Papillon
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Andaba yo por los seis a?os cuando mi padre decidi? que pod?a prestarme sus libros sin temor a destrozos. Hasta ese momento, mi biblioteca b?sica se restring?a al TBO, Mortadelos variados, y cualquier libro de categor?a infantil-juvenil que me cayera como regalo en las fechas oportunas. Por desgracia (o quiz? ser?a m?s justo decir por suerte. S?lo quiz?), la econom?a familiar no estaba para seguir el ritmo de mis `pap?, que me he acabado el tebeo, c?mprame otro`. A grandes males, grandes remedios, y el viejo debi? de pensar que a mayor n?mero de p?ginas a mi disposici?n le incordiar?a menos a menudo (se equivocaba, pero esto es otra historia).
En cualquier caso, poco tiempo despu?s de tener carta blanca para leer cualquier cosa impresa que fuese capaz de alcanzar de las estanter?as, me llam? la atenci?n un libro cuya portada estaba dominada por el retrato de un se?or de aspecto campechano bajo la palabra Papill?n. Nada m?s. Sin tener a mano a nadie a quien preguntar de qu? iba la cosa (yo estaba de vacaciones, el resto de la familia trabajando), lo cog?, me puse a hojearlo, y… De lo siguiente que me di cuenta fue de que hab?an pasado varias horas y me llamaban para cenar. No me hab?a enterado. Yo estaba muy lejos. En las comisar?as de la poli francesa. En un juicio. Deportado a la Guayana. Intentando salir de Barranquilla. Contando la secuencia de las olas en la Isla del Diablo para adivinar el momento adecuado para saltar y que la marea me llevase lejos sin destrozarme contra los acantilados. Dando paseos en la celda de castigo (`Un paso, dos, tres, cuatro, cinco, media vuelta. Uno, dos…`).
Ser?a exagerado decir que entend? perfectamente todo lo que le?a, problema que qued? resuelto en posteriores relecturas a lo largo de los a?os, pero me daba igual. Lo cierto es que fue una lectura con secuelas que llegan hasta hoy. No s?lo en cuanto a influencias en el car?cter, actitudes, aficiones y actividades, que las hubo, con el paso de los a?os tambi?n tuve mi propia raci?n de aventuras, con alguna que otra escapada incluida (aunque esto, tambi?n, es otra historia). Adem?s, y m?s importante en cuanto al tema que nos ocupa, influy? en mi punto de vista a la hora de apreciar las lecturas.
Con el tiempo he acabado leyendo de todo y aprendido a disfrutar estilos muy diversos. Y cada vez s? darle m?s importancia al c?mo est?n contadas las cosas, adem?s de lo que se cuenta en s?. Pero hay algo sin lo que no puedo pasar, y es la sensaci?n de que exista un fondo real en la historia y en los personajes. Da igual que sea ficci?n pura y me conste que todo es invenci?n: si el autor no es capaz de convencerme de que me habla de alguien de carne y hueso (o metal o pseud?podos, tanto da, pero que parezca real) a quien le ocurren cosas reales, y que reacciona a ellas de forma cre?ble, es poco probable que disfrute de la lectura por bien escrito que est? el relato. No es de extra?ar que de esta forma prefiera con mucho la vuelta al mundo de Manuel Leguineche antes que la de Phileas Fogg, aunque Manu tardase 81 d?as y perdiese la apuesta…
Por supuesto, no siempre, pero a menudo, es m?s sencillo hacer que suene convincente algo que ha pasado: basta con contar bien la historia y no hay que molestarse en inventarla. Charri?re lo ten?a f?cil en ese aspecto, el argumento estaba escrito. Pero esto no quita m?rito a una obra como Papill?n, que resulta un modelo excelente de c?mo describir lugares y personajes, narrar aventuras y tener al lector sujeto en un pu?o. La ventaja en atractivo que podr?a tener el `esto ocurri? realmente` es algo que se diluye con el tiempo, y la historia de un hombre castigado por un delito que no cometi? y sus intentos de evasi?n del lugar donde est? encerrado no era siquiera original cuando Charri?re escribi? su autobiograf?a.
Pero lo cuenta tan bien que lo vives como si estuvieras ah?. Y eso es lo importante.
