La palabra
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En las ruinas de Ostia Antica, el profesor Augusto Monti descubre un papiro del siglo I d.C. que resulta ser el m?s grande y trascendental descubrimiento arqueol?gico de todos los tiempos. Es el Documento Q, el evangelio escrito por Santiago, hermano menor de Jes?s, y ofrece al mundo moderno a un nuevo Jesucristo, desvela los secretos de sus a?os desconocidos y contradice los relatos existentes sobre su vida. Te?logos, impresores, ling?istas, traductores, crist?logos y otros profesionales de todo el mundo forman un ?nico grupo de trabajo, conocido en clave como Resurrecci?n Dos, que publicar? y explotar? la nueva versi?n de la Palabra, una empresa comercial de tal magnitud que ning?n rastro de falsedad deber?a ensombrecerla.
Steven Randall dirige la agencia de relaciones p?blicas que lanzar? la nueva Biblia al mercado mundial. Pero desde el momento en que decide investigar acerca del nuevo Evangelio, cae preso de una red de intrigas que pone a prueba la autenticidad del descubrimiento. Sin que ning?n miembro de Resurrecci?n Dos consiga detenerlo, Randall conseguir? llegar hasta la ?nica persona que conoce la verdad.
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A pesar del disgusto de Wheeler, Randall insistió:
– No, no puede esperar, George. Es muy importante. Tenemos un problema aquí.
– Si tiene que ver con la publicidad…
– Tiene que ver con todo el proyecto, con la propia Biblia. Le daré la información rápidamente. Me entrevisté con Maertin de Vroome anoche.
– ¿Qué? ¿Vio a De Vroome?
– Así es. Me mandó buscar. A mí me entró la curiosidad y lo fui a ver.
– Situación peligrosa. ¿Qué quería?
– Le daré los detalles cuando nos veamos. Lo más importante…
– Steven, mire, mañana podremos hablar de eso -Wheeler parecía sentirse acosado y nervioso-. Tengo que regresar a la junta con los otros editores y con Hennig. Algo ha surgido, una emergencia. Lo veré después…
– Creo que ya estoy enterado de la emergencia -interrumpió Randall-. Acaban ustedes de saber que Plummer y De Vroome están tratando de chantajear a Hennig. Tienen pruebas de que Hennig fue un incinerador de libros nazi en 1933.
Se escuchó una exhalación de sorpresa desde Maguncia.
– ¿Cómo lo supo usted? -preguntó Wheeler.
– Por De Vroome.
– ¡Ese hijo de puta!
– ¿Y qué piensan hacer? -inquirió Randall.
– Todavía no estamos seguros. De Vroome tiene en su poder negativos y algunas impresiones, pero las fotografías pueden mentir. En este caso, la fotografía no representa la verdad. Karl Hennig era en aquel entonces tan sólo un muchacho que apenas comenzaba la preparatoria y para él era sólo una diversión callejera, así que se unió al alboroto. ¿Qué muchacho no quisiera lanzar sus libros de texto al fuego? Tampoco era nazi. No pertenecía a la juventud hitleriana, ni nada semejante. Pero si la fotografía se diera conocer y se distorsionara sensacionalísticamente… bueno, usted es publicista… usted sabe…
– Se vería muy mal. Lo sé. Afectaría las ventas.
– Bueno, no se va a publicar -dijo Wheeler llanamente-. Tenemos varios planes para acallarlos. Y una cosa sí es definitiva; no pagaremos el precio de De Vroome. No le anticiparemos nuestro secreto, a ningún precio.
– Por eso le estoy llamando, George. Me he tropezado con una situación similar de chantaje aquí en el «Krasnapolsky». Y quiero saber qué…
– ¿Qué situación de chantaje? ¿Qué está sucediendo allí?
Brevemente, Randall le informó cómo, a través de su entrevista con De Vroome, había logrado conocer la identidad del traidor del proyecto.
– ¿Quién es? -interrumpió Wheeler.
– Nuestro bibliotecario. Hans Bogardus. Lo interrogué hace una hora. Ya confesó. Es él quien ha estado pasando nuestros…
– ¡Está despedido! -ladró Wheeler-. Se lo dijo usted, ¿o no?
– No, espere, George…
– Vaya usted y dígaselo ahora mismo. Dígale que el doctor Diechhardt y George Wheeler lo han autorizado. Haga que suban Heldering y sus guardias para que echen de una patada en el culo a ese hijo de puta de Bogardus.
– No es tan sencillo, George. Por eso le he llamado.
– ¿Qué quiere usted decir?
– Bogardus está tratando de extorsionarnos. Afirma haber descubierto una evidencia que desafía la autenticidad del Evangelio según Santiago. Me ha dicho que le entregará esa evidencia a su novio. Cedric Plummer… sí, así es… y nos reventarán hasta el cielo si intentamos despedirlo.
– ¿De qué demonios está usted hablando, Steven? ¿Cuál evidencia?
