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Papillon

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Papillon
Название: Papillon
Автор: Charri?re Henri
Дата добавления: 16 январь 2020
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Papillon - читать бесплатно онлайн , автор Charri?re Henri

Andaba yo por los seis a?os cuando mi padre decidi? que pod?a prestarme sus libros sin temor a destrozos. Hasta ese momento, mi biblioteca b?sica se restring?a al TBO, Mortadelos variados, y cualquier libro de categor?a infantil-juvenil que me cayera como regalo en las fechas oportunas. Por desgracia (o quiz? ser?a m?s justo decir por suerte. S?lo quiz?), la econom?a familiar no estaba para seguir el ritmo de mis `pap?, que me he acabado el tebeo, c?mprame otro`. A grandes males, grandes remedios, y el viejo debi? de pensar que a mayor n?mero de p?ginas a mi disposici?n le incordiar?a menos a menudo (se equivocaba, pero esto es otra historia).

En cualquier caso, poco tiempo despu?s de tener carta blanca para leer cualquier cosa impresa que fuese capaz de alcanzar de las estanter?as, me llam? la atenci?n un libro cuya portada estaba dominada por el retrato de un se?or de aspecto campechano bajo la palabra Papill?n. Nada m?s. Sin tener a mano a nadie a quien preguntar de qu? iba la cosa (yo estaba de vacaciones, el resto de la familia trabajando), lo cog?, me puse a hojearlo, y… De lo siguiente que me di cuenta fue de que hab?an pasado varias horas y me llamaban para cenar. No me hab?a enterado. Yo estaba muy lejos. En las comisar?as de la poli francesa. En un juicio. Deportado a la Guayana. Intentando salir de Barranquilla. Contando la secuencia de las olas en la Isla del Diablo para adivinar el momento adecuado para saltar y que la marea me llevase lejos sin destrozarme contra los acantilados. Dando paseos en la celda de castigo (`Un paso, dos, tres, cuatro, cinco, media vuelta. Uno, dos…`).

Ser?a exagerado decir que entend? perfectamente todo lo que le?a, problema que qued? resuelto en posteriores relecturas a lo largo de los a?os, pero me daba igual. Lo cierto es que fue una lectura con secuelas que llegan hasta hoy. No s?lo en cuanto a influencias en el car?cter, actitudes, aficiones y actividades, que las hubo, con el paso de los a?os tambi?n tuve mi propia raci?n de aventuras, con alguna que otra escapada incluida (aunque esto, tambi?n, es otra historia). Adem?s, y m?s importante en cuanto al tema que nos ocupa, influy? en mi punto de vista a la hora de apreciar las lecturas.

Con el tiempo he acabado leyendo de todo y aprendido a disfrutar estilos muy diversos. Y cada vez s? darle m?s importancia al c?mo est?n contadas las cosas, adem?s de lo que se cuenta en s?. Pero hay algo sin lo que no puedo pasar, y es la sensaci?n de que exista un fondo real en la historia y en los personajes. Da igual que sea ficci?n pura y me conste que todo es invenci?n: si el autor no es capaz de convencerme de que me habla de alguien de carne y hueso (o metal o pseud?podos, tanto da, pero que parezca real) a quien le ocurren cosas reales, y que reacciona a ellas de forma cre?ble, es poco probable que disfrute de la lectura por bien escrito que est? el relato. No es de extra?ar que de esta forma prefiera con mucho la vuelta al mundo de Manuel Leguineche antes que la de Phileas Fogg, aunque Manu tardase 81 d?as y perdiese la apuesta…

Por supuesto, no siempre, pero a menudo, es m?s sencillo hacer que suene convincente algo que ha pasado: basta con contar bien la historia y no hay que molestarse en inventarla. Charri?re lo ten?a f?cil en ese aspecto, el argumento estaba escrito. Pero esto no quita m?rito a una obra como Papill?n, que resulta un modelo excelente de c?mo describir lugares y personajes, narrar aventuras y tener al lector sujeto en un pu?o. La ventaja en atractivo que podr?a tener el `esto ocurri? realmente` es algo que se diluye con el tiempo, y la historia de un hombre castigado por un delito que no cometi? y sus intentos de evasi?n del lugar donde est? encerrado no era siquiera original cuando Charri?re escribi? su autobiograf?a.

Pero lo cuenta tan bien que lo vives como si estuvieras ah?. Y eso es lo importante.