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Bebo un buen trago de agua de la bota de cuero de Santori, después de haber comido dos puñados de pulpa de coco. Satisfecho, con las manos secas por el viento, extraigo un cigarrillo y lo fumo con deleite. Antes de que caiga la noche, Sylvain ha agitado su toalla y yo la mía, en señal de buenas noches. Continúa estando igual de lejos de mí. Estoy sentado con las piernas extendidas. Acabo de retorcer todo lo posible mi marinera de lana y me la pongo. Estas marineras, incluso mojadas, conservan el calor, y tan pronto como ha desaparecido el sol, he sentido frío.
El viento refresca. Sólo las nubes, al Oeste, están bañadas de luz rosada en el horizonte. Todo el resto está ahora en la penumbra, que se acentúa minuto a minuto. Al Este, de donde viene el viento, no hay nubes. Así, pues, no hay peligro de lluvia, por el momento.
No pienso absolutamente en nada, como no sea en mantenerme bien, en no mojarme inútilmente y en preguntarme si sería inteligente, en caso de que la fatiga me venciera, atarme a los sacos, o si resultaría demasiado peligroso después de la experiencia que he tenido con la cadena. Luego, me doy cuenta de que me he visto entorpecido en mis movimientos porque la cadena era demasiado corta, pues un extremo estaba inútilmente desaprovechado, entrelazado a las cuerdas y a los alambres del saco. Este extremo es fácil de recuperar. Entonces, tendría más facilidad de maniobra. Arreglo la cadena y me la ato de nuevo a la cintura. La tuerca, llena de grasa, funciona sin dificultad. No hay que enroscarla demasiado, como la primera vez. Así, me siento más tranquilo, pues tengo un miedo cerval de dormirme y perder el saco.
Sí, el viento arrecia y, con él, las olas. El tobogán funciona a las mil maravillas con diferencias de nivel cada vez más acentuadas.
Es noche cerrada. El cielo está constelado de millones de estrellas, y la Cruz del Sur brilla más que todas las demás.
No veo a mi compañero. Esta noche que comienza es muy importante, pues si la suerte quiere que el viento sople toda la noche con la misma fuerza, ¡adelantaré camino hasta mañana por la mañana!
Cuanto más avanza la noche, más fuerte sopla el viento. La luna sale lentamente del mar y presenta un color rojo oscuro. Cuando, liberada, surge al fin enorme, toda entera, distingo con claridad sus manchas negras, que le dan el aspecto de un rostro.
Son, pues, más de las diez. La noche se va haciendo cada vez más clara. A medida que se eleva la luna, la claridad se vuelve muy intensa. Las olas están plateadas en la superficie, y su extraña reverberación me quema los ojos. No es posible dejar de mirar estos reflejos plateados, y, en verdad, hieren y achicharran mis ojos ya irritados por el sol y el agua salada.
Prefiero decirme que exagero, no tengo la voluntad de resistir y me fumo tres cigarrillos seguidos.
Nada anormal respecto a la balsa que, en un mar fuertemente embravecido, sube y baja sin problemas. No puedo dejar mucho tiempo las piernas alargadas sobre el saco, pues la posición de sentado me produce en seguida calambres muy dolorosos. *
Estoy, por supuesto, constantemente calado hasta los huesos. Tengo el pecho casi seco, porque el viento me ha secado la marinera, sin que ninguna ola me moje, luego, más arriba de la cintura. Los ojos me escuecen cada vez más. Los cierro. De vez en cuando, me duermo. “No debes dormirte.” Es fácil de decir, pero no puedo más. Así, pues, ¡mierda! Lucho contra esos sopores. Y cada vez que recobro el sentido de la realidad, siento un dolor agudo en el cerebro. Saco mi encendedor de yesca. De vez en cuando, me produzco una quemadura colocando su mecha encendida sobre el antebrazo o el cuello.
Soy presa de una horrible angustia que trato de apartar con toda mi fuerza de voluntad. ¿Me dormiré? Y, -al caer al agua, ¿me despertará el frío? He hecho bien atándome a la cadena.
No puedo perder-estos dos sacos porque son mi vida. Será cosa del diablo, si resbalando de la balsa, no me despierto.
