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2666
Название: 2666
Автор: Bola?o Roberto
Дата добавления: 16 январь 2020
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2666 - читать бесплатно онлайн , автор Bola?o Roberto

Es un libro bello, largo y complejo. Consta de cinco partes que tienen ritmos y temas diferentes, pero que armonizan y convergen para conformar un todo inmenso, un relato multifac?tico que presenta la realidad social y la realidad individual en el siglo XX y el enigm?tico comienzo del XXI.

Podr?a decirse que el protagonista es un escritor alem?n que tiene un proceso de desarrollo singular?simo, dram?tico y c?mico a la vez, que, careciendo de educaci?n y capacidades comunicativas, escribe por puro talento y debe ocultar su identidad para protegerse del caos del nazismo, mientras que sus cr?ticos lo buscan sin ?xito por todo el mundo, todo lo cual conforma un relato que mantiene al lector en suspenso, de sorpresa en sorpresa. Pero eso no ser?a exacto. Tambi?n podr?a decirse, y tal vez ser?a m?s cierto, que el protagonista de la novela es la maldad misma y la sinraz?n del ser humano en el siglo XX, desde el noroeste de M?xico hasta Europa Oriental, desde la vida liviana de unos cr?ticos de literatura hasta las masacres de una aristocracia mafiosa en los pueblos del tercer mundo, pasando por la Segunda Guerra Mundial, el mundo del periodismo, el deporte (boxeo), la descomposici?n familiar y los establecimientos siqui?tricos. El singular escritor alem?n encarna, tal vez, la bondad y la autenticidad que resplandecen en medio de tanta maldad.

Cada una de las cinco partes es una peque?a novela. Una serie de estupendos personajes secundarios dan vida a cinco cuentos que se entrelazan de forma insospechada. No obstante, es el conjunto el que presenta el cuadro fabuloso que el autor quiere comunicar.

El estilo es sobrio, preciso, estricto, bello. El suspenso mantiene el inter?s del lector. Un verdadero ejemplo de literatura.

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Antes de que acabara el año 1993, sin embargo, ocurrió otro hecho luctuoso que nada tenía que ver con los asesinatos de mujeres, en el supuesto de que éstos tuvieran entre sí una relación, lo que aún estaba por probarse. Lalo Cura, por ese entonces, y sus dos funestos colegas trabajaban protegiendo cada día a la mujer de Pedro Rengifo, a quien Lalo sólo había visto una vez y de lejos. Por el contrario, ya conocía a varios de los guardaespaldas que éste tenía en nómina. Había algunos que le parecían interesantes. Pat O’Bannion, por ejemplo. O un indio yaqui que casi nunca hablaba. Sus dos compañeros, en cambio, sólo le producían desconfianza. De ellos no se podía aprender nada. Al tipo alto de Tijuana le gustaba hablar de California y de las mujeres que había conocido allí. Mezclaba palabras en español con palabras inglesas. Decía mentiras, cuentos que sólo le celebraba su compañero, el juarense, que era más callado, pero que también era el que menos confianza le inspiraba. Una mañana, como tantas otras, la señora fue a dejar a los niños a la escuela. Salieron en dos coches, el de la señora, un Mercedes de color verde claro, y la furgoneta Grand Cherokee marrón, que permanecía estacionada en una esquina de la escuela durante toda la mañana con otros dos guardaespaldas en su interior.

Esos dos eran llamados los guardaespaldas de los chamacos, de la misma manera que él y sus dos compañeros eran llamados los guardaespaldas de la señora, todos de categoría inferior a los tres que cuidaban a Pedro Rengifo, que eran llamados los guardaespaldas del jefe o los guaruras del jefe, denotando así una jerarquía no sólo de sueldo y funciones sino también de valor personal, de arrojo, de desprecio por la propia vida. Después de dejar a los niños en la escuela la mujer de Pedro Rengifo se había ido de compras. Primero estuvo en una tienda de ropa y luego visitó una perfumería y más tarde se le ocurrió visitar a una amiga que vivía en la calle Astrónomos, en la colonia Madero.

Durante cerca de una hora Lalo Cura y los dos guardaespaldas estuvieron esperándola, el de Tijuana en el interior del coche y Lalo y el juarense apoyados en los guardabarros, sin hablarse.

Cuando la señora salió (la amiga la acompañó hasta la puerta) el de Tijuana se bajó del coche y Lalo y el otro se pusieron derechos. En la calle había alguna gente, no mucha, pero alguna había. Gente que iba caminando hacia el centro, a hacer vaya uno a saber qué diligencias, gente que se preparaba para las fiestas de Navidad, gente que salía a comprar tortillas para la hora de la comida. La acera era gris, pero el sol que atravesaba las ramas de algunos árboles la hacía aparecer azulada, como si fuera un río. La mujer de Pedro Rengifo le dio un beso a su amiga y salió a la acera. El juarense se apresuró a abrirle la puerta de hierro. Por un extremo de la acera no se veía a nadie.

Por el otro caminaban hacia ellos dos empleadas domésticas.