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Excitado, aguanto sin demasiados esfuerzos el sueño, ayudado por algunas quemaduras de cigarrillo y, sobre todo, por una bandada de mosquitos bien decididos a chuparme toda la sangre. Podría preservarme de ellos ensuciándome de saliva mezclada con tabaco. Si me pongo ese jugo de nicotina, me preservaré de los mosquitos, pero sin ellos creo que me dormiré. Sólo es de desear que esos mosquitos no sean portadores de la malaria o de la fiebre amarilla.

Heme ya salido, acaso provisionalmente, del camino de la podredumbre. Cuando entré en él, tenía veinticinco años, era en 1931. Estamos en 1941, o sea que han pasado diez años. En 1932, Pradel, el fiscal desalmado, pudo, mediante una requisitoria sin piedad e inhumana, arrojarme, joven y fuerte, a este pozo que es la Administración penitenciaria, fosa llena de líquido viscoso que debe disolverme poco a poco y hacerme desaparecer. Acabo de conseguir, al fin, realizar la primera parte de la fuga. He subido desde el fondo de ese pozo, y estoy en el brocal. Debo poner a contribución toda mi energía e inteligencia para ganar la segunda partida.

La noche pasa lentamente, pero transcurre y no me he dormido. Ni siquiera he soltado el fusil. He permanecido tan despierto, ayudado por las quemaduras y las picaduras de los mosquitos, que ni una sola vez se me ha caído el arma de las manos. Puedo estar contento de mí pues no he arriesgado mi libertad capitulando ante la fatiga. El espíritu ha sido más fuerte que la materia, y me felicito por ello cuando escucho los primeros cantos de los pájaros, que anuncian el próximo despuntar del día. Esos “más madrugadores que los demás” son el preludio de lo que no se hace esperar mucho tiempo.

El negro, después de haberse desperezado, se sienta y, ahora, está frotándose los pies.

– Buenos días. ¿No ha dormido usted?

– No.

– Es una tontería, porque le aseguro que no tiene nada que temer de mí. Estoy decidido a ayudarle para que triunfe en su proyecto.

– Gracias, Jean. ¿Tardará el día en penetrar en la maleza?

– Más de una hora, todavía. Sólo las bestias advierten tanto tiempo antes que todo el mundo que el día va a despuntar. Veremos casi con claridad de aquí a una hora. Présteme su cuchillo, Papillon.

Se lo tiendo sin dudar. Da dos o tres pasos y corta una rama de una planta gruesa. Me da un pedazo grande y se guarda el otro.

– Beba el agua que hay dentro y pásesela por la cara.

Con esa extraña cubeta, bebo y me lavo. Ya es de día. Jean me ha devuelto el cuchillo. Enciendo un cigarrillo, y Jean fuma también. En marcha. Hacia la mitad de la jornada, después de haber chapoteado muchas veces en grandes charcas de lodo muy difíciles de franquear, sin haber tenido ningún encuentro, malo o bueno, hemos llegado a los alrededores del campamento de Inini.

Nos hemos aproximado a una carretera de acceso al campamento.

Una estrecha línea férrea contornea un lado de este amplio espacio talado.

– Es -me dice Jean- una vía férrea por la que sólo circulan carretillas empujadas por los chinos. Estas carretillas hacen un ruido terrible, y se las oye desde lejos.

Asistimos al paso de una de ellas, coronada por un banco en el que se sientan dos guardianes. Detrás, dos chinos con largas varas de madera frenan el artilugio. Se desprenden chispas de las ruedas. Jean me explica que las varas tienen un extremo de acero, y que sirven para empujar o para frenar.

El camino está muy frecuentado. Pasan chinos llevando a sus espaldas rollos de bejucos, otros un jabalí, y algunos fardos de hojas de cocotero. Toda esta gente tiene aspecto de dirigirse hacia el campamento. Jean me dice que hay muchas razones para salir a la selva: cazar, buscar bejuco para fabricar muebles, hojas de coco para confeccionar esteras que protejan las legumbres de los huertos del ardor del sol, atrapar mariposas, moscas, serpientes, etc. Ciertos chinos están autorizados a ir a la selva algunas horas, una vez concluida la tarea impuesta por la Administración. Deben de estar todos de regreso antes de las cinco de la tarde.