Desde hace unos minutos, vuelvo a estar empapado. Una ola rebelde, que sin duda no quería ~ el camino regular de las demás, ha venido a chocar contra mí por el lado derecho. No sólo me ha mojado ella, sino que, habiéndome colocado de través, otras dos olas normales me han cubierto literalmente de la cabeza a los pies.
La segunda noche está muy avanzada. ¿Qué hora puede ser? Por la posición de la luna, que comienza a descender hacia el Oeste, deben de ser cerca de las dos o las tres de la madrugada. Hace cinco mareas, o treinta horas, que estamos en el agua. Haber quedado calado hasta los huesos me sirve de algo: el frío me ha despertado por completo. Tiemblo, pero conservo sin esfuerzo, los ojos abiertos. Tengo las piernas anquilosadas y decido colocarlas debajo de las nalgas. Alzando las manos, cada una a su vez, consigo sentarme encima de las piernas. Tengo los dedos de los pies helados, acaso se calienten bajo mi peso.
Sentado a la usanza árabe, permanezco así largo rato. Haber cambiado de postura me hace bien. Trato de ver a Silvain, pues la luna ilumina muy frecuentemente el mar. Sólo que ya ha descendido, y como la tengo de cara, me impide distinguir bien. i No, no veo nada. Sylvain no tenía nada con que atarse a los sacos.
¿Quién sabe si aún está encima de ellos? Busco desesperadamente, pero es inútil. El viento es fuerte, pero regular. No cambia de manera brusca, y eso es muy importante. Estoy acostumbrado a su ritmo, y mi cuerpo forma literalmente un todo con mis sacos.
A fuerza de escrutar a mi alrededor, tengo una sola idea fija en la cabeza: distinguir a mi compañero. Seco mis dedos al viento y, luego, silbo con todas mis fuerzas con los dedos en la boca. Escucho. Nadie responde. ¿Sabe Sylvain silbar con los dedos? No lo sé. Hubiera debido preguntárselo antes de partir. ¡Hasta hubiéramos podido fabricar fácilmente dos silbatos! Me recrimino por no haber pensado en eso. Luego, me coloco las manos delante de la boca y grito: “iUh, uh!“ Tan sólo el ruido del viento me responde. Y el rumor de las olas.
Entonces, no pudiendo aguardar más, me levanto y, derecho sobre mis sacos, levantando la cadena con la mano izquierda, me mantengo en equilibrio el tiempo que cinco olas tardan en montarme en su cresta. Cuando llego a lo alto, estoy completamente en pie y, para el descenso y el ascenso, me agacho. Nada a la derecha, nada a la izquierda, nada delante. ¿Estará detrás de mí?
No me atrevo a ponerme en pie y mirar atrás. Lo único que creo haber distinguido sin sombra de duda, es, a mi izquierda, una línea negra que resalta en esta claridad lunar. Seguro que es la selva.
Cuando se haga de día, veré los árboles, y eso me hace bien. “ ¡Cuando sea de día verás la selva, Papi! ¡Oh, que el buen Dios haga que veas también a tu amigo! “
He estirado las piernas, tras haberme frotado los dedos de los pies. Luego, decido secarme las manos y fumar un cigarrillo. Fumo dos. ¿Qué hora puede ser? La luna está muy baja. Ya no me acuerdo de cuánto tiempo, antes de la salida del sol, desapareció la luna la noche pasada. Trato de recordarlo cerrando los ojos y evocando las imágenes de la primera noche. En vano. ¡Ah, sí! De pronto, veo con claridad levantarse el sol por el Este y, al mismo tiempo, una punta de luna sobre la línea del horizonte, al Oeste. Así, pues, deben de ser casi las cinco. La luna es bastante lenta para precipitarse al mar. La Cruz de Sur ha desaparecido desde hace rato, y también las Osas Mayor y Menor. Tan sólo la Estrella Polar brilla más que todas las otras. Desde que la Cruz del Sur se ha retirado, la Polar es la reina del cielo.
El viento parece arreciar. Al menos, es más espeso, como si dijéramos, que durante la noche. Por ello, las olas son más fuertes y más profundas, y en sus crestas los borregos blancos son más numerosos que al comienzo de la noche…
Hace ya treinta horas que estoy en el mar. Es preciso reconocer que, por el momento, la cosa marcha mejor que peor, y que la jornada más dura será la que va a comenzar.