Nombre De Torero
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En los a?os sombr?os del nazismo, desaparecen de un rinc?n secreto de la prisi?n de Spandau unas valios?simas monedas de oro. Casi cincuenta a?os despu?s, ca?do el Muro de Berl?n, dos personajes oscuros pero poderosos, con un pasado pol?tico turbio, contratan cada uno por su lado a dos «antiguos combatientes», Juan Belmonte -el que tiene nombre de torero – y Frank Galinsky. En «paro» laboral e ideol?gico, ambos deben partir en busca de un bot?n robado que nadie se atreve en realidad a reclamar oficialmente. Belmonte acepta el encargo por amor a Ver?nica, Galinsky, por un viejo h?bito de obediencia militante cuyo ideal es ahora el de enriquecerse «como todos los dem?s». Al mismo tiempo, al otro lado del mundo, un viejo humilde y solitario recibe un misterioso mensaje ?Llegar?n a enfrentarse Belmonte y Galinsky? ?Existe realmente el tesoro? En tiempos implacables como los que vivimos, ?vencer? el amor o la codicia?
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El inválido terminó de hablar y se quedó mirándome con expresión autosuficiente. ¿Y de semejante idiota había sentido miedo? Vaya un pelmazo. Si Kramer, con sus ideas ridículas del guerrilleroso era un tipo respetado por la pasma política, eso explicaba por qué no daban con los prófugos de la Baader-Meinhof.
– Experiencia. Usted no sabe de qué habla. No entiende un carajo. No niego que estuve metido en un par de aventuras, pero fracasaron, Kramer. Fracasaron. Dé una vuelta por Pans o Berlín y se topará con cientos de guerrilleros jubilados.
– Cierto. Pero no es lo mismo un hombre que pegó tiros en la selva, que uno que conoce todos los terrenos. ¿Sabías que la policía antiterrorista alemana considera una joya el atentado contra Somoza? Lo estudian. Cinco hombres logran colarse en el país más vigilado de Sudamérica, el Paraguay, donde uno de cada cuatro habitantes era chivato de la seguridad. Meten armas al país, hasta dos lanzacohetes, dan con Somoza y lo liquidan. Y no eran nicas Belmonte. Eran del cono sur. Eran tios como tú. Durante largo tiempo busqué un ex tupamaro, un ex ERP, uno como tú, de los que aprendieron idiomas, técnicas de sabotaje, clandestinidad, el arte de ser invisibles, que se movieron por el mundo y en cada país dejaron una red de contactos.
– Usted está loco, Kramer. Lo que me dice es pura novelería. El hombre que necesita se llama Iván llich Ramírez. Le regalo el dato.
– El legendario "Carlos". No creas que no he pensado en él. Lástima que se haya convertido en un anciano. Cuando lo echaron del Líbano se largó a Siria con su harén de alemanas. Grandes fornicadoras las damas de la Fracción del Ejército Rojo. Hicieron de él un estropajo. Acabemos. Vas a trabajar para mí. No para el Lloyd. Para mí.
– No. Ni para el Lloyd ni para usted. ¿Algo más?
– Sí. Hay algo más. Debes saber que la policía recibió una llamada anónima que la condujo hasta un alijo de coca. Cuando esperabas en la sala del Lloyd revisaban tu casa. Mal asunto, Belmonte, porque tu cómplice, un tal Valdivia, opuso resistencia al allanamiento. Mal asunto. ¿Dos mil dólares tenías en la casilla postal? También fueron requisados. Es lo normal en estos casos. No te pongas tenso. A Canalla le gustan los tipos relajados.
– Pensó en todo, hijo de la gran puta.
– Naturalmente. A los suizos no nos gusta dejar cabos sueltos. Es una deformación nacional. Y ahora salgamos de aquí. Regresaremos lentamente. La policía necesita tiempo para reconocer un error.
– ¿Qué debo hacer?
– Viajar. A Chile. Vuelves al pago, Belmonte. Y no pienses en desertar. Sabes muy bien que los mecanismos de extradición entre tu país y Alemania funcionan de maravilla.
– Usted gana, por ahora. Pero me las pagará Kramer. No sé cómo, pero lo voy a hacer mierda.
