Cuenta hasta diez
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Tras ser abandonados por su madre, un chico y su hermano peque?o terminan en la red estatal de hogares de acogida. Sin embargo, quienes a partir de entonces ten?an que cuidar de ellos los dejan a su suerte. Y a?os despu?s…
Reed Solliday tiene m?s de quince a?os de experiencia en el cuerpo de bomberos de Chicago, luchando contra los incendios y, sobre todo, investigando su origen. Pero nunca hab?a presenciado nada parecido al reciente estallido de fuegos provocados por alguien fr?o, meticuloso y cada vez m?s violento. Cuando en la ?ltima casa incendiada aparece el cad?ver de una mujer asesinada, Reed se ve obligado a colaborar con la polic?a. Y la detective de homicidios Mia Mitchell es una mujer impetuosa, m?s acostumbrada a dar ?rdenes que a recibirlas, y se niega a aceptar que los motivos habituales puedan ser la causa de un odio tan calculado. Algo m?s se esconde detr?s de todo ello…
Una intriga absorbente por una de las autoras con mayor ?xito de ventas en Estados Unidos, Gran Breta?a y Alemania.
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– Hola, Kristen.
Kristen Reagan enarcó las cejas y apretó los labios.
– Después de todo estás viva.
La mujer tenía todo el derecho del mundo a encolerizarse. Kristen se habría convertido en viuda si la bala que había alcanzado a Abe en el abdomen hubiese penetrado tres centímetros más abajo. Mia se preparó para lo peor y murmuró:
– Suéltalo.
Kristen permaneció en silencio y la observó de tal forma que Mia se amedrentó y evocó recuerdos de monjas con el ceño fruncido y escozor en las palmas de las manos, lo que estuvo a punto de hacerle retorcerse. Al final Kristen suspiró y musitó:
– ¡Qué tonta eres! ¿Qué pensabas que iba a decir?
Mia se enderezó al oír el tono afable. Habría preferido las palabras severas que se merecía.
– No presté atención y Abe pagó el precio.
– Abe dice que os tendieron una emboscada. Al principio tampoco los vio.
– Yo tenía otro ángulo, tendría que haberlos visto. Estaba… -Recordó que estaba preocupada-. No presté atención -repitió con rigidez-. Lo siento mucho.
Los ojos de Kristen relampaguearon.
– ¿Crees que Abe te echa la culpa? ¿Crees que yo te responsabilizo?
– Deberíais hacerlo. Yo lo haría. -Se encogió de hombros-. Yo me culpo.
– En ese caso eres tonta -espetó Kristen-. Mia, estábamos muy preocupados. Desapareciste después de que os cosieran a tiros. Miramos hasta debajo de las piedras y no te encontramos. Supusimos que te habían herido o matado. Abe se ha vuelto loco de preocupación… mientras tú estabas en algún sitio, enfurruñada y compadeciéndote de ti misma.
Mia parpadeó.
– Lo lamento. No pretendía… -Cerró los ojos-. ¡Mierda!
– No pretendías que nos preocupásemos. -La voz de Kristen sonó monocorde-. Pero nos preocupamos. Ni Spinnelli sabía dónde estabas hasta que la semana pasada telefoneaste para decir que hoy volvías a trabajar. Fui seis veces a tu casa.
Mia abrió los ojos y recordó tres de esas ocasiones.
– Ya lo sé.
Kristen abrió desmesuradamente los ojos.
– ¿Lo sabes? ¿Estabas en casa?
– Más o menos, sí.
Recordó que había permanecido a oscuras, enfurruñada y compadeciéndose de sí misma.
Kristen arrugó el entrecejo.
– ¿Has dicho más o menos? ¿Me puedes decir qué demonios significa eso?
En la sala se había impuesto el silencio y todo el mundo las observaba.
– ¿Puedes bajar la voz?
– No, no puedo. He pasado dos semanas junto a Abe mientras esperaba tus noticias. Entre los goteos de morfina y las intervenciones quirúrgicas, cuando estaba lúcido le preocupaba que hubieses perseguido por tu cuenta a Getts y estuvieras muerta en un callejón. Por lo tanto, me queda poca paciencia, solidaridad y discreción, así que ya está todo dicho. -Kristen se irguió con las mejillas encendidas-. Será mejor que cuando termine tu jornada aparezcas por el hospital y le expliques qué significa «más o menos». Se lo debes. -Dio dos pasos, se detuvo, se volvió lentamente y sus ojos ya no echaban chispas, sino que estaban cargados de pesar-. Maldita sea, Mia. Le heriste en lo más vivo. Cuando se enteró de que estabas bien y de que no habías ido a visitarlo se sintió muy dolido.
Mia tragó saliva con dificultad.
– Lo siento.
Kristen apretó los dientes.
– Más te vale. Abe se preocupa por ti.
Mia clavó la mirada en el escritorio.
– Iré al hospital en cuanto acabe mi turno.
– No falles. -Kristen hizo una pausa y carraspeó-. Mia, haz el favor de mirarme.