Cuando la señora salió a la calle se volvió y le dijo algo a su amiga, que no se movía de la puerta. Entonces el de Tijuana vio que detrás de las dos empleadas caminaban dos hombres y se puso tenso. Lalo Cura vio la cara del de Tijuana y luego vio a los hombres y supo de inmediato que eran pistoleros y que estaban allí para matar a la mujer de Pedro Rengifo. El de Tijuana se acercó al juarense, que aún sostenía la puerta de hierro, y le dijo algo, aunque no se sabe si se lo dijo con palabras o con un gesto. La mujer de Pedro Rengifo sonrió. Su amiga lanzó una risotada que Lalo escuchó como si viniera desde muy lejos, desde lo alto de un cerro. Después vio cómo el de Juárez miraba al de Tijuana: de abajo arriba, como un puerco mirando el sol cara a cara. Con la mano izquierda le quitó el seguro a su pistola Desert Eagle y luego escuchó el taconeo de la mujer de Pedro Rengifo que se dirigía al coche y las voces de las dos empleadas llenas de interrogantes, como si en lugar de estar platicando no cesaran de interpelarse y de asombrarse, como si lo que ambas se contaban ni ellas mismas se lo pudieran creer.

Ninguna tenía más de veinte años. Iban vestidas con faldas de color ocre y blusas amarillas. La amiga de la señora, que hacía desde la puerta de su casa un gesto de adiós con la mano, iba vestida con pantalones ajustados y un suéter verde. La mujer de Pedro Rengifo vestía un traje blanco y sus zapatos con tacones también eran blancos. Lalo pensó en el vestido de la mujer de su jefe justo en el momento en que los otros dos guardaespaldas echaban a correr calle abajo. Quiso gritar: no le saquen, pinches mamones, pero sólo pudo murmurar mamones. La señora de Pedro Rengifo no se dio cuenta de nada. Los pistoleros apartaron de un manotazo a las empleadas domésticas. Uno de ellos llevaba una metralleta Uzi. Era delgado y con la piel renegrida.

El otro llevaba una pistola y vestía un traje oscuro y una camisa blanca, sin corbata, y parecía un profesional de verdad.

En el momento en que las empleadas fueron apartadas para despejar el objetivo de tiro, la mujer de Pedro Rengifo sintió que la jalaban del traje y la tiraban al suelo. Mientras se derrumbaba vio caer, frente a ella, a las empleadas, y pensó que había un terremoto. También vio, con el rabillo del ojo, a Lalo, arrodillado y con la pistola en la mano, y luego oyó un ruido y vio cómo saltaba un casquillo de la pistola que Lalo empuñaba y luego ya no vio más porque su frente se estrelló contra el cemento de la acera. Su amiga, que seguía detenida en el umbral de la puerta de su casa y que, por lo tanto, gozaba de una perspectiva más general de la escena, se puso a gritar, incapaz de realizar ningún movimiento, aunque en el fondo de su cerebro una vocecita le decía que mejor que gritar era entrar en la casa y cerrar la puerta con llave, o, caso de no poder hacerlo, al menos echarse al suelo y ocultarse tras las matas de geranios. El de Tijuana y el de Juárez, para entonces, ya llevaban varios metros recorridos y aunque sudaban y acezaban, pues estaban desacostumbrados al ejercicio físico, no paraban de correr. Por lo que respecta a las empleadas domésticas, en el mismo momento de caer al suelo, ambas se ovillaron y se pusieron a rezar o a recordar de prisa los rostros de sus seres queridos y ambas cerraron los ojos, que no volvieron a abrir hasta que hubo pasado todo.

Por el contrario, para Lalo Cura el problema residía en decidir ya mismo a cuál de los dos pistoleros le iba a disparar primero, si al de la Uzi o al que tenía más trazas de ser un profesional.

Hubiera debido dispararle a este último, pero le disparó al primero. La bala se incrustó en el pecho del tipo flaco y renegrido y lo derribó en el acto. El otro se movió imperceptiblemente hacia su derecha y también tuvo una duda. ¿Cómo era posible que el muchacho aquel estuviera armado? ¿Cómo era posible que no hubiera salido corriendo junto con los otros dos guardaespaldas? La bala del profesional se alojó en el hombro izquierdo de Lalo Cura, afectando vasos sanguíneos y fracturándole el hueso. Éste sintió un estremecimiento y sin variar de postura volvió a disparar. El profesional cayó de boca al suelo y su segundo disparo se perdió en el aire. Aún estaba vivo. Miró el cemento de la acera, las briznas de hierba que crecían entre las fisuras, el vestido blanco de la mujer de Pedro Rengifo, las zapatillas deportivas del muchacho que se acercaba a él para rematarlo.

Chamaco de mierda, susurró. Después Lalo Cura volvió sobre sus pasos y vio a lo lejos las figuras de sus dos ex compañeros.

Apuntó con cuidado y disparó. El juarense se dio cuenta de que les estaban disparando y aceleró la carrera. En la primera esquina desaparecieron.

Veinte minutos después apareció un coche patrulla. La mujer de Pedro Rengifo tenía la frente partida pero ya no sangraba y fue ella la que dirigió los primeros pasos de la policía.

Primero se interesó por su amiga, que estaba con un shock nervioso.

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