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Cuenta hasta diez

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Cuenta hasta diez
Название: Cuenta hasta diez
Автор: Rose Karen
Дата добавления: 16 январь 2020
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Cuenta hasta diez читать книгу онлайн

Cuenta hasta diez - читать бесплатно онлайн , автор Rose Karen

Tras ser abandonados por su madre, un chico y su hermano peque?o terminan en la red estatal de hogares de acogida. Sin embargo, quienes a partir de entonces ten?an que cuidar de ellos los dejan a su suerte. Y a?os despu?s…

Reed Solliday tiene m?s de quince a?os de experiencia en el cuerpo de bomberos de Chicago, luchando contra los incendios y, sobre todo, investigando su origen. Pero nunca hab?a presenciado nada parecido al reciente estallido de fuegos provocados por alguien fr?o, meticuloso y cada vez m?s violento. Cuando en la ?ltima casa incendiada aparece el cad?ver de una mujer asesinada, Reed se ve obligado a colaborar con la polic?a. Y la detective de homicidios Mia Mitchell es una mujer impetuosa, m?s acostumbrada a dar ?rdenes que a recibirlas, y se niega a aceptar que los motivos habituales puedan ser la causa de un odio tan calculado. Algo m?s se esconde detr?s de todo ello…

Una intriga absorbente por una de las autoras con mayor ?xito de ventas en Estados Unidos, Gran Breta?a y Alemania.

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– Nunca infringí la ley -repuso él con firmeza-. Ni siquiera cuando tenía hambre robé un solo céntimo. Lo que soy es obra mía.

– Y los Solliday no tuvieron nada que ver.

– Ellos me dieron un hogar. El resto lo hice yo.

Mia lo miró casi con desprecio y Reed sintió la necesidad de hacérselo comprender.

– Llevaba tres años fugándome periódicamente de casa. Me junté con unos chicos que robaban bolsos. Yo nunca robaba. Un día uno de los chicos robó un bolso y me lo pasó. La señora empezó a gritar que yo se lo había robado y llamó a la policía. Estuvieron a punto de detenerme, pero una mujer salió en mi defensa. Lo había visto todo y juró que yo era inocente. Se llamaba Nancy Solliday. Ella y su marido me acogieron.

– Y yo se lo agradezco -dijo Mia con voz queda y la mirada algo más tranquila-. Pero seamos realistas, Reed. ¿Cuánto tiempo crees que habrías durado en la calle?

– Habría encontrado una salida.

– Ya. Oye, te agradezco mucho el consuelo, pero ahora mismo necesito estar sola. Hace días que no salgo a correr, así que voy a dar unas vueltas a la manzana.

Había vuelto a zanjar el tema.

– ¿Qué piensas cenar? -preguntó Reed.

– Ya me calentaré algo más tarde. -Le dio un beso en la mejilla-. Gracias, en serio. Te llamaré cuando haya vuelto.

Reed permaneció sentado mientras ella subía a cambiarse. Mia salió de casa sin decir palabra y él se quedó mirando las paredes de la cocina. Christine había decorado esa estancia, al igual que todas las demás. Belleza y elegancia con toques hogareños para compensar el efecto. Si dependiera de Mia, la cocina tendría un microondas, un horno-tostadora para sus tartaletas y un montón de platos de papel.

Se levantó para guardar la comida, preguntándose cuánto más necesitaba realmente un hombre.

***

Viernes, 1 de diciembre, 21:15 horas

Mia rodeó la manzana y puso rumbo a casa de Solliday por segunda vez. Al día siguiente, cuando buscara apartamento, lo haría en barrios antiguos y agradables como aquel. Por lo menos tres personas que estaban paseando a sus perros le habían sonreído y saludado con la mano cuando pasaba por su lado. Nada que ver con su barrio, donde nadie miraba a nadie, ni con los barrios donde los niños asomaban la cabecita por detrás de la cortina y nadie sabía quién era su vecino. Lo que le hizo recordar que había olvidado comentarle a Solliday que su presentimiento sobre las tiendas de animales podía resultar provechoso. Sacó el móvil para comprobar cómo estaba Murphy cuando vio algo extraño.

La ventana de uno de los dormitorios de la casa de Solliday se abrió y una cabeza morena asomó por ella y miró a derecha e izquierda. A continuación, un cuerpo siguió a la cabeza y se deslizó por el árbol de delante como si fuera una barra de descenso. Por lo visto, Beth Solliday no estaba dispuesta a perderse la fiesta. Kelsey acostumbraba hacer eso, recordó. Salir por la ventana para reunirse con quién sabe quién y hacer quién sabe qué. «Pero mi querida Beth, me temo que ese no va a ser tu caso».

Beth se alisó el abrigo, se puso los guantes y echó a correr por jardines traseros, saltando vallas como una profesional. Mia la seguía a cierta distancia.

