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Punto Muerto

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Punto Muerto
Название: Punto Muerto
Автор: Paretsky Sara
Дата добавления: 16 январь 2020
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Punto Muerto - читать бесплатно онлайн , автор Paretsky Sara

El jugador de los halcones Negros de Chicago, Boom Boom Warshawski, fue una leyenda del hockey. M?s de mil personas asisten a su funeral, consternados al enterarse de que ha resbalado en un muelle y se ha ahogado. La polic?a se apresura a declarar que ha sido un accidente. Y no les gusta la idea de que V.I. Warshawski, meta su nariz femenina en un caso tan evidente. Pero entre atentados contra su propia vida y tragos de scotch, la intr?pida e ingeniosa detective, se abre camino a trav?s de un mundo de silos de cereal y cargueros de mil toneladas. Se introducir? en una senda que le har? descubrir si se est? tomando las cosas de un modo demasiado personal o si su adorado Boom Boom fue en realidad asesinado…

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La habitación de invitados de Lotty le sirve también de estudio, y rebusqué en el escritorio para encontrar papel y bolígrafos. Encontré también un maletín de cuero. Puse dentro la Smith & Wesson, junto al material de escribir. Lista para cualquier cosa.

Mientras me hacían efectivo el cheque por los daños, la Compañía de Seguros Ajax me suministró un Chevette con el volante más duro que había visto en mi vida. Pensé en utilizar el Jaguar de Boom Boom, pero andar luchando con la palanca de cambios con una sola mano me pareció imposible. Estaba intentando que la Ajax me cambiase el Chevette por algo más manejable. Mientras tanto, me sería difícil andar por ahí.

Subir por Edens hasta Lake Bluff me costó lo suyo. Cada giro del volante me oprimía el hombro aún no curado y me ponía tensos los músculos del cuello, débiles también a causa del accidente. Para cuando salía de la autopista de peaje Tri State hacia la carretera 137, me dolía toda la espalda y tenía los sobacos de mi profesional blusa blanca empapados.

A las dos y media de un día de diario, Lake Bluff estaba muy tranquilo. Al sur la Escuela de Adiestramiento Naval de los Grandes Lagos, en el lago Michigan, la ciudad es un pequeño reducto de riqueza. También hay pequeñas parcelas y casas de ocho habitaciones, pero predominan las mansiones impresionantes. Un débil sol primaveral brillaba sobre los céspedes nacientes y los árboles, que lucían sus primeros atisbos verde pálido.

Giré hacia el sur por Green Bay Road y fui dando vueltas y vueltas hasta que encontré Harbor Road. Como me imaginé, dominaba el lago. Pasé junto a una enorme residencia de ladrillo rojo en un gran terreno, quizá diez acres, con pistas de tenis visibles por entre los arbustos florecientes. En verano estarían completamente ocultas por el follaje. Tres parcelas más adelante, llegué a la casa de los Phillips.

La suya no era una casa impresionante, pero el lugar era muy hermoso. Mientras metía el Chevette por el camino de entrada pude ver el lago Michigan extendiéndose tras la casa. Era un edificio de dos plantas, cubierto por esas ásperas tablillas que la gente cree que imitan a la paja. Pintada de blanco, con un ribete plateado alrededor de las ventanas, parecía tener unas diez habitaciones: un lugar muy grande para mantenerlo sin ayuda si ella (o él) no trabajaba fuera de casa.

Un gran Olds 88 azul marino, nuevo, se encontraba fuera del garaje de tres plazas. Al parecer, la señora estaba en casa.

Llamé al timbre de la puerta principal. Después de esperar un poco, la puerta se abrió. Una mujer de cuarenta y pocos, pelo oscuro cortado en un sitio caro para que le cayera alrededor de las orejas, apareció allí con un sencillo vestido camisero; de Massandrea, creo. Sus buenos doscientos cincuenta dólares en Charles A. Stevens. Aunque fuese lunes por la tarde y estuviera en casa, su maquillaje era perfecto, listo para recibir a cualquier visitante inesperado. Gotas de diamantes caían de una filigrana de oro sujeta a sus orejas.

Me miró fríamente.

– ¿Sí?

– Buenas tardes, señora Phillips. Soy Ellen Edwards, de Investigaciones Tristate. Estamos haciendo una encuesta entre las esposas de los ejecutivos importantes y quisiera hablar con usted. ¿Dispondría de unos minutos esta tarde, o podemos concertar una cita para un momento más conveniente?

Me miró sin pestañear durante unos segundos.

– ¿Quién la envía?

– Tri State. Oh, ¿quiere decir que cómo conseguimos su nombre? Pues revisando las mayores compañías de la zona de Chicago, o divisiones de las grandes compañías, como la Eudora, y seleccionando los nombres de sus directivos.