– ¿Viste Casablanca? Al final de la película el policía francés le dice a Rick: "Pienso que de esto puede nacer una bella amistad".
6 Berlín: cena de negocios
Galinsky y el Mayor subieron a un taxi en Alexander Platz. Una cortina de lluvia mezclada con nieve hizo que el vehículo avanzara lentamente hasta la parte occidental de la ciudad. Se detuvo frente al Candy, uno de los buenos restaurantes de Charlottenburg. Entraron. El maître se acercó a saludar.
– Buenas tardes, Herr Director. ¿El aperitivo de siempre?
– Naturalmente. Ponte cómodo, Galinsky. Aquí preparan los mejores Martinis de Berlín.
Galinsky asintió con un movimiento de cabeza. Esperó a que el maître se alejara antes de comentar:
– ¿Cliente de la casa?
– Suelo cenar aquí de vez en cuando. Y lo de director también es cierto. Estoy en la dirección de una inmobiliaria que tiene las oficinas muy cerca.
Un mozo trajo los Martinis. Bebieron. El Mayor ofreció cigarrillos.
– ¿Cómo te sientes, Galinsky?
– Ahora, bien. Hasta ayer no dejaba de pensar en un psicólogo militar que habló de la abulia como un síntoma de fatiga de combate. Me sentía como un abúlico que no llegó a combatir. ¿No es curioso?
– ¿Tenías planes?
– Ninguno. Cada vez que intentaba pensar, la situación me pesaba, me aplastaba. A lo mas que llegué fue a comprar una de esas publicaciones para mercenarios, pero no la abrí. No niego que todavía temo los resultados de la investigación. Estar en situación de disponible es insoportable.
– No tienes razones para temer. Los oficiales de inteligencia somos intocables. Hay demasiada mierda de por medio y podría salpicar a muchos de manera que a nadie se le ocurrirá removerla. Los únicos jodidos son los civiles, los chivatos que colaboraron con la Stasi, los pobres diablos que vendieron al vecino. Esa caza de brujas va para largo, pero a nosotros no nos tocan.
– Me gusta su optimismo, Mayor.
– Sé de lo que hablo. En tu pasado no existe nada reprobable, Galinsky. Estuviste en Cuba enseñando a submarinistas nicaragüenses a desactivar cargas de profundidad. ¿Y qué? Las Naciones Unidas condenaron a los norteamericanos por el minado de los puertos. Cumpliste una misión humanitaria y nadie te condenará por ella. También estuviste en Angola preparando a los mismos milicianos que luego protegieron las instalaciones de la Shell. En Mozambique ayudaste a proteger el tendido ferroviario y el aeropuerto de Moputo. ¿Qué hay de censurable en todo eso? Con anterioridad impartiste cursos de explosivos a chilenos y bolivianos. ¿Y qué? Venían de naciones con grandes recursos mineros y te fueron presentados como obreros con becas de especialización. Lo que hiciste con ellos se llama ayuda al desarrollo. Eras militar y todo tu quehacer se sustentó en leyes. Simplemente las obedeciste.
Cenaron opíparamente. El Mayor escogió los vinos con acierto y, luego de los postres, bebiendo un excelente coñac, le repitió que no había motivos para temer sanciones o represalias.
– Naturalmente que alguien ha de expiar todas las culpas. Y ese alguien será un viejo senil que en estos momentos prepara sus maletas. Lo dejarán viajar a Chile y allá morirá, en el exilio. Es el fin trágico que exige la dramaturgia alemana. Bebe, Galinsky. A la salud de nuestro secretario general, presidente, último dirigente proletario. El pobre viejo fue tan cretino que llegó a creer en los homenajes que él mismo ordenaba que le hicieran, en las estadísticas y balances de producción que él mismo inventaba. Bebe, Galinsky. ¿Quieres saber cuánto cuesta una botella de coñac? Lo mismo que tú y yo ganábamos en un año. Pero esos tiempos pasaron. Esos piojosos tiempos son historia molesta. Ahora, los nuevos tiempos corren y trabajan para nosotros.
– Yo también quiero verlos de esa manera. ¿Hay una receta?
