Cuenta hasta diez
Cuenta hasta diez читать книгу онлайн
Tras ser abandonados por su madre, un chico y su hermano peque?o terminan en la red estatal de hogares de acogida. Sin embargo, quienes a partir de entonces ten?an que cuidar de ellos los dejan a su suerte. Y a?os despu?s…
Reed Solliday tiene m?s de quince a?os de experiencia en el cuerpo de bomberos de Chicago, luchando contra los incendios y, sobre todo, investigando su origen. Pero nunca hab?a presenciado nada parecido al reciente estallido de fuegos provocados por alguien fr?o, meticuloso y cada vez m?s violento. Cuando en la ?ltima casa incendiada aparece el cad?ver de una mujer asesinada, Reed se ve obligado a colaborar con la polic?a. Y la detective de homicidios Mia Mitchell es una mujer impetuosa, m?s acostumbrada a dar ?rdenes que a recibirlas, y se niega a aceptar que los motivos habituales puedan ser la causa de un odio tan calculado. Algo m?s se esconde detr?s de todo ello…
Una intriga absorbente por una de las autoras con mayor ?xito de ventas en Estados Unidos, Gran Breta?a y Alemania.
Внимание! Книга может содержать контент только для совершеннолетних. Для несовершеннолетних чтение данного контента СТРОГО ЗАПРЕЩЕНО! Если в книге присутствует наличие пропаганды ЛГБТ и другого, запрещенного контента - просьба написать на почту [email protected] для удаления материала
– El doctor Julian Thompson y el señor Bart Secrest -los presentó Bixby.
El simpático se levantó y la sonrisa arrugó su rostro. En el acto Mia desconfió de Thompson tanto como de Bixby.
– Soy el doctor Thompson, el consejero escolar.
Secrest se limitó a mantener el ceño fruncido y guardó silencio.
– Siéntense -dijo Bixby.
El director tamborileó los dedos mientras esperaba a que Mitchell y Solliday tomasen asiento. Mia tardó unos segundos adicionales solo por el gusto de verlo fruncir el ceño y por último se sentó a su lado.
La detective paseó la mirada por cada uno de los hombres antes de preguntar:
– ¿Quién es el alumno y dónde están los artículos?
El consejero no logró disimular un respingo y Secrest continuó con cara de pocos amigos.
– Investigamos al alumno y llegamos a la conclusión de que no era necesario insistir en el asunto. La señorita Adler experimentó… experimentó la necesidad personal de ver la escena con sus propios ojos, probablemente debido a la compasión que siente por las víctimas. ¿No es así, señorita Adler? -preguntó Bixby.
Adler asintió, insegura.
– Así es, señor.
Mia sonrió.
– Vaya, vaya. Doctor Bixby, ¿ha sido contratado por el estado, razón por la cual está sometido a auditorías estatales y a visitas por sorpresa de la junta que concede las licencias?
Bixby apretó la mandíbula.
– Detective, tenga la amabilidad de no amenazarme.
Mitchell miró a Solliday con expresión divertida.
– Me parece haber oído un eco. Hay muchísimas personas que me piden que no las amenace.
– Tal vez porque las personas con las que hablamos sabían algo que necesitábamos averiguar y no quisieron decirlo -replicó Reed con voz muy baja y casi agorera, por lo que su tono fue perfecto.
– Será por eso. -Mia se inclinó y deslizó la palma de la mano por encima de la mesa hasta quedar cara a cara con Bixby. Fue una jugada de desplazamiento del poder que solía ser muy eficaz y, a juzgar por el parpadeo contrariado del director, también dio resultado-. Doctor Bixby, me pregunto qué sabe. Dice que ha investigado, lo que me lleva a suponer que pensó que el alumno en cuestión no recortó los artículos periodísticos para un trabajo escolar.
– Tal como le he dicho a la señorita Adler, en el depósito de cadáveres hay dos mujeres -intervino Solliday con el mismo tono ominoso de antes-. Nuestra paciencia tiene un límite. Si su alumno no está implicado, nos marcharemos. Si lo está, representa un peligro para el resto de los alumnos y me figuro que esa clase de publicidad no le interesa.
A Bixby se le contrajo un músculo de la mejilla y Mia se dio cuenta de que Reed había dado en la diana.
– El alumno no sale del centro. Es imposible que esté implicado.
– Comprendido -aceptó Mia y se relajó-. ¿Todos los alumnos viven aquí?
– El veinte por ciento está solo durante el día -respondió el doctor Thompson-. El resto reside en el centro.
Mia esbozó una sonrisa.
– Residen aquí. ¿Está diciendo que permanecen encerrados?
La sonrisa de Thompson fue forzada.
– Significa que no pueden salir, aunque no están encerrados en celdas, como en la cárcel.
Mia abrió desmesuradamente los ojos.
– ¿Nunca salen? -preguntó y parpadeó-. ¿Jamás?