La detective levantó la cabeza. La ira había desaparecido y ahora imperaba la preocupación.
– ¿Qué pasa?
Kristen habló en tono susurrante:
– Con lo que le ha sucedido a tu padre y lo demás, las últimas semanas lo has pasado mal. Todos cometemos errores. Eres humana. Sigues siendo la compañera que quiero que cubra las espaldas de mi marido.
Mia esperó a que Kristen se marchara para tomar asiento. Todos suponían que estaba alterada por la muerte de su padre. Ojalá fuera tan sencillo.
– ¡Mierda!
– Estás blanca como el papel -intervino Murphy en tono afable-. Tendrías que haberte tomado unos días más.
– Por lo visto, tendría que haber hecho un montón de cosas -espetó y volvió a cerrar los ojos-. ¿Has visto a Abe?
– Sí. La primera semana estuvo muy grave. Aidan dice que mañana o pasado mañana le dan el alta, de modo que, a menos que quieras que te recrimine que no fuiste a visitarlo, lo mejor es que vayas esta noche. Mia, ¿en qué demonios estabas pensando?
Mia observó su reluciente taza de café.
– En que la fastidié y en que, por segunda vez, mi compañero había estado a punto de morir. -Murphy guardó silencio y Mia levantó la cabeza con actitud irónica-. ¿No piensas decirme que la culpa es mía? ¿Que soy la culpable tanto de este episodio como del anterior?
Murphy sacó un trozo de zanahoria de la bolsa de plástico que tenía sobre el escritorio.
– ¿De qué serviría?
Mia ojeó la pila de zanahorias uniformemente cortadas mientras Murphy le hincaba el diente a la que había cogido.
– ¿De nuevo intentas dejarlo?
Murphy no se dejó engañar y la contempló durante varios segundos.
– Dos semanas, aunque no es que esté contando los días.
– Me alegro por ti. -Mia se puso en pie y las piernas volvieron a sostenerla-. Tengo que decirle a Spinnelli que he vuelto.
– Está reunido. De todos modos, ha dicho que quería verte en cuanto llegases y que pasaras.
Mia puso expresión de contrariedad.
– ¿Por qué no me lo has dicho antes?
– Acabo de hacerlo. -La detective había llegado a la puerta del despacho de Spinnelli cuando Murphy añadió-: Mia, no fue culpa tuya. No tuviste nada que ver con lo que le pasó a Abe o a Ray. Sabes perfectamente que a veces las cosas salen mal.
Abe se había librado por los pelos no precisamente gracias a ella y Ray, su compañero anterior, no había tenido tanta suerte. También le enviaron cestas con frutas a la esposa de Ray.
– Tienes razón.
Mia respiró hondo y llamó a la puerta del despacho del teniente.
– Adelante -ordenó Spinnelli. Estaba sentado ante el escritorio y el ceño destacaba su bigote espeso y entrecano, pero suavizó la expresión nada más verla-. ¡Mia, cuánto me alegro de verte! Pasa y siéntate. ¿Cómo estás?
Mia cerró la puerta.
– A punto para trabajar.
Abrió desaforadamente los ojos al ver quién ocupaba la silla del otro lado del escritorio de Spinnelli. «¡Mierda!» A renglón seguido, el hombre de la gabardina con el que se había cruzado en la entrada se incorporó con presteza y con expresión no mucho más alegre que la suya.
Durante unos segundos, Mia se limitó a mirarlo.
– ¿Usted es la detective Mitchell? -preguntó el desconocido en tono acusador.
Mia asintió y notó que el color le subía a las mejillas. El hombre la había pillado prácticamente dormida en la entrada de la comisaría. La había tomado por chiflada. Toda posibilidad de que la primera impresión fuese buena se había ido al garete. De todos modos, recobró la compostura y lo miró a los ojos.
– Exactamente. Y usted, ¿quién es?
Spinnelli se puso en pie al otro lado del escritorio y dijo:
– Te presento al teniente Reed Solliday, de la OFI, Oficina de Investigación de Incendios.
Mia movió afirmativamente la cabeza.
– Ah, claro, los expertos en incendios provocados. Le escucho.
A Spinnelli se le escapó una sonrisa.
– Es tu nuevo compañero.
Lunes, 27 de noviembre, 9:00 horas
Brooke Adler estaba sentada en una esquina del escritorio, consciente de que seis pares de ojos estarían fijos en su canalillo durante los siguientes cincuenta minutos. Si tenía suerte, tal vez uno de los alumnos prestaría atención a la lección que había preparado con tanto mimo. No albergaba demasiadas esperanzas. Los chicos tampoco se hacían ilusiones.
En ese lugar, la única esperanza figuraba en el letrero que colgaba sobre la puerta: Centro de la esperanza para chicos. Ante ella había ladrones, fugitivos y agresores sexuales que aún no habían alcanzado la mayoría de edad. Habría preferido leones, tigres y osos. ¡Oh, Dios mío!