La Telara?a China
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Inspectora Liu, ?necesito recordarle que China tiene costumbres y rituales para tratar a sus hu?spedes? Use su shigu, su experiencia de la vida.
Todos los extranjeros, tanto si se trata de desconocidos o de demonios como este visitante, son potencialmente peligrosos. No demuestre ira ni irritaci?n. Sea humilde, prudente y cort?s.
El viceministro apoy? la mano sobre el hombro de la inspectora.
H?gale creer que existe un v?nculo entre usted y ?l. As? hemos tratado a los extranjeros durante siglos. As? tratar? usted a este extranjero mientras sea nuestro hu?sped.”`
En un lago helado de Pek?n aparece el cad?ver del hijo del embajador norteamericano. La dif?cil y ardua investigaci?n es asignada a la inspectora Liu Hulan. A miles de kil?metros, un ayudante de la fiscal?a de Los ?ngeles encuentra en un barco de inmigrantes ilegales el cad?ver de un Pr?ncipe Rojo, el hijo de uno de los hombres m?s influyentes de China…
Una impactante novela de intriga que recrea el conflicto que se produce entre dos pa?ses diametralmente opuestos cuando sus gobiernos se ven obligados a colaborar en pie de igualdad.
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21 y 22 de enero, Terminal Island
Las diez horas siguientes fueron una pesadilla borrosa. David sólo recordaba vagamente que había vuelto tambaleándose a la cocina de la tripulación para despertar a Jack Campbell. Recordaba cómo lo había tranquilizado Jack para conseguir que le explicara lo ocurrido, y que luego el agente del FBI había bajado a aquel horrible lugar. Recordaba que Campbell había sellado el tanque, dejando el cadáver medio hundido en la inmundicia. Recordaba también que el piloto del helicóptero había sacado una botella de licor del botiquín de primeros auxilios, así corno el sabor del áspero líquido al deslizarse por su garganta. Estaba ansioso por quitarse la ropa que llevaba y lavarse con agua de mar, pero Campbell no se lo había permitido, aduciendo que podían destruirse pruebas.
Después esperaron. David recordaba haber estado sentado en cubierta contemplando el frío y gris amanecer que se abría paso en el cielo. La lluvia seguía azotando la cubierta, pero el océano se había aplacado y el agua apenas se rizaba. Por fin apareció Jim caminando a grandes zancadas hacia su helicóptero para llamar a tierra. David recordaba haberle oído decir que los guardacostas llegarían a las pocas horas para remolcar el barco hasta el puerto, y que él estaba listo para partir con el helicóptero. Campbell quiso que se fuera con él, pero David se negó. Cuando Jim y Noel Gardner se fueron, Jack y David empezaron a interrogar a los inmigrantes.
La noche anterior, David había trabajado codo con codo junto a muchos de aquellos hombres, afanándose con ellos para salvar la vida. Por la mañana, la mayoría no querían hablar con él y ninguno le miraba a la cara. Nada de lo que dijera consiguió hacerles hablar; incluso Zhao le volvió la cara.
Cuando llegaron a puerto por la tarde, los acontecimientos se desarrollaron con rapidez. Funcionarios del Servicio de Inmigración y de los guardacostas abordaron el barco y hablaron en mandarín y cantonés a través de altavoces. Los inmigrantes recogieron sus escasas pertenencias, bajaron silenciosamente por la pasarela y entraron en lo que parecía un gigantesco almacén. A David se lo llevaron en una ambulancia. El se resistió, repitiendo: «Tengo que quedarme allí. Llévenme de vuelta», hasta que por fin el sanitario que le asistía le tapó la boca con una mascarilla de oxígeno. En el hospital recibió tratamiento por la conmoción y por deshidratación, y le pusieron la vacuna del tétano. Luego se quitó las ropas con la ayuda de un experto forense del FBI, para que las metieran en bolsas con sus correspondientes etiquetas. Lo dejaron marchar a las dos de la madrugada. David no se había sentido tan solo en toda su vida como cuando entró en su casa vacía. Con esfuerzo, calculó que había permanecido cuarenta y tres horas sin dormir. Se duchó, se puso unos pantalones de chándal y un suéter, y cayó en un sueño irregular.