Bixby echaba chispas por los ojos.
– Los alumnos que viven aquí disponen de tiempo supervisado al aire libre.
– El patio donde hacen ejercicio -concluyó Mia y Bixby se puso rojo. La detective levantó la mano y apostilló-: Ya sé que el centro no es una cárcel, pero a los vecinos no les gustaría enterarse de que un presunto asesino estuvo aquí, a menos de un kilómetro y medio de sus casas y de sus hijos.
– Pues no es así, ya se lo he dicho -aseguró Bixby con tono envarado.
– Ya lo oímos la primera vez -terció Solliday afablemente. Miró a Mia y enarcó una ceja oscura-. Sabes que prometí a Carmichael que sería la primera en saberlo.
Mitchell sonrió de oreja a oreja y manifestó su total acuerdo.
– Claro que lo sé.
Secrest se inclinó, entrecerró los ojos y masculló:
– Eso es extorsión.
– ¿Quién es Carmichael? -quiso saber Bixby.
– La periodista que firmó el artículo aparecido en el Bulletin de ayer -explicó Secrest.
Thompson quedó boquiabierto.
– No puede proporcionar información falsa.
Mia se encogió de hombros.
– Si me pregunta dónde estuve le diré que he venido a visitar el centro. No será una mentira. A veces me sigue en busca de noticias. Es posible que, mientras hablamos, esté al otro lado de las puertas del centro. En lo que a la publicidad se refiere, sería fatal, con comentarios del cariz de «nadie quiere estas instituciones cerca de su casa» y otras lindezas parecidas. -Taladró a Bixby con la mirada-. Su absoluta falta de cooperación afectará a su posición ante las autoridades estatales. Me ocuparé de que así sea.
Bixby parecía a punto de reventar y pulsó un botón del intercomunicador.
– Marcy, traiga el expediente de Manuel Rodríguez. -Jugueteó con el botón-. Supongo que con esto quedará satisfecha.
– Eso espero -replicó Mia con toda la sinceridad del mundo-. Lo mismo opinan las familias de las dos víctimas.
Thompson se había puesto como un tomate.
– Manny es un joven inocente.
Mia arrugó el entrecejo.
– Doctor Thompson, el joven está aquí, por lo que, evidentemente, no es tan inocente.
– No provocó los incendios -insistió Thompson.
– Señor Secrest, ¿registró la habitación de Manny? -preguntó Solliday sin hacer caso del consejero escolar.
– La registré -respondió y su mirada se tornó pétrea.
Mitchell volvió a fruncir las cejas.
– ¿Y?
– Y encontré una caja de cerillas.
– ¿Faltaba alguna? -presionó Solliday-. Para ahorrar tiempo, en caso afirmativo, ¿cuántas faltaban?
– Varias, pero esa caja de cerillas también fue utilizada por otra persona.
La detective reparó en que la mejilla de Thompson se contrajo.
– ¿Sabe de dónde las sacó? -inquirió Mitchell y de soslayo notó que Secrest ponía los ojos en blanco.
– Las cogió del despacho del doctor Thompson, que fuma en pipa -respondió Secrest.
Mia se recostó en el sillón.
– Por favor, que traigan al señor Rodríguez. -Todos se pusieron de pie-. Señorita Adler, tenga la amabilidad de quedarse. -La detective miró a Bixby y añadió-: Solo usted, señorita Adler.
En cuanto las puertas se cerraron, Mia se volvió hacia Adler, que estaba muy pálida, y apostilló:
– Explíquenos por qué fue a casa de Penny Hill.
La profesora se humedeció los labios con la lengua.
– Ya le dije que sentí curiosidad a raíz de los artículos.
Solliday negó con la cabeza.
– No es cierto. Señorita Adler, la vimos en el vídeo. Su expresión no era de curiosidad, sino de culpabilidad.
– Fue por la lectura -reconoció Brooke y en su mirada Mia percibió desdicha pura y dura-. Poco antes de Acción de Gracias, justo antes del primer incendio, puse como lectura El señor de las moscas. -Apretó firmemente los labios-. Lo asigné antes de que asesinaran a la primera mujer.
– Las fechas son muy interesantes -musitó Solliday-. De todos modos, ¿por qué fue a casa de la víctima?
– Porque necesitaba averiguar qué sabía la policía, descubrir si yo había hecho… si era la causante…
Mitchell miró a Reed con el ceño fruncido y comentó:
– Se me escapa la relación con el libro.
– El señor de las moscas trata de adolescentes varados en una isla que, en ausencia de los adultos, se sumen en la anarquía. Encienden una hoguera de señales y más adelante incendian prácticamente toda la isla -respondió el teniente con tono bajo.
– Entendido. -Mia volvió a concentrarse en Adler, que permaneció en silencio mientras las lágrimas rodaban por sus mejillas-. ¿Es una lectura adecuada para un centro de estas características?