Randall tomó su hoja de apuntes y leyó el pasaje de Santiago y la investigación acerca del Lago Fucino.
– ¡Eso es ridículo! -explotó Wheeler-. Nosotros tenemos a los mejores expertos del mundo… expertos en el proceso de datación por medio del carbono 14, en la crítica textual, en el arameo, en la historia antigua, hebrea y romana. Han sido años de trabajo. Cada palabra, frase y oración de Santiago, han sido analizadas bajo lente de aumento, escudriñadas por los ojos más agudos y las mentes más alertas del mundo. Y todos, unánimemente, sin excepción alguna, lo han aprobado y autentificado. Así que, ¿quién le va a prestar atención a un bibliotecario puto que anda chillando que encontró un error?
– George, tal vez no le presten atención a un bibliotecario puto, a una nulidad, pero el mundo entero escucharía al dominee Maertin de Vroome, si es que se entera.
– Bueno, pues no se enterará, porque no hay nada de qué enterarse. No hay tal error. El descubrimiento de Monti es auténtico. Nuestra Biblia es infalible.
– Entonces, ¿cómo explicaremos que nuestro Nuevo Testamento presenta a Jesús atravesando un lago seco en Roma, tres años antes de que fuera desaguado?
– Estoy seguro de que ya sea Bogardus o usted lo captaron mal, que han enredado el asunto. De eso no hay duda. -Hizo una pausa-. Está bien, está bien, sólo para tranquilizarlo a usted, léame de nuevo ese pasaje… despacio. Espere, déjeme sacar mi pluma y tomar un pedazo de papel. Está bien, léame ese disparate.
Randall se lo leyó despacio, y cuando terminó dijo:
– Eso es todo, George.
– Gracias. Se lo mostraré a los demás. Pero ya verá que no es nada. Puede usted olvidarse del asunto. Proceda como de costumbre. Nosotros tenemos que resolver nuestro problema aquí.
– Está bien -dijo Randall, sintiéndose más seguro-. Entonces despediré a Hans Bogardus y haré que el inspector Heldering lo acompañe hasta la puerta del hotel.
Hubo el más corto de los silencios al otro lado de la línea.
– Con respecto a Bogardus, sí, por supuesto que tendremos que deshacernos de él. Pero, pensándolo bien, Steven, tal vez sería mejor que lo hiciéramos nosotros mismos. Quiero decir, un empleado como Bogardus no es responsabilidad de usted. Las contrataciones y las cesaciones son labor nuestra. Al doctor Deichhardt le gusta ser muy correcto en asuntos como éste. Estos alemanes, usted sabe. Le diré qué. Olvídese de Bogardus por hoy y usted haga su trabajo. Mañana, cuando estemos todos de vuelta en la oficina, haremos lo que nos corresponde. Yo creo que eso es lo mejor. Ahora, más vale que regrese yo con Hennig para atender nuestro problema inmediato. Ah, y a propósito, Steven, gracias por su vigilancia. Ha tapado el escape que había en Amsterdam. Merece usted una gratificación. Y con respecto a ese… lago… cómo se llame… Fucino, olvídelo.
Wheeler había colgado, y Randall hizo lo mismo.
Sin embargo, cinco minutos más tarde, todavía sentado en el sillón giratorio de su escritorio. Randall no se había podido olvidar del asunto. Trató de definir aquello que lo inquietaba.
Y lo definió.
Había sido el cambio en el tono de voz y en la actitud de George Wheeler acerca del despido de Hans Bogardus. Primero, el editor había querido que echaran inmediatamente a Bogardus del «Krasnapolsky». Después, al enterarse del hallazgo y la amenaza del bibliotecario, Wheeler cambió de parecer repentinamente. ¡Qué extraño!
Pero había otra cosa que le preocupaba más a Randall. La manera tan casual, tan natural con la que Wheeler había echado de lado el anacronismo que Bogardus había encontrado. Wheeler no lo había refutado con hechos nuevos; simplemente no le concedió importancia alguna. Claro que Wheeler no era teólogo ni erudito, así que no podría esperarse que él diera respuestas verdaderas. «Pero más valdría que alguien le encontrara alguna explicación, pronto», pensó Randall.
Se enderezó en su silla. Él mismo era uno de los Guardianes de la Fe, de la nueva Fe. Como publicista, al igual que como ser humano, no podía venderle eso al mundo (o, en verdad, a sí mismo) si todavía existían preguntas que no pudieran ser contestadas.
Aquí, sobre su escritorio, se hallaba una pregunta. La falla descubierta por Bogardus. La credibilidad misma del proyecto podría destruirse si la cuestión no se aclaraba.
Era un pequeño detalle, cierto. Pero…
Un viejo refrán que alguien había dicho (Herbert, ¿había sido George Herbert?, o, tal vez, ¿Benjamín Franklin?) le vino a la mente. Por falta de un clavo se pierde la herradura; por falta de una herradura se pierde el caballo; por falta de un caballo, el jinete se pierde.