Se despertó bruscamente a las seis y media de la mañana, volvió a ducharse (le parecía que jamás conseguiría librarse de la inmundicia de aquella noche), y se fue a correr alrededor del Lake Hollywood Reservoir, cerca de donde vivía, para despejarse.
Dos horas más tarde, cuando salió del ascensor y cruzó la puerta de seguridad para entrar en los pasillos de la fiscalía, percibió cierta diferencia en la actitud con respecto a él. De camino a su despacho, saludó con la cabeza a dos secretarias que clavaron la vista en el suelo. También pasó delante de dos jóvenes abogados que trabajaban en demandas, y ambos enmudecieron al verlo.
Se sirvió un café y se dirigió a la sala del gran jurado, la única del tribunal suficientemente amplia para que Madeleine Prentice, la fiscal, celebrara su reunión semanal. Cuando entró él, las conversaciones se interrumpieron. Rob Butler, jefe del departamento penal, carraspeó.
– Aquí está David, de regreso de sus aventuras marinas -dijo.
Los otros abogados se echaron a reír, pero David percibió su malestar. De todas formas, agradeció a Rob que sacara la historia a la luz. Era como si quisiera decir: «No vamos a chismorrear sobre esto. Vamos a tratar el caso como cualquier otro.» Madeleine adoptó este enfoque, dando inicio acto seguido a la reunión para pedir que la pusieran al corriente sobre los casos de narcóticos que tenían entre manos.
David cogió una silla y miró alrededor. Comprendió que el deseo de Rob y de Madeleine de no dar a su caso un cariz excepcional sería difícil de cumplir. La mayoría de los ayudantes reunidos llevaban por allí el tiempo suficiente para haber conseguido casos importantes, pero ninguno había estado casi perdido en alta mar, ni en contacto con un cadáver.
Una de las razones por las que David había abandonado Phillips, MacKenzie y Stout era la atmósfera universitaria, comparativamente hablando, que se respiraba en la fiscalía. Los abogados, fueran hombres o mujeres, habían elegido voluntariamente cambiar los elevados sueldos de los principales bufetes por trabajar para el gobierno e ir a los tribunales cada día. Las únicas compensaciones, aparte de la sensación de haber obrado correctamente, eran la buena prensa y la posibilidad de llegar a la judicatura. Evidentemente, lo primero conducía a lo segundo. Sin embargo, existía una línea que a los colegas de David no les gustaba cruzar. Todos ellos, David incluido, se burlaban de los que buscaban publicidad, aunque al mismo tiempo admiraban a quienes sabían manejar la prensa. Por eso, mientras oía a Madeleine y Rob pidiendo explicaciones a los demás abogados sobre sus respectivos casos, percibía la extraña combinación de asombro, celos y recelo que flotaba alrededor.
Madeleine Prentice repasó su lista con un dedo. Llevaba las uñas perfectamente arregladas.
– Quién más tiene que ir a juicio esta semana? ¿Laurie? Laurie Martin, embarazada de siete meses, abrió su expediente y ofreció un resumen.
– El quince de septiembre funcionarios de aduanas recelaron de una mujer, Lourdes Ongpin, que bajó de un avión de la United procedente de Manila vestida con impermeable. Aunque no es raro que la gente lleve abrigo o suéter cuando viaja, a los de aduanas les pareció que en aquel caso era extraño, puesto que temperatura en Los Angeles era de 27 grados centígrados.
De acuerdo con las explicaciones de Laurie, los funcionarios interrogaron a la mujer. ¿Dónde pensaba alojarse? ¿Era suyo un viaje de negocios o de placer? Mientras, los inspectores se percataron de dos cosas. Primero, la mujer despedía un olor peculiar y segundo, su impermeable parecía tener vida propia. La llevaron a una sala de interrogatorios, donde hallaron quince caracoles gigantes que pesaban casi medio kilo cada uno, metidos en el forro del impermeable.