– Positivo. La hay, y empieza por fijarse la única meta válida: ser rico. Mientras más rico mejor. La riqueza es ¨un bálsamo y la pobreza es obscena. Piensa, Galinsky; cuando cayó el muro, creímos que los occidentales, los Wessis, mirarían nuestra pobreza con piedad, con misericordia, ¿y qué pasó en realidad?, que la miraron con asco, con repugnancia. El discurso oficial decretó que éramos todos iguales, pero sabemos que no es verdad. Cuando uno de nosotros, un roñoso Ossi levanta la mano para ver la hora en su puerco reloj ruso, siente que el tiempo le ha jugado una mala pasada, que se le escapa a torrentes, que marcha a una velocidad imposible de seguir. Pero cuando un Wessi consulta la hora en un Rolex de brillantes, entonces comprueba que el tiempo le pertenece y lo domina. Hay que decidirse a ser ricos, Galinsky, y los hombres como tú y yo estamos en estupendas condiciones para conseguirlo. Eramos comunistas, por lo tanto conocemos las reglas del capitalismo. Y
también éramos militares, es decir, individuos que se prepararon para superar las derrotas.
– Disculpe, Mayor. No lo entiendo.
– ¿Qué mueve a un militar? ¨ Todo lo que me viene a la cabeza me suena estúpido.
– Y tal vez lo sea. Es que eres joven, Galinsky. Siempre te consideraron un oficial honesto porque te creías todos los cuentos. Pero yo soy veterano y puedo decirte la gran verdad: la razón de ser de todo militar es simplemente el botín de guerra.
Bebieron otra copa de aquel delicioso coñac y salieron del restaurante emprendiendo un paseo por las calles de Charlottenburg. Galinsky sintió que un resabio de mal humor amenazaba con arruinarle la estupenda cena. ¿Lo había citado e invitado para eso? iPara filosofar en un lenguaje de curiosos códigos moralizantes? cPara demostrarle que podía pertenecerse al bando de los triunfadores, mas sin detallarle cómo? Al llegar frente a la reja de un parqueadero privado se detuvieron.
– Abrete, Sésamo -dijo el Mayor introduciendo una tarjeta magnética en el portero automático.
Entraron a un garaje subterráneo. Pasaron delante de dos filas de autos hasta que llegaron frente a un Mercedes descapotable. El Mayor accionó un mando a distancia y quitó los seguros de las puertas.
– ¿Te gusta? Es mi juguete favorito.
– ¿ Essuyo?
– Hazme el favor de conducir. Estoy algo cansado.
Salieron del garaje. Galinsky no podía creerlo. Iba conduciendo un coche de película. Un Mercedes deportivo. Los instrumentos del panel brillaban y las luces de la ciudad se reflejaban sobre el reluciente capó. Siguiendo las instrucciones del Mayor condujo hasta la parte oriental de la ciudad, débilmente iluminada, flanqueada por edificios grises y chatos como el socialismo que representaron.
Toma la Unten den Linden. ¿Cómo lo traduces al español?
– Bajo los Tilos. Avenida Bajo los Tilos. ¿Adónde vamos, Mayor?
– ¿Estás en buena forma, Galinsky?
– ¿En qué sentido, Mayor?
– En el mejor. Tengo una misión para ti.
– Usted ordena. Ayer se lo dije.
– Como en los viejos tiempos. Sólo que esta vez no te espera ninguna chapa de hojalata si la cumples. Te espera un cuarto de millón de marcos.
– Nunca antes me sentí tan bien. Usted ordena Mayor.
– Formidable. Sigue por la Unten den Linden. Vamos a putas.
Los tilos que dan nombre a la avenida se mostraban tan mustios como los edificios circundantes. Al pasar frente al mausoleo de las víctimas del militarismo y del fascismo, el Mayor soltó una carcajada.
– Lo están vendiendo todo, Galinsky. ¿Cuántas veces te tocó ser parte de la guardia de honor del mausoleo? Sabañones que nos dio la patria. No tardarán en venderlo. Seguramente abrirán una hamburguesería en el lugar. Podrán usar la llama eterna para las fritangas.
Aparcaron cerca de la Platz der Akademie. Galinsky miró la triste luminaria del hotel Charlottenhof El Mayor volvió a reír.