La Telarana China
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Inspectora Liu, ?necesito recordarle que China tiene costumbres y rituales para tratar a sus hu?spedes? Use su shigu, su experiencia de la vida.
Todos los extranjeros, tanto si se trata de desconocidos o de demonios como este visitante, son potencialmente peligrosos. No demuestre ira ni irritaci?n. Sea humilde, prudente y cort?s.
El viceministro apoy? la mano sobre el hombro de la inspectora.
H?gale creer que existe un v?nculo entre usted y ?l. As? hemos tratado a los extranjeros durante siglos. As? tratar? usted a este extranjero mientras sea nuestro hu?sped.”`
En un lago helado de Pek?n aparece el cad?ver del hijo del embajador norteamericano. La dif?cil y ardua investigaci?n es asignada a la inspectora Liu Hulan. A miles de kil?metros, un ayudante de la fiscal?a de Los ?ngeles encuentra en un barco de inmigrantes ilegales el cad?ver de un Pr?ncipe Rojo, el hijo de uno de los hombres m?s influyentes de China…
Una impactante novela de intriga que recrea el conflicto que se produce entre dos pa?ses diametralmente opuestos cuando sus gobiernos se ven obligados a colaborar en pie de igualdad.
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– ¡Estaremos con usted todo el tiempo! ¡No se preocupe!
El plan se desarrolló con asombrosa precisión. Zhao había sido la elección perfecta, puesto que no tenía que fingir ignorancia de la ciudad en la que se hallaba. Caminó por las calles de Monterey Park, que eran muy diferentes de las dos manzanas que le habían permitido ver en el transcurso de sus entregas. Reconoció los caracteres chinos de los letreros de las tiendas, pero el resto, los grandes restaurantes, los coches de lujo y las mujeres enjoyadas, todo era nuevo para él.
Estaba perdido y lo parecía. Varias mujeres se acercaron a él, tomándolo por un vagabundo, para ofrecerle unas monedas. Una matrona le preguntó el nombre. Al oír el de Wang Yujen, ella le sugirió que fuera a la casa de la asociación de la familia Wang. Le indicó cómo llegar, le puso un billete de un dólar en la mano, y luego siguió caminando con paso vivo, lanzándole unas palabras finales para tranquilizarle:
– Ellos le ayudarán.
Zhao no fue a la casa de la asociación de la familia donde un inmigrante podía encontrar ayuda y donde los chinos del clan Wang nacidos en Estados Unidos podían hallar compañerismo e intereses comunes. Se dirigió en cambio hacia un local de juegos recreativos, donde la transmisión de su micrófono se perdió en medio del ruido de las batallas simuladas, las carreras de coches y los chillidos de deleite, rabia, ánimo y triunfo de los jugadores. Pero, de nuevo de vuelta en la calle, Zhao parecía saber exactamente adónde debía ir. Alguien en el salón de juegos debía de haberle dado información.
Entró en un 7-Eleven y preguntó por Spencer Lee o Yingyee Lee. Al principio el dependiente negó conocerlos, pero cuando Zhao insistió, alzando la voz con frustración para explicar que tenía que hacer una entrega a uno de los Lee, que lo habían detenido en el aeropuerto, que había ido hasta Monterey Park completamente solo, extranjero y completamente nuevo en la ciudad, el dependiente cedió.
– Espere aquí -dijo-. Haré una llamada.
Cuando volvió, dijo a Zhao que esperara fuera. Alguien pasaría a recogerlo enseguida.
Desde su privilegiado punto de observación en la furgoneta, David y Hulan vieron a Zhao esperando con inquietud en la esquina. Cambiaba el pie de apoyo continuamente, daba unos pasos en una dirección y volvía. Luego, en un aparente esfuerzo por tranquilizarse, se puso en cuclillas, dejando la pequeña maleta y las bolsas al lado. De aquella guisa, podría haberse hallado en cualquier esquina de cualquier ciudad china.
Un Mercedes negro con los cristales de las ventanillas ahumados aparcó frente a él. El conductor bajó su ventanilla y preguntó: -Eres Wang Yujen?
Zhao asintió con énfasis.
– Tiene que hablar -dijo David dentro de la furgoneta con un gemido-. La cinta no recogerá sus movimientos de cabeza.
Zhao abrió la puerta de atrás del coche, metió sus pertenencias en el interior y, sin echar una sola mirada a la furgoneta, se metió delante junto al conductor.
– Hueles como si no te hubieras duchado en mil años.
– Lo siento, lo siento mucho.
Manteniéndose a una distancia prudencial, Jack Campbell siguió al Mercedes por el distrito comercial hasta llegar a una zona residencial. El Mercedes subió por una carretera sinuosa. Las casas empezaron a hacerse más grandes, pasando de las casas con terreno de los años cincuenta a las ostentosas mansiones demasiado grandes para el terreno que ocupaban.