Los demás parecían nerviosos mientras Laurie hablaba. Sabían que el modo de ganar prestigio era consiguiendo que condenaran a un senador corrupto o a un conocido narcotraficante, no acusando a contrabandistas de animales exótico. Aunque estuvieran protegidos por tratados internacionales, los caracoles gigantes no conseguirían jamás salir en la portada del Times.
Con su habitual sentido del efectismo, Madeleine dejó el caso de David para el final, y tras oír su sinopsis preguntó:
– ¿Crees que el asesinato está relacionado con banda Ave Fénix, o que sencillamente alguien del barco mató a ese hombre?
– Las tríadas no se han detenido jamás ante nada. ¿Tienen relación con este caso? Lo ignoro.
– Podría ser la brecha que has estado buscando.
– Cierto. Si puedo demostrar su actividades mafiosas o el incumplimiento de las leyes de inmigración, quizá también demuestre que han cometido asesinato.
– Quisiera tener al Departamento de Justicia en esto, quizá incluso al Departamento de Estado -dijo Madeleine-. Veamos si pueden ayudarnos. Que yo sepa, no trabajamos con china, pero quizá hallemos el modo de obtener ayuda, aunque no sea oficial.
– Aceptaré la ayuda venga de donde venga, siempre que el caso siga siendo mío.
– En lo que a mí respecta es tuyo. -Madeleine paseó la mirada brevemente por la sala-. ¿Alguien más? ¿No? Bien, pues entonces, vayamos a obtener unas cuantas condenas.
David se sirvió otra taza de café y se dirigió a su despacho, donde Jack Campbell y Noel Gardner le aguardaban. Ninguno de los dos había dormido demasiado, como demostraban sus rostros ojerosos y sus ropas arrugadas.
– No lo hubiéramos conseguido sin usted -repuso Campbell a David mientras éste se sentaba.
– Estaba tan asustado como los demás -repuso David, meneando la cabeza.
– No; usted supo estar a la altura de las circunstancias, cuando peor estaban.
– Sólo hice lo que consideré correcto -dijo David tímidamente. Reordenó unos papeles que había sobre su mesa y preguntó-. Bien, ¿qué ha ocurrido con los inmigrantes?
Campbell explicó que de los 523 inmigrantes a bordo del Peonía, 378 habían sido deportados gracias a que el gobierno chino les había proporcionado un carguero vacío para el viaje de regreso, pero sobre todo gracias a la eficacia del Servicio de Inmigración, que se aseguró de que los inmigrantes permanecieran aislados después de desembarcar.
– De ese modo no tuvieron ocasión de comunicarse los unos con los otros para inventar historias, ni siquiera para recuperarse de su dura experiencia y poder pensar con claridad.
– Nadie quiere que se repita el desastre del Aventura Dorada -añadió Noel Gardner-. Hace casi tres años que aquel barco varó en Nueva York y aún albergamos a más de cincuenta de aquellos chinos. A cincuenta y cinco dólares por día, nos han costado más de diez millones. El Servicio de Inmigración quiere que se resuelva el asunto de los inmigrantes del Peonía y que salgan del país antes de que los grupos pro derechos humanos tengan tiempo de movilizarse.
Durante toda la tarde y la noche anteriores, explicó Campbell, se había separado a los enfermos y a los más débiles de los que estaban sanos y más animados. Al llegar la medianoche, antes incluso de que David hubiera salido del hospital, docenas de inmigrantes se habían duchado y habían comido un sencillo estofado de buey. Rápidamente se les había comunicado su derecho a un abogado y una audiencia, pero los funcionarios de inmigración también habían puesto el énfasis en las ventajas de aceptar ropa limpia, comida y un pasaje de vuelta a casa en lugar de una prolongada estancia en la cárcel sin garantías de recobrar la libertad. Después los inmigrantes había sido llevados a los juzgados del centro de internamiento de Terminal Island, donde los jueces, malhumorados por haber sido arrancados del sueño, repitieron el mismo consejo.