Viernes, 1 de diciembre, 21:55 horas

– Llegas tarde -susurró una chica con un aro en la nariz al tiempo que tiraba de Beth-. Un poco más y pierdes tu turno.

Esa, supuso Mia, debía de ser la infame Jenny Q.

Había seguido a Beth en el tren elevado hasta una especie de club llamado Rendezvous, situado en el centro de la ciudad. Le había costado mucho seguirla. Pensó que debería dedicarse al atletismo.

Beth se quitó el abrigo.

– He tenido que esperar. Mi padre había ido a la casa de al lado y me he quedado esperando a que regresara, pero no ha regresado. Supongo que otra vez pasará la noche allí.

«¿Otra vez? Al cuerno con la discreción», pensó Mia. Solliday pensaba que su hija era una inocente. Cierto que no había ido a una fiesta, pero había salido de casa a hurtadillas. No sabía muy bien dónde estaba. No era un bar, porque no había nadie comprobando la edad. Había un escenario y unas cincuenta mesas pequeñas ocupadas por gente variopinta. Jenny y Beth desaparecieron entre la multitud, pero cuando Mia intentó seguirlas, un hombre le dio una palmadita en el hombro.

– Diez pavos, por favor. -La insignia indicaba que era de seguridad. No tenía pinta de drogadicto.

Buscó en el bolsillo y sacó su billete de veinte para imprevistos.

– ¿Qué dan aquí?

El hombre le entregó el cambio y un programa.

– Hoy hay competición.

– ¿Y quién compite?

El vigilante sonrió.

– Todo el que lo desee. ¿Quiere que compruebe si queda algún espacio vacío?

– No, gracias. Estoy buscando a alguien. Beth Solliday.

Consultó su hoja.

– Tenemos una Liz Solliday. Dese prisa, está a punto de salir.

Sintiéndose como Alicia en el país de las maravillas, Mia se apresuró a entrar. Las luces se atenuaron y un foco iluminó el escenario. Y por él caminó Beth Solliday, con minifalda de cuero y acompañada de un educado aplauso.

– Me llamo Liz Solliday y mi poema se titula «Casper».

¿Un poema? Mia acercó el programa a la luz roja de la señal de salida y pestañeó. Fuera lo que fuese el Concurso de Poesía, Beth había llegado a la semifinal. Y en cuanto abrió la boca, comprendió por qué. La muchacha tenía presencia escénica.

no sé si he dicho que vivo con un fantasma

la llamamos Casper

me sigue

me mira

sus ojos… mis ojos… sus ojos

me ha robado los ojos

es papá quien la ha invitado

a veces cuando me mira

papá da un respingo

como si la viera… pero soy yo

y me juego a que papá desea

hacer un trato con ella aunque solo sea por un día

Casper era Christine. Mia sintió un nudo en la garganta, pero la voz de Beth era poderosa. Musical. Y mientras hablaba, sus palabras tocaron la llaga que a Mia más le dolía.

no soy más que la doble fantasmagórica

que le recuerda al mundo la versión mejorada que antaño

revoloteó por la vida de mi padre

casi invisible

con sus ojos más oscuros

cada día los míos se apagan un poco más

cada día mi propósito es menos cierto

hasta que me pregunto quién es el fantasma

y quién merece algo mejor

El foco se apagó y Mia respiró hondo. Uau. Agradeciendo la oscuridad, se secó las mejillas. La hija de Reed tenía un don. Un don bello, exquisito.

Se levantó. Y la hija de Reed estaba metida en un aprieto. En un serio aprieto. Empujó la silla y fue a buscar a «Liz», la cual tenía mucho que explicar.

Viernes, 1 de diciembre, 22:15 horas

El policía seguía allí. La señora se había marchado unas horas antes. No sabía qué hacer. Sí, sí sabía qué hacer, pero estaba demasiado asustado.

«Pero los policías son tus amigos. -Eso decía su profesor-. Si tienes problemas, puedes acudir a la policía». Se apartó de la ventana y se sentó en la cama. Tenía que pensar. Si se lo contaba a la poli, puede que él volviera para hacerles daño. Aunque es posible que lo hiciera de todos modos. La señora de las noticias había dicho que había matado a gente, y él la creía.

«Puedo esperar aquí a que venga a por mí y tener miedo el resto de mi vida, o contarlo y confiar en que los policías sean realmente mis amigos». Era una elección difícil, pero con siete años de edad, el resto de su vida era mucho tiempo.

Viernes, 1 de diciembre, 22:45 horas

Beth se arrimó un poco más a la ventanilla del tren elevado que las devolvía a casa. «Papá me va a matar». Se le revolvía el estómago cada vez que pensaba en lo que haría su padre. Miró de reojo a Mitchell, que tenía los brazos cruzados y guardaba silencio. Beth podía ver el bulto de la funda en la sudadera. Llevaba una pistola. Normal, era policía.

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