– ¿Hay chinos viviendo en estas villas? -preguntó Peter. Cuando le dijeron que sí, meneó la cabeza con incredulidad. Lo que en Pekín se llamaba villa no era nada comparado con el tamaño de aquellas monstruosidades de estilo español colonial.
El Mercedes redujo la marcha, aguardó a que las dos verjas electrónicas (con el carácter chino para la felicidad en hierro forjado) se abrieran, y luego entró. El conductor no se molestó en volver a cerrarlas. Cuando se bajó del coche, David reconoció a Spencer Lee. Aquella noche vestía elegantemente: camisa de seda, pantalones crema y zapatillas de deporte.
– Date prisa -ordenó.
Zhao sacó sus cosas del coche y siguió a Spencer Lee por las escaleras de mármol para entrar en la casa. A través del micrófono, se oía a Zhao proferir exclamaciones a cuenta del vestíbulo y la sala de estar.
– Silencio -le espetó Lee-. Demasiado ruido. Siéntate y cuéntame por qué estás aquí.
Los minutos siguientes fueron los más duros para el equipo que escuchaba a Zhao desde la furgoneta, a través de la traducción de Hulan, y la historia de sus desaventuras a manos de la ley. A David le sonaba como un chapucero servil. Zhao no era más que un pobre campesino. No comprendía nada de lo ocurrido. Tenía miedo cuando el diablo extranjero fue hacia él y se lo llevó. Pensaba que iban a ejecutarlo. En otras palabras, David creía que Zhao sonaba creíble, pero Spencer Lee no era tan fácil de contentar.
– Cogen a Hu Qichen. A ti te meten en otra habitación. Muy bien. Lo comprendo. Pero ¿por qué estás aquí? ¿Por qué no veo a Hu Qichen?
La reacción de Zhao sorprendió a David.
Que se joda mi madre! Alguien dice, ve a América, vuelves a casa, ganas un poco de yuan. Yo pienso, quizá gano bastante para comprar un coche. Quizá pueda ser chófer para extranjeros. Pero le diré lo que ocurre. Vengo a América. El policía me mira la boca. Me mete los dedos en el culo. Yo pienso, lo próximo que hace este hombre es meterme una bala en la cabeza. Mis hijos se quedarán sin padre. Mi mujer se casará con Zhou, el de los fideos. Hace muchos años que tiene los ojos puestos en ella. Pienso, quizá no quiero comprar un coche. Quizá quiero seguir vivo. Mejor ser un hombre pobre en China que un muerto en este horrible lugar. ¡Que se joda su madre!
La diatriba, lanzada en tono estridente y agudo, terminó tan abruptamente como había empezado. Se produjo un silencio sepulcral, luego Spencer Lee se echó a reír.
– Siéntese, señor Wang. Tómese una taza de té.
– Eaaah -gruñó Zhao, aún enfadado.
Durante los minutos siguientes, les sirvieron el té y Spencer Lee examinó la mercancía. Cuando la vio, Zhao fingió curiosidad una vez más.
– ¿Qué tiene ahí?
– Bilis de oso.
– ¿Meto esto en el país para usted y usted no me lo dice?
– No, pero le pagaré, ¿recuerda?
– ¿Dónde lo consigue? -preguntó Zhao mientras Spencer Lee evaluaba los cristales.
– No es asunto suyo.
– Usted me cuenta cosas, yo comprendo. La próxima vez que hago este viaje para usted, haré un trabajo mejor.
Se hizo el silencio mientras Spencer Lee sopesaba la cuestión.
– Si. De acuerdo. Ha hecho un buen trabajo. Ha llegado hasta aquí, ¿verdad? -Zhao no respondió-. En la provincia de Jilin hay demasiados coreanos. No son de fiar y el precio es demasiado alto. La provincia de Heilongjiang es demasiado remota, cercana a Pekín si puedes viajar en avión, pero peligrosa, y es demasiado difícil transportar la mercancía hasta Pekín por tierra. Así que conseguimos nuestros productos derivados del oso en la provincia de Sichuan.
– Allí fue donde estuvo Guang Mingyun en el campo de trabajos forzados -dijo Hulan en la furgoneta.
Sí, pensó David, y también tu padre y el jefe de sección Zai. La transmisión se reanudó con Spencer Lee.
– Hay cientos de granjas de osos en los alrededores de Chengdu y a la policía no le importa quién compra ni quién vende. ¿Sabe lo que quiero decir? Vamos al aeropuerto. Le decimos a los funcionarios que nuestra bilis de oso procede de una granja con licencia. Todo es legal. No hay ningún problema.
– ¿Por qué una parte va en botella y otra va suelta?
– Diferentes productos, diferentes granjas, el mismo precio.
– Pero el de la botella es Panda Brand. Esa compañía es de Guang Mingyun.
– ¿Guang Mingyun trabaja para usted?
En la furgoneta, cuando Hulan tradujo las últimas frases, David se maravilló de la destreza con que Zhao jugaba con el ego de Lee.