– ¿Lo van a publicar en alguna parte?

– No utilizaremos su nombre, señora Phillips. Estamos entrevistando a unas quinientas mujeres y no haremos más que un perfil medio.

Se lo pensó y decidió finalmente, a regañadientes, que hablaría conmigo. Me hizo pasar dentro de la casa, a una habitación trasera con una hermosa vista del lago Michigan. Por la ventana vi a un joven musculoso y bronceado luchando con un barquito atado a un embarcadero a unas veinte yardas de la orilla.

Nos sentamos en butacas de orejas cubiertas con escenas bordadas en naranja, azul y verde. La señora Phillips encendió un Kent. No me ofreció uno a mí. No es que fume, pero habría sido de buena educación.

– ¿Navega usted, señora Phillips?

– No, nunca me preocupé por aprender. Ese es mi hijo Paul. Acaba de volver a casa de Claremont para pasar el verano.

– ¿Tiene más hijos?

Tenían dos hijas, ambas en la escuela superior. ¿Cuáles eran sus aficiones? El bordado, naturalmente -las feas fundas de las butacas eran un ejemplo de sus obras-, y el tenis. Adoraba el tenis. Ahora que pertenecía al Club Náutico Marítimo podía jugar durante todo el año con buenos profesionales.

¿Hacía mucho que vivía en Lake Bluff? Cinco años. Antes vivían en Park Forest South. Mucho más cerca del puerto, claro, pero Lake Bluff era un lugar maravilloso para vivir. Muy buen sitio para las niñas, y para ella, claro.

Le dije las cosas que nos interesaba saber acerca de las ventajas y desventajas de ser una esposa de ejecutivo. Así pues, entre las ventajas se incluía el estilo de vida, ¿verdad? A menos que ella, o él, tuviesen medios independientes para mantenerlo…

Soltó una risita tímida.

– No, no somos como… como algunas de las familias que viven por aquí. Clayton gana cada penique que gastamos. No es que algunas de las personas de por aquí no estén descubriendo ahora lo que es tener que luchar un poco. -Parecía querer extenderse en el tema, pero se lo pensó mejor.

– La mayoría de las mujeres con las que hablamos piensan que los horarios de sus maridos son una de las mayores desventajas. Significan tener que educar solas a sus familias y pasar solas mucho tiempo. Me imagino que un ejecutivo como su marido tiene que trabajar muchas horas; además, hay un buen trecho de aquí al puerto.

La autopista Tri State podía ser un paseo, pero él tenía que recorrerla con tráfico hasta el Loop de ida y desde el Loop de vuelta. Puede que tardase noventa minutos.

– ¿A qué hora suele llegar a casa?

– Depende, pero generalmente hacia las siete.

Paul había izado las velas y estaba desatando el bote. Parecía muy grande para una sola persona, pero la señora Phillips no se preocupaba. Ni siquiera miró cuando el bote se metió en el lago. Puede que tuviese total confianza en la habilidad de su hijo para manejar el bote. Puede que no le importase lo que hacía.

Le dije que tomásemos un día cualquiera de sus vidas y lo repasásemos; por ejemplo, el jueves pasado. ¿A qué hora se había levantado, qué habían desayunado, qué había hecho ella? ¿A qué hora volvió su marido del trabajo? Oí los tediosos detalles de una vida sin objetivos, las horas pasadas en el club de tenis, en el salón de belleza, en el centro comercial Edens Plaza, antes de conseguir la información que había venido a buscar. Aquella noche, Clayton no había llegado a casa hasta después de las nueve. Lo recordaba porque había preparado un asado y al final ella y las niñas se lo comieron sin esperarle. No recordaba si parecía preocupado o cansado ni si llevaba la ropa cubierta de grasa.

– ¿Cubierta de grasa? -repitió con asombro-. ¿Qué puede importarle a su empresa de investigación una cuestión como esa?

Había olvidado quién se suponía que era yo durante un minuto.

– Me preguntaba si lava usted misma la ropa o si la manda fuera, o si tiene una doncella que lo haga.

– La mandamos fuera. No podemos permitirnos una doncella -sonrió amargamente-. El año que viene, quizá.

– Bien, muchas gracias por su tiempo, señora Phillips. Le enviaremos una copia del informe cuando lo completemos. Esperamos tenerlo acabado a finales del verano.

Me condujo de vuelta hacia la puerta. Los muebles eran caros pero no muy atractivos. Alguien con más dinero que gusto los escogió; ella o Phillips o los dos a la vez. Mientras me despedía, pregunté distraídamente quién vivía en la gran casa de ladrillo calle arriba, la de las pistas de tenis.

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