– Toma, Jean. Aquí tienes tus quinientos francos y tu fusil. -Antes lo había descargado-. Tengo mi cuchillo y mi machete. Puedes irte. Gracias. Que Dios te recompense mejor que yo por haber ayudado a un desdichado a tratar de revivir. Has sido leal. Gracias, una vez más. Espero que cuando cuentes esta historia a tus hijos, les digas: “Ese presidiario tenía aspecto de ser un buen chico; no me arrepiento de haberle ayudado.”

– Monsieur Papillon, es tarde y no podré caminar mucho tiempo antes de la noche. Tome el fusil; me quedo con usted hasta mañana por la mañana. Quisiera, si usted me lo permite, detener yo mismo al chino que usted elija para que vaya a avisar a Cuic-Cuic. Tendrá menos miedo que si ve a un fugitivo blanco. Déjeme salir a la carretera. Ni siquiera un guardián, si se presentara, consideraría insólita mi presencia. Le diría que vengo a mirar palo de rosa para la empresa maderera “Symphoren”, de Cayena. Confíe en mí.

– Entonces, toma tu fusil, porque -encontrarían extraño ver a un hombre desarmado en la selva.

– Es verdad.

Jean se ha plantado en el camino. Debo emitir un ligero silbido cuando el chino que aparezca me guste.

– Buenos días, señor -dice, en dialecto, un viejecillo chino que lleva al hombro un tronco de platanero, seguramente un cogollo de palma, delicioso de comer.

Silbo, pues este viejo cortés, que es el primero en saludar a Jean, me gusta.

– Buenos días, Chino. Para, yo hablar contigo.

– ¿Qué querer, señor?

Y se detiene.

Hace casi cinco minutos que hablan. No oigo la conversación. Pasan dos chinos. Llevan una voluminosa cierva colgada de un palo. Pendiente de los pies, su cabeza se arrastra por el suelo. Se van sin saludar al negro, pero dicen algunas palabras en indochino a su compatriota, quien les responde.

Jean hace entrar al viejo en la selva. Llegan junto a mí. Me tiende la mano.

– ¿Tú froufrou (evadido)?

– Sí.

– ¿De dónde?

– De la isla del Diablo.

– Bien -ríe y me mira con sus ojos oblicuos, muy abiertos-, bien. ¿Cómo tú llamado?

– Papillon.

– Yo no conocer.

– Yo amigo Chang, Chang Vauquien, hermano Cuic-Cuic…

– ¡Ah, bien! -Y vuelve a darme la mano-. ¿Qué tú querer?

– Advertir a Cuic-Cuic que yo esperar aquí a él.

– No posible.

– ¿Por qué?

Cuic-Cuic robó sesenta patos jefe de campamento. jefe querer matar Cuic-Cuic. Cuic-Cuic froufrou.

– ¿Desde cuándo?

– Dos meses.

– ¿Se fue al mar?

– No sé. Yo ir al campamento hablar otro chino amigo íntimo Cuic-Cuic. El decidir. Tú no moverte de aquí. Yo volver esta noche.

– ¿Qué hora?

– No sé. Pero yo volver a traer comida para ti, y cigarrillos; tú no encender fuego, aquí. Yo silbar La Madelon. Cuando tu oír, tú salir a la carretera, ¿comprendido?

Y se va.

– ¿Qué piensas tú, Jean?

– Nada está perdido, porque, si usted quiere, volveremos sobre nuestros pasos hasta Kourou y yo le procuraré una piragua, víveres y una vela para hacerse a la mar.

– Jean, voy muy lejos, y es imposible que parta solo. Gracias por tu ofrecimiento. En el peor de los casos, tal vez acepte.

El chino nos ha dado un grueso trozo de cogollo de palma. Nos lo comemos. Es fresco y delicioso, con un fuerte gusto de nuez. Jean va a vigilar; tengo confianza en él. Me paso jugo de tabaco por la cara y las manos, pues los mosquitos comienzan a atacar.

– Papillon, silban La Madelon.

Jean acaba de despertarme.

– ¿Qué hora es?

– No es tarde; quizá las nueve.

Salimos a la carretera._La noche es negra. El silbador se aproxima. Respondo. Se acerca, estamos muy cerca, lo oigo, pero no lo veo. Siempre silbando uno y otro, nos encontramos. Son tres. Cada uno de ellos me da la mano. La luna no tardará en aparecer.

– Sentémonos a orilla de la carretera -,dice uno en perfecto francés-. En la sombra, no podrán vernos.

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