2666
2666 читать книгу онлайн
Es un libro bello, largo y complejo. Consta de cinco partes que tienen ritmos y temas diferentes, pero que armonizan y convergen para conformar un todo inmenso, un relato multifac?tico que presenta la realidad social y la realidad individual en el siglo XX y el enigm?tico comienzo del XXI.
Podr?a decirse que el protagonista es un escritor alem?n que tiene un proceso de desarrollo singular?simo, dram?tico y c?mico a la vez, que, careciendo de educaci?n y capacidades comunicativas, escribe por puro talento y debe ocultar su identidad para protegerse del caos del nazismo, mientras que sus cr?ticos lo buscan sin ?xito por todo el mundo, todo lo cual conforma un relato que mantiene al lector en suspenso, de sorpresa en sorpresa. Pero eso no ser?a exacto. Tambi?n podr?a decirse, y tal vez ser?a m?s cierto, que el protagonista de la novela es la maldad misma y la sinraz?n del ser humano en el siglo XX, desde el noroeste de M?xico hasta Europa Oriental, desde la vida liviana de unos cr?ticos de literatura hasta las masacres de una aristocracia mafiosa en los pueblos del tercer mundo, pasando por la Segunda Guerra Mundial, el mundo del periodismo, el deporte (boxeo), la descomposici?n familiar y los establecimientos siqui?tricos. El singular escritor alem?n encarna, tal vez, la bondad y la autenticidad que resplandecen en medio de tanta maldad.
Cada una de las cinco partes es una peque?a novela. Una serie de estupendos personajes secundarios dan vida a cinco cuentos que se entrelazan de forma insospechada. No obstante, es el conjunto el que presenta el cuadro fabuloso que el autor quiere comunicar.
El estilo es sobrio, preciso, estricto, bello. El suspenso mantiene el inter?s del lector. Un verdadero ejemplo de literatura.
Внимание! Книга может содержать контент только для совершеннолетних. Для несовершеннолетних чтение данного контента СТРОГО ЗАПРЕЩЕНО! Если в книге присутствует наличие пропаганды ЛГБТ и другого, запрещенного контента - просьба написать на почту [email protected] для удаления материала
Repitió lo que ya había dicho: un desierto muy grande, una ciudad muy grande, en el norte del estado, niñas asesinadas, mujeres asesinadas. ¿Qué ciudad es ésa?, se preguntó.
A ver, ¿qué ciudad es ésa? Yo quiero saber cómo se llama esa ciudad del demonio. Meditó durante unos segundos. Lo tengo en la punta de la lengua. Yo no me censuro, señoras, menos tratándose de un caso así. ¡Es Santa Teresa! ¡Es Santa Teresa! Lo estoy viendo clarito. Allí matan a las mujeres. Matan a mis hijas.
¡Mis hijas! ¡Mis hijas!, gritó al tiempo que se echaba sobre la cabeza un rebozo imaginario y Reinaldo sentía que un escalofrío le bajaba como un ascensor por la columna vertebral, o le subía, o ambas cosas a la vez. La policía no hace nada, dijo tras unos segundos, con otro tono de voz, mucho más grave y varonil, los putos policías no hacen nada, sólo miran, ¿pero qué miran?, ¿qué miran? En ese momento Reinaldo intentó llevarla al orden y que dejara de hablar, pero no pudo. Sáquese, so sobón, dijo Florita. Hay que avisar al gobernador del estado, dijo con la voz bronca. Esto no es ninguna broma. El licenciado José Andrés Briceño tiene que saber esto, tiene que enterarse de lo que le hacen a las mujeres y a las niñas en esa bella ciudad de Santa Teresa. Una ciudad que no sólo es bella sino también industriosa y trabajadora. Hay que romper el silencio, amigas. El licenciado José Andrés Briceño es un hombre bueno y cabal y no dejará en la impunidad tantos asesinatos. Tanta desidia y tanta oscuridad. Luego puso voz de niña y dijo: algunas se van en un carro negro, pero las matan en cualquier lugar. Después dijo, con la voz bien timbrada: por lo menos podrían respetar a las vírgenes. Acto seguido dio un salto, perfectamente captado por las cámaras del estudio 1 de televisión de Sonora, y cayó al suelo como impulsada por una bala. Reinaldo y el ventrílocuo acudieron prestos a socorrerla pero cuando la intentaban levantar, cada uno por un brazo, Florita rugió (Reinaldo jamás en su vida la había visto así, propiamente una erinia): ¡no me toquen, putos insensibles! ¡No se preocupen por mí! ¿Es que no entienden de qué hablo? Luego se levantó, miró hacia el público, se acercó a Reinaldo y le preguntó qué había pasado, y acto seguido pidió disculpas mirando directamente hacia su cámara.
Por aquellos días Lalo Cura encontró unos libros en la comisaría, que nadie leía y que parecían destinados a ser alimento de las ratas en lo alto de las estanterías llenas a rebosar de informes y archivos que todo el mundo había olvidado. Se los llevó a su casa. Eran ocho libros y al principio, para no abusar, se llevó tres: Técnicas para el instructor policíaco, de John C. Klotter, El informador en la investigación policíaca, de Malachi L. Harney y John C. Cross, y Métodos modernos de investigación policíaca, de Harry Söderman y John J. O’Connell. Una tarde le comentó a Epifanio lo que había hecho y éste le dijo que eran libros que enviaban desde el DF o desde Hermosillo y que nadie leía. Así que terminó llevándose a su casa los cinco que había dejado. El que más le gustaba (y el primero que leyó) fue Métodos modernos de investigación policíaca. Contra lo que anunciaba su título, el libro había sido escrito hacía mucho tiempo. La primera edición mexicana databa de 1965. La edición que él tenía era la décima reimpresión, de 1992. De hecho, en el prólogo a la cuarta edición, que aquí se reproducía, Harry Söderman se quejaba de que la muerte de su querido amigo, el finado inspector general John O’Connell, había echado sobre sus hombros la carga de la revisión. Y más adelante decía: en esta labor de modificación (del libro) he echado mucho de menos la inspiración, la rica experiencia y la valiosa colaboración del finado inspector O’Connell. Probablemente, pensó Lalo Cura mientras leía el libro alumbrado por una exigua bombilla durante las noches de la vecindad o iluminado por los primeros rayos del sol que se colaban por su ventana abierta, el mismo Söderman ya estuviera muerto hacía tiempo y él nunca lo sabría. Pero eso no importaba, al contrario, esa falta de certeza se convertía en un acicate más para leer. Y leía y a veces se reía de lo que decían el sueco y el gringo y otras veces se quedaba maravillado, como si le hubieran dado un balazo en la cabeza. Por aquellos días, asimismo, la rápida resolución del asesinato de Silvana Pérez ocultó en parte los anteriores fracasos policiales y la noticia salió en la televisión de Santa Teresa y en los dos periódicos de la ciudad. Algunos policías parecían más contentos de lo usual. En una cafetería Lalo Cura se encontró con unos policías jóvenes, de entre diecinueve y veinte años, que comentaban el caso. ¿Cómo es posible, dijo uno de ellos, que Llanos la violara si era su marido? Los demás se rieron, pero Lalo Cura se tomó la pregunta en serio. La violó porque la forzó, porque la obligó a hacer algo que ella no quería, dijo. De lo contrario, no sería violación. Uno de los policías jóvenes le preguntó si pensaba estudiar Derecho. ¿Quieres convertirte en licenciado, buey? No, dijo Lalo Cura. Los otros lo miraron como si se estuviera haciendo el pendejo. Por otra parte, en diciembre de 1994 no hubo más asesinatos de mujeres, al menos que se supiera, y el año terminó en paz.
Antes de que acabara el año 1994, Harry Magaña viajó a Chucarit y localizó a la muchacha que le escribía cartas de amor a Miguel Montes. Se llamaba María del Mar Enciso Montes y era prima de Miguel. Tenía diecisiete años y estaba enamorada desde los doce. Era muy delgada y tenía el pelo castaño, quemado por el sol. Le preguntó a Harry Magaña para qué quería ver a su primo y Harry le dijo que era su amigo y habló de un dinero que una noche Miguel le había prestado.
Después la muchacha le presentó a sus padres, que tenían una pequeña tienda de comida en donde también vendían pescados en salazón que ellos mismos iban a comprar a los pescadores, recorriendo la costa desde Huatabampo hasta Los Médanos y a veces más al norte, hasta Isla Lobos, en donde casi todos los pescadores eran indios y tenían cáncer de piel, lo que no parecía importarles, y cuando habían llenado de pescado la camioneta volvían a Chucarit y luego ellos mismos se ocupaban de salarlos. A Harry Magaña le cayeron bien los padres de María del Mar. Esa noche se quedó allí a cenar. Pero antes salió y recorrió Chucarit en compañía de la muchacha buscando un sitio en donde comprar algo, un detalle para los padres que le habían abierto las puertas de su casa con tanta hospitalidad. No encontró nada, salvo un bar abierto en donde quiso comprar una botella de vino. La muchacha lo esperó afuera. Cuando salió ella le preguntó si quería conocer la casa de Miguel. Harry dijo que sí. El coche enfiló entonces hacia las afueras de Chucarit.
Bajo la protección de unos árboles se mantenía en pie una vieja casa de adobes. Ya no vive nadie, dijo María del Mar.
Harry Magaña bajó del coche y vio un chiquero, un corral con la reja destrozada y las maderas podridas, un gallinero en donde se movió algo, tal vez una rata o una culebra. Luego empujó la puerta y un aliento a bestia muerta le dio en la cara. Tuvo un presentimiento. Regresó al coche, buscó su linterna y volvió a la casa. Esta vez María del Mar iba detrás de él. En el cuarto descubrió varios pájaros muertos. Enfocó con la linterna la parte de arriba, entre las vigas hechas de rama se podía ver parte del entretecho en donde se amontonaban objetos o excrecencias naturales inidentificables. El primero en marcharse fue Miguel, dijo María del Mar en la oscuridad. Luego murió su madre y el padre aguantó durante un año viviendo aquí solo. Un día ya no lo vimos más. Según mi madre se mató. Según mi padre se fue al norte a buscar a Miguel. ¿No tenían más hijos?
Tenían, dijo María del Mar, pero murieron cuando todavía eran bebés. ¿Tú también eres hija única?, dijo Harry Magaña.
No, lo mismo le pasó a mi familia. Todos mis hermanos mayores enfermaron y murieron cuando todavía ninguno había pasado los seis. Lo siento, dijo Harry Magaña. La otra habitación era aún más oscura. Pero no olía a muerto. Qué cosa más extraña, pensó Harry. Olía a vida. Tal vez a vida suspendida, a visitas fugaces, a risas de gente mala, pero a vida. Cuando salieron la muchacha le mostró el cielo de Chucarit lleno de estrellas.