero no podía. Hubo algo en el tono de voz de De Vroome, cuando le habló en el ascensor, que le indicaba que por fin estaba a punto de saber la verdad.

Se hundió en el sillón de terciopelo café, todavía sin decir palabra. No le quitó los ojos de encima al dominee De Vroome. El clérigo le había preguntado si deseaba que subieran a la habitación algún bocadillo, unos hors d'oeuvres. Le había recomendado el caviar Beluga o el prosciutto di Parma. Randall había negado con la cabeza, incrédulo ante la naturalidad de su anfitrión.

– Entonces un trago -dijo el dominee De Vroome-; seguramente apetecerá un trago.

El clérigo había caminado silenciosamente sobre los tapetes orientales hacia lo que resultó ser un refrigerador con puerta de madera que estaba entre la chimenea de mármol y el antiguo escritorio de caoba. Examinó las botellas que estaban en la bandeja que había encima del pequeño refrigerador.

Todavía dando la espalda a Randall, preguntó:

– ¿Qué desea beber, señor Randall? Yo me serviré un coñac y agua.

– Escocés con hielo, por favor.

– Muy bien.

Mientras preparaba las bebidas, De Vroome continuó hablando:

– La mayoría del personal que colabora en la producción del Nuevo Testamento Internacional (sí, señor Randall, ahora ya sé cuál es el nombre) es gente decente; hombres profundamente espirituales, como usted lo ha señalado. Ellos creen en la esencia de la Palabra, al igual que yo. Pero están tan ansiosos por contemplar una renovación de la fe universal que se han sometido a quienes habrían de manipularlos. Ellos mismos se han dejado cegar por esos comerciantes de la religión, hambrientos de poder; aquellos que utilizarían cualquier recurso con tal de sobrevivir. -Hizo una pausa-. Aun la falsificación.

De Vroome se alejó lentamente del bar empotrado, llevando un vaso en cada mano.

– No abrigue dudas, señor Randall. Usted ha estado sobre la pista correcta. Existe un falsificador y nosotros lo hemos escuchado. Lo hemos visto.

Llegó hasta la pequeña mesa de madera color oscuro, colocó frente a Randall el vaso con escocés y se sentó cómodamente en el sofá color café más cercano a Randall.

Levantó su copa y, con una intencionada sonrisa, hizo un brindis.

– Por la verdad -propuso el reverendo.

Sorbió su coñac, dándose cuenta de que Randall no había tocado su vaso y asintiendo comprensivamente.

Dejó su copa sobre la mesa, se cubrió las piernas con su sotana negra y se encaró a Randall directamente.

– Los hechos -dijo-. ¿Cómo fue que localizamos al falsificador? No teníamos manera de localizarlo, a pesar de que estábamos seguros de que existía o había existido. No, nosotros no lo encontramos. Él nos encontró a nosotros. El señuelo fue, impensadamente, la serie de artículos de Cedric Plummer acerca del cisma que hay dentro de las Iglesias cristianas, de mis esfuerzos en favor de la Reforma, de los preparativos de la jerarquía ortodoxa para sostenerse con la publicación de un Nuevo Testamento, drásticamente revisado, basado en algún nuevo descubrimiento secreto en Italia. Los artículos del señor Plummer, como usted sabe, se difundieron internacionalmente, y uno de los principales diarios que publicaron una traducción fue Il Messaggero, el periódico de gran circulación aquí en